Introducción
Tal
como lo muestran las
investigaciones realizadas en el continente americano en los campos de la
antropología, la sociología, la lingüística, la sicología, la historia, y los estudios culturales se ha desarrollado
con gran énfasis el concepto de identidad como un mecanismo de explicación
teórica. Pero, en general se ha pensado a la nación-estado como una estructura
que contiene etnias múltiples y aisladas y la definición resultante se ha
sustentado en los aspectos diferenciales, trabajada sobre los límites antes que sobre umbrales.
“El hombre no solamente sabe que tiene pasado, sino que también y con
más certeza, lleva consigo su pasado, es su pasado, a menudo ignorándolo tanto
como ignora su futuro, que también el comporta y es; es un ser cuyo presente no puede ser en gran parte
otra cosa que una actualización”.
Creo que un ejercicio interesante
relacionar algunas de las ideas de Canal
Feijóo con la de un investigador que apareceré citado en forma
habitual en las bibliografías, Michel de Certeau, quien definiera la
historia como una relación del lenguaje con el cuerpo social y en la que el tiempo
se constituye como un lugar que delimita
el pasado y como “una manera de dar
cabida a un porvenir” (1997, 69).
Se tiende a considerar que el
problema de la identidad es un problema básicamente incómodo, ya que supone reconsiderar conceptos
tales como etnia, cultura, nación, historia y mito; y en nuestro caso
también el de “americano”. Ya en 1984, José
Luis de Imaz indagaba lúcidamente sobre la historia de este término que
aparece integrando términos igualmente equívocos como “Iberoamericanos” y
“Latinoamericanos”. Años más tarde Lola Proaño se interrogará sobre si la
argentinidad no sería en sí una ficción (2002, 79). También creo que resultaría
esclarecedor conectar los trabajos de estos investigadores de nuestro
continente con Gerd Baumann quien al plantear con claridad el tema de lo nacional, lo étnico y lo religioso
en relación con la identidad, entiende a esta como “una construcción socialmente
flexible” y no como “una propiedad personal adquirida por nacimiento” (2001,
80); define a la nación como “uno o
varios grupos étnicos cuyos miembros creen, o en cierto modo les inducen a
creer, que poseen un Estado”, en razón del nacimiento, del
compartir rasgos culturales y de integrar una comunidad de destino (id.,
44-45); y a la cultura como “una
construcción discursiva doble” producto
de “una esencia deificada en un primer
momento y una posterior nueva
construcción exploratoria de instancia procesual (id. 120)
Nuestra identidad en escena.
En
el campo del teatro, un significativo número de textos publicados y estrenados,
como asimismo, las declaraciones realizadas en las últimas décadas, tanto por
los dramaturgos como por actores y directores, coinciden -al margen de
las diferentes opciones estéticas- en la necesidad de i)
generar un lazo entre lo colectivo y lo individual, ii) aprehender una
modulación particular de la historia a partir de las experiencias individuales
y detectar las mediaciones existentes entre la racionalidad individual y la
identidad colectiva, iii) completar, cuestionar y potenciar el grado de
conocimiento que la sociedad tiene sobre
sí misma, y iv) rectificar las imágenes generadas por la mirada mutilada
de quienes, viviendo en la periferia se colocan las lentes de los países
centrales.
Al
analizar hoy, las producciones escénicas locales vemos como las obras de teatro
pueden contribuir a configurar y consolidar nuestra identidad y poner en
funcionamiento la dinámica de la memoria y el olvido. Al rescatar arquetipos
nacionales y regionales, ese teatro ofrece una barrera de contención a los
elementos que intencional y estratégicamente operan para desdibujar las
identidades nacionales en nuestro continente americano. Es decir, que frente a
políticas culturales que apuestan al olvido o a escamotear la memoria, tanto el escritor – que domina el espacio letrado- como el director
-que domina el mundo de las imágenes- se encuentran en privilegiadas
condiciones para hallar un fructífero
equilibrio entre lo propio y lo ajeno.
Cabe
preguntarnos, entonces: ¿Existe un hiato entre el “legado de la tradición” y lo
que se ha convertido la Argentina hoy? ¿Cuál es el
papel que le corresponde al teatro en la conformación de las identidades
regionales, nacionales, y americanas, y su reconocimiento individual y colectivo?
¿Es posible contrarrestar esa penetración de elementos que opera para generar la aculturación?
En
este escenario en el que el mundo pareciera estar dominado por el
desencanto posmoderno, en el que los grandes relatos se fragmentan, se
deshilachan , en el que la disociación del sujeto se corresponde con la
incertidumbre de su presente y de su destino, y del cual no se ha desterrado ni
la violencia ni la frustración, en nuestro país, un número importante de
teatristas apuesta en estas últimas décadas a restablecer una relación potente
entre vanguardia y tradición, entre memoria y descubrimiento, entre la
interrogación al pasado y la construcción de utopías. Son creadores que
continúan planteando la responsabilidad del artista en términos de eticidad
como Canal Feijóo los propusiera.
Diferentes proyectos escénicos de
manera consciente se reconocen como factores que contribuyen a configurar,
modelar una identidad colectiva que en algunos casos se reconoce como nacional,
en otros, como latinoamericana. A estos
he decidido agruparlos dos líneas: 1) la voz de las minorías, la exclusión del
indígena y la negación del negro; y 2) la
historia y la política en el diseño de lo identitario. (continúa)
www.goenescenablogspot.com.ar
Año II, n° 80
pzayaslima@gmail.com
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