domingo, 28 de agosto de 2016

GERMÁN ROZENMACHER: UN CABALLERO EN BUSCA DEL “AOR”

            Un 6 de agosto de 1971 moría Germán Rozenmacher. Ese día, mientras esperaba el nacimiento de mi primer hijo releía en la clínica Requiem para un viernes a la noche.  Desde entonces, Rozenmacher se convirtió en un referente importante en mis investigaciones por esta razón absolutamente subjetiva y personal, pero también por los valores que fui encontrando en su dramaturgia. En 1989 fui partícipe de la compilación Teatro argentino de los ´60 (Bs. As. Corregidor), con el artículo sobre la producción teatral de GR, cuyo título rescato hoy, a cuarenta  y cinco años de su deceso. En esta oportunidad  aspiro a que algunas de las ideas desarrolladas allí tomen una nueva dimensión y se reconsidere la importancia de Rozenmacher dentro del panorama teatral argentino.
GR y la generación realista de los  ´60.
Algunos de los puntos que determinan la existencia de una  “generación” según Petersen, permiten asociar a Rozenmnacher con la generación realista del 60: la coincidencia de nacimiento, el  trato humano, el acontecimiento o experiencia generacional, el caudillaje; coincidencias parciales en los otros dos ítems: homogeneidad de educación  y lenguaje generacional.
Esto último implica un primer interrogante: ¿hasta qué punto se adscribió al realismo?
Por una parte, en una de sus  declaraciones en 1964, afirmaba:
“Lo que yo busco es expresar la verdad. Yo quiero escribir de la misma manera que el hombre de ciencia: trabajando sobre la realidad. El problema está en lograr ese momento delicadísimo en el cual hablar de uno es hablar de todos. Tampoco quiero hacer panfletos o dar soluciones; sino, como decía  Chejov, dar un correcto enfoque de la realidad”.
Por otra, dos textos: Requiem para un viernes a la noche (RVN, 1964) - y Simón Brumelstein, el caballero de Indias (SB, 1970) parecerían sobrepasar esa declaración de principios ya que,  desde una primera lectura, las dos obras nos presentan la apasionada búsqueda de la identidad. Le urge mostrar dramáticamente el mundo judío, tanto el que corresponde al primer grupo inmigratorio, como al de sus hijos nacidos en el país. El conflicto de sus protagonistas David y Simón, respectivamente, se concentran  en cómo conciliar su “ser judío”, con “ser de aquí”.
El dramaturgo no busca la reconstrucción de un referente social, político o histórico, sino -como lo desarrollamos en el libro citado, pp. 125 y siguientes- presentar la dramática opción que los protagonistas deben realizar respecto del pasado: aceptarlo, rechazarlo, recrearlo o huir de él.  A diferencia de sus compañeros de generación con los que colaboró en la redacción de El avión negro,  es factor determinante un presencia familiar que implica relaciones afectivas profundas; tampoco  aparece como preocupación central en la vida de sus personajes, el reconocimiento social a través del dinero o la profesión, sino la obsesión por hallar respuestas de orden metafísico y religioso,  que  le permitan reconocer y construir su propia identidad personal. No son personajes abúlicos que se dejan arrastrar por las cambiantes circunstancias –característica que los críticos ya han señalado como características de los “antihéroes” diseñados por los dramaturgos realistas de los  60- sino seres capaces de tomar decisiones en situaciones  límites: dejar el hogar (David en RVN), abandonar al ser querido y apartarse de la sociedad  (Simón en  SB).
Como en el mundo mitológico, los héroes (en este caso David y Simón) cruzan el umbral, primero para encontrarse a sí mismos, y luego para encontrar respuestas que trascienda lo real sensible y engañoso. Parten en la noche, hacia lo desconocido y dejan atrás el mundo de los afectos (David: el padre y la madre; Simón, la mujer que ama).
En RVN los padres, respetuosos del orden antiguo quedan solos, aferrados al pasado y sin esperanzas para el futuro ya que el hijo rompe la tradición al rechazar el puesto de cantor sinanogal, no alcanza un título universitario y elige novia y amigos  que no pertenecen a la comunidad. Su conflicto, cómo conciliar lo judío y lo porteño, no ser un “extranjero”. Por su parte, el protagonista de SB está obsesionado por un pasado lleno de nobleza y un presente marcado por la locura y la mentira. En su continuo viaje  del delirio a la cordura, es visitado por seres reales (primo, esposa, siquiatra, enfermeros, comerciante) y por seres de la fiebre y el delirio un soldado de Solís, su padre, el rabino, el monje, su abuela) su mundo onírico. No puede ser del lugar de sus abuelos y sus padres, pero tampoco puede ser de acá. Por eso elabora su propio sueño de grandeza: ser el descendiente de los primeros  Brumelstein que fundaron este país, ser un caballero de Indias y optar por el manicomio, antes que volver a un mundo en el que se vive  “sin voces y sin culpas”. En su lucha por erradicar imágenes engañosas los personajes se debaten en medio de la opacidad de lo real a causa de la ambigüedad de los signos. Pero no hay en Rozenmacher “ceremonia de la frustración”, sino agonistas que no vacilan en realizar “el cruce del umbral”.
También se aparte del realismo en la utilización de  signos escénicos que no tienen por función exclusiva o principal representar un lugar determinado que reproduzca miméticamente un referente fácilmente reconocible. Escenografía y objetos participan del desarrollo del conflicto y desencadenan el desenlace a través de trasposiciones metafóricas, adjudicación de valores simbólicos y desplazamientos semánticos que en el caso de SB se localizan simultánea y ambiguamente entre el pasado y el presente, el interior y el exterior, el cielo y la tierra, la locura y la sensatez, el espíritu y la materia, lo vivido y lo soñado. Y esta doble imagen de objetos y personajes opera como el símbolo de la ambivalencia esencial en  todos los seres.
Presencia de objetos que sirven  para contener algo (cofre, caja de música, caja de vidrio, valija baúl) símbolos de la exaltación imaginativa, pero también del vientre materno; la cruz impuesta en los espacios reales y en los sueños y alucinaciones; el oro como elemento esencial del tesoro escondido, la pura luz en un campo religioso, o el “cuarto  estado” (la glorificación); las filacterias cuyo significado y función se explica en el Deuteronomio (6,4-9 y 11,13-2), y los retratos familiares concebido como “el espejo diacrónico de la familia” (Baudrillard). En RVN el dramaturgo trasgrede una de las propuestas del realismo- naturalismo: la ausencia de la cuarta pared, y propone una imagen final simbólica de velas extinguidas multiplicadas en los espejos de una casa que simboliza refugio para los mayores y cárcel para  David.  En el caso de  SB,  Simón aparece estrechamente conectado con objetos simbolizan diferentes mundos y valores aparentemente irreconciliables.
Por su actividad teatral, sus propias declaraciones, por su deseo de asimilar una estética realista que le permitiera descubrir y trasmitir su búsqueda de la verdad, Rozenmacher pertenece a la generación realista del 60. Pero RVN y SB lo separan de esta y contribuyen a delinear la especificidad de un teatro que presenta como conflictos importantes que atormentan a sus personajes lo metafísico y  lo religioso, apuesta a la elaboración de un contexto escénico que da relieve a las potencialidades simbólicas de los objetos, y que propone, la organización de la acción escénica a partir de una relación aleatoria de los sucesos con personajes y objetos, y una  preferencia por los objetos “biográficos” (Violette Morin), que forman parte de la intimidad activa de quienes los poseen. No hay representación artificial de una determinada realidad extratextual sino la explotación de dos características de  los signos icónicos no verbales: la movilidad y la ambigüedad. Con estas obras, German Rozenmacher se sitúa, entre realistas y absurdistas como un dramaturgo originalísimo, capaz de combinar magistralmente diálogos propios de la cotidianeidad con un discurso  asociado a la alta cultura, y organizar formalmente tos los medios de expresión de modo inconfundible.

domingo, 21 de agosto de 2016

NI VIVOS NI MUERTOS, UN NUEVO REGRESO A LOS ´70.

Con el objetivo de mantener viva la memoria sobre la desaparición de personas bajo la dictadura militar, Sergio Perla presenta este espectáculo del cual es responsable del libro, la música original, la puesta en escena y la dirección general. Su propuesta se conecta con dos líneas que convivieron en los 70 y se prolongan en tiempo: el teatro político que sucesivamente encuentra sus principales temas en la dictadura militar, la guerra de Malvinas y la crisis del 2001; y el musical, este último en dos vertientes, la comedia musical y la cantata.

Más allá de la polémica que entraña el término político (basta con revisar los clásicos trabajos de Beatriz Trastoy y las nuevas investigaciones de Jazmín Sequeiras sobre el tema), tomo como punto de partida el Comunicado de Piscator (1920) en el que establecía claramente sobre su finalidad: “propagar e inculcar conscientemente el espíritu de clase y la lucha por el poder”; es decir, un teatro entendido como lugar de educación política a modificar las actitudes del público y que, según Michel Kirby, “intencionalmente se preocupa o conscientemente toma partido en política”. Entre sus principales materiales primarios se encuentran hechos históricos, acontecimientos políticos recientes, artículos periodísticos, comunicaciones oficiales, fuentes orales; y el autor emplea todos los medios discursivos a su alcance para persuadir al auditorio, tal como la polarización de las categorías amigo/enemigo, y un nosotros inclusivo (portadores de un mensaje de verdad y justicia) que se enfrenta a un ellos encarnado en el oponente (portador de un mensaje autoritario e injusto). Todo esto puede reconocerse en Ni vivos ni muertos, que homenajea a los sacerdotes católicos asesinados, a los militantes capaces de emitir un último grito “Perón o Muerte”, y propone desde su inicio la consigna “El pueblo unido jamás será vencido”.

Como en el musical, la partitura apunta a exaltar los núcleos textuales, que en este caso son el poder del pueblo, los desaparecidos, el “Nunca Más”; también a funcionar como estímulo de emociones y sentimientos contrapuestos como el amor y el odio, el deseo de la paz y la necesidad de la violencia, sobre todo cuando apela al canto grupal de los jóvenes estudiantes/militantes. José Monleón desde una perspectiva sociológica percibe la relación directa de lo coral con la sensibilidad y las opiniones políticas del pueblo, la relación entre la fuerza del coro y la existencia de un estado de libertad; y un público identificado con el coro. Como en la cantata, este último narra, comenta, y la alternacia entre música y texto dicho aparece en función de una estructura teatral.

Creo necesario destacar la actuación de la protagonista femenina, la madre, encarnada por Valeria Mitidieri que puede ser definida tanto como actriz/cantante, como cantante/actriz. Vence ampliamente dos de las dificultades físicas inherentes al género que le toca interpretar: mantener una continua atención rítmica y al mismo tiempo proyectar su voz sobre el volumen sonoro, resolver la relación dialéctica que existe entre la música y la acción dramática, entre el sonido y el personaje -problema que ya hace varias décadas planteaba Giorgio Strehler-; y sortear con oficio la dificultad que Juanjo Granda señalaba en “Tempo di música, tempo di parole”: el cambio de lenguaje escénico que se produce al pasar del canto(música) a lo hablado(palabra). De hecho, Mitidieri nunca aparece descolocada cuando debe retomar la línea de canto.

Todo en ella está logrado a la perfección: la modulación de tonos y la prolongación de la voz que complementa la posesión de un timbre que dota de “dimensión corpórea” a las palabras, pero también al manejo de los silencios que al decir de Abadi, pueden ser recuerdo, actualidad o proyecto. Y su manejo corporal contribuye a generar la teatralidad en su triple orientación: la palabra, el gesto y el espacio; anima (da vida) al personaje, pero al mismo tiempo libera un caudal de energía que concentra miradas y obliga a la escucha.

No es mi tarea otorgar premios de actuación, pero sí reconocer en Valeria Mitidieri una “revelación” en ese campo.



martes, 16 de agosto de 2016

ALUCINADO SUCESO DE LO DESCONOCIDO. UNA MIRADA AL UNIVERSO POÉTICO DE FEDOR DOSTOIEVSKI.

El 12 de agosto Pablo Mascareño presentó esta obra que conforma la segunda parte de su Trilogía del mar, iniciada por Como arena entre las manos. Hay evidentes marcas que relacionan Alucinado… con el discurso que propone el dramaturgo ruso en sus Noches Blancas – en especial, en la “noche primera” y en la “noche segunda”- relato publicado en 1848, meses antes de ser detenido. El protagonista de la narración es presentado con un hombre solitario, un soñador (entendido como esa “criatura de género neutro” que “se instala en algún rincón inaccesible, como si se escondiera del mundo cotidiano”). Mascareño, diseña a su protagonista siguiendo este modelo, y como el de Dostoievski, es capaz de discurrir como si “estuviera un leyendo un libro”, de atravesar noches de insomnio en las que toma conciencia de “la aridez y la tristeza de su alma”, pero, también en las que se asume como “artista de su propia vida y se forja cada hora según su propia voluntad”. 

En esta transposición escénica las marcas del texto disparador se integran de modo natural. Las reflexiones sobre la vida, sobre el yo profundo, sobre la necesidad o la carencia de un otro dialogante, la existencia o no de un dios al cual dirigirse, sobre los alcances del amor, todas ellas se generan no en un Petersburgo urbano, sino en una orilla frente un mar infinito. El autor trabaja con símbolos, y sin duda es el mar uno de los más potentes: “océano inferior”, origen y fin de la vida, “retorno a la madre”. Y apela a la metáfora. Las palabras nos son trasmitidas en distintos registros: intimista, confesional, desgarrador, apelativo y hasta en ese “hablar ampliado” que es el canto y que equipara sonoridad a pensamiento[1]

La directora Herminia Jensezian ha trabajado con sutileza, pero al mismo tiempo, en profundidad, un texto dramático que transita ambiguos espacios entre la conciencia y la ausencia o propone atravesar lo soñado en un estado de vigilia. Con gran maestría ha convertido la pequeñez del espacio teatral en una parábola del espacio infinito; le basta una mínima cantidad de objetos que evocan ecos significativos (caracolas marinas) para poner de relieve la presencia del mundo exterior o su ausencia (silla vacía iluminada); y potencia la omnipresencia de la música – en palabras de Paul Claudel- como “la memoria sonora de una acción”, como medio de expresión del hálito sonoro, al tiempo que la integrar exitosamente con la dramaturgia.

El músico Juan Manuel Bevacqua, por momentos, establece a través de su partitura música y una variedad de resonancias sonoras, un diálogo con el atormentado personaje; en otros, lo protege y lo guía a través de diferentes códigos gestuales, y pauta sus movimientos con alternancia de patrones rítmicos de una música que marca un claro acento subrayando los “crescendo de energía”[2] provocadas por el discurso verbal.

A lo largo de la representación, el actor/cantante Juan Manuel Besteiro diseña con sus desplazamientos un espacio en el que se juegan dos opciones, o transitar por los límites, o traspasarlo; mientras que el inicio y el final remiten a una reclusión que aísla pero que al mismo y tiempo protege de un afuera amenazante. Su trabajo actoral que compromete al máximo lo corporal, lo vocal y lo expresivo consigue lo que autor y directora sin duda buscaron: convertir el concepto en imagen.

Alucinado… revela así la riqueza potencial que entrañan los cruces y combinaciones de géneros (narrativa, teatro), de discursos (filosóficos, poétícos, dramáticos), de disciplinas (actuación, canto, acrobacia), y de culturas (rusa del siglo XIX, argentina del siglo XXI) 







[1] Malcolm de Chazal, “L´Ame de la Musique”, Dire, 21, Hiver 1994, p. 17. 


[2] Claudia Barretta, Leticia Miramontes y Aníbal Zorrilla, Ritmando Danzas, Buenos Aire, Editorial Autores de Argentina, 2013, p. 53.

martes, 9 de agosto de 2016

COMO SI PASARA UN TREN, LAS CLAVES DE UN ÉXITO.

Dos temporadas a sala llena, “boca a boca” cargada de entusiastas recomendaciones más que prensa, actores que no aparecen en tapas de revistas pero que merecerían serlo por sus cualidades, preparación y solvencia a la hora de  ocupar un escenario. Una joven dramaturga que logra convertir un episodio biográfico  en un material  de escritura en el taller de  Andrea  Garrote y  finalmente  concretarlo en un espectáculo modélico.
 Muchos son sus aciertos en su doble rol (dramaturgia y dirección). No se extiende más de lo necesario, combina acertadamente los climax tanto en las situaciones jocosas como en las dramáticas y mantiene un ritmo atrapante que no decae.  Desarrolla una historia familiar que involucra tres presencias: una madre abandonada, su hijo con capacidades diferentes y una adolescentes con problemas; y tres ausencias citadas, pero que operan igualmente como motor de las acciones: el padre que rechaza al hija, la madre psicóloga que no  puede  contener a su hija adolescente; los afectos que ésta ha dejado en la ciudad. Historia personales que se cruzan y se modifican dentro del núcleo familiar, pero que también remiten a  conductas sociales marcadas por lo colectivo.
No cae en el diseño de “tipos” o de conductas “típicas” y diluye  las fronteras que aparentemente marcan la vida en una ciudad y  en un pueblo (lo nuevo/lo tradicional), los conflictos generaciones (madres/hijos),  y  las diferencias culturales (mujeres  profesionales/ mujeres amas de casa; lectura de un libro científico/lectura de revistas). Por  ello es posible el cambio de los tres protagonistas, cambios que los conducen al conocimiento de sí mismos y a la comprensión del otro,  y los dotan del valor suficiente para asumir la responsabilidad de elecciones más  libres.  Pero este mensaje ético nunca aparece explicitado, no hay juegos retóricos y sí un encadenamiento de situaciones dramáticas que ofrecen las claves para  que el espectador busque sus propias respuestas.
Título y objeto encierran el doble valor de signo y símbolo. Viajes en tren, imaginados y reales  (el tren con el que Juan Ignacio juega, el viaje entre estaciones que realiza con Valeria), significan para ambos primos adolescentes, explorar un modo desconocido que los transforma, encarar una travesía que los conduce a su propio centro; viaje como huída, pero también como búsqueda: la autora conoce muy bien el poder simbólico que el objeto tren y la situación viaje conforman,  el “pase de un estado  a otro” (Ana Teillard) y el arribo a una “forma superior  y sublimada” (J. E. Cirlot).
La trayectoria de Lorena Romanin es otra de las claves de este éxito. No por razones de antigüedad, sino por los diversos campos en los que ha incursionado (la actuación, la puesta en escena, la dramaturgia y la escritura de guiones, el cine, el teatro y la televisión, la docencia  y su experiencia con pacientes con problemas mentales), todo ello le ha permitido seleccionar el elenco adecuado, distribuir sus desplazamientos y sus silencios en función de lo que propone el texto, jugar con los ritmos corporales y verbales, conectar miradas y objetos, dosificar adecuadamente la interacción de códigos gestuales  para evitar la dispersión de la atención de los receptores.
Finalmente, acierto en la elección del espacio que ofrece El Camarín de las Musas  -en el que  presentara  Julieta y Julieta (2010-2011)- teatro que se ha caracterizado por estrenar espectáculos que por su calidad y/o originalidad  convocan una importante corriente de público.

sábado, 6 de agosto de 2016

BERNARDO CAREY, BIOGRAFÍA, HISTORIA Y FICCIÓN (A PROPÓSITO DE CORREAS,LA VOLUNTAD DE VIVIR).

En agosto de 2016, Bernardo Carey estrenó en el Teatro del Pueblo,  Correas, la voluntad de  vivir,  dirigida por  Daniel  Marcove El espectáculo se inscribe en una línea que a partir de los ´80 ha sido cultivada exitosamente en nuestros escenarios, caracterizada por lo que Beatriz Trastoy describe como “enfoques biográficos sobre  hombre a cargo de hombres”[1]. Tal vez porque el protagonista resulta desconocido para la mayoría de los argentinos,  en el programa de mano se incluyen las siguientes referencias.
“Carlos  Correas fue profesor de filosofía, traductor y narrador maldito. Se suicidó con furia a los 70 años, a fines de  2000. Fue homosexual y heterosexual. Se creía un hombre trágico. Se asumía como tal y su suicidio parece confirmarlo. El resto del mundo, nosotros, éramos unos simples comediantes. Tenía la certidumbre de que la tragedia era superior a la comedia. Creemos, entonces, debía subirse a un pedestal y permanecer ahí, a merced de los otros. Y de nosotros.”
Datos, información, pero también explicitación de puntos de partida tanto para la escritura como para su puesta en escena.
¿Qué tipo de  biografía se nos ofrece?
 Una biografía que no intenta diseñar una totalidad, pero que  establece una relación transparente tanto con el referente histórico colectivo como el individual. Resuenan en este punto las palabras de Roa  Bastos sobre el destino de los personajes y los hechos cuando, “por fatalidad del lenguajes escrito” ganan “el derecho a una existencia ficticia y autónoma al servicio del no menos ficticio y autónomo lector”. (En este caso, un lenguaje de múltiples materialidades ofrecido  a los espectadores). Si los diálogos son ficticios las situaciones vividas por este atormentado personaje fueron reales: sus límites y carencias, sus debilidades y sus vicios, su deseo de conocimiento, su vulnerabilidad, su tendencia a atravesar los límites de lo real y lo imaginado.
¿De qué manera aparece la historia?
Carey siembre ha elegido un enfoque de la historia desde la visión de los márgenes, desde la perspectiva de los perdedores o con la presencia protagónica de los que habitualmente no  son visibles.  En este caso, es la voz de un marginal/marginado/auto marginado la que remite a los años 50 que tiene por interlocutora a una prostituta, mientras es acosado por la aparición del hombre quien  fuera  una de sus parejas. Su sustento intelectual son los viejos libros arrumbados, fuentes heterogéneas de su pensamiento en el que conviven Niestzche, Kant y Foucault; sus modelos femeninos, las fotos emblemáticas de Eva Perón y la de Audrey Hepburn:  de la actriz que como la mujer  luchaba por la justicia social, a la actriz que encarnaba a “la princesa que quería vivir”.
 ¿Cómo teatralizar lo histórico (hechos que acaecieron, personas que existieron)?
Lo socio histórico aparece citado desde el discurso individual. Por ello en el protagonista  y su contexto inmediato recae la mayor responsabilidad. Raúl Rizzo compone a un atormentado por Correas, atravesado por dudas y certezas, y  ambivalencias;  trabaja con la voz y con el cuerpo   de un modo tan afinado que es capaz de recorrer con versatilidad  un amplio arco que va  del grito al susurro, de la violencia a la indefensión, al tiempo que su trabajo con los objetos determina que sean apreciados por el espectador  desde la unidimensional del signo  (la máquina de escribir, el teléfono, los libros) o desde la multidimensional del símbolo (fotos de  Eva y de  Audrey, papeles personales).
María Zubiri como Johana y  Daniel  Toppino como Pablo, trasmiten con justeza la energía propia de los seres que saben lo que son y lo asumen sin dudas, funcionando así como una contracara y por momentos, complementos del protagonista; asimismo contribuyen a diseñar de modo dinámico un espacio que metaforiza la situación de clausura y aislamiento del protagonista. La puesta en escena, a partir de los fragmentos de vida que le ofrece el texto, logra crear un mundo completo tanto por los objetos afectados por el deterioro, la representación por momentos trágica, por momentos lúdica de lo que imagina, o  evoca el protagonista.
Un paso de comedia precede al luctuoso e inevitable desenlace que en la puesta está  representada en esa silueta de un cadáver dibujada en el piso, que puede ser pisada por los espectadores cuando entran o cuando se retiran, y que funciona “policialmente” como esas  muertes anunciadas de García Márquez. “Tragedia o comedia” se enuncia en el programa de mano. También puede ser leído como el drama de un intelectual atravesado por contradicciones, desalentado, alienado, por no poder convertirse en un actor privilegiado de la escena pública, y estar, por el contrario, sumergido -como le sucedía al Morales de La bolsa de agua caliente, de Carlos  Somigliana- en un mundo mediocre.


[1] Teatro autobiográfico, Buenos Aires, Nueva  Generación, 2002, p. 167.

lunes, 1 de agosto de 2016

DACAL, MAYORGA, ORDANO: UNA COMBINACIÓN DE EXCELENCIA.


Para  quienes tuvimos la oportunidad de  ver  Cartas de  amor a  Stalin y  El chico de la última fila, el estreno de Los yugoslavos no hace sino confirmarlo.
El director diseña dos  espacios que a por momento se cruzan, que mayormente corren paralelos y que se corresponden a dos  mundos: el femenino y  lo masculino. El primero cargado de silencios y de ricos códigos gestuales; el segundo, plagado de palabras, vehículos de confesiones, pero también medio de dominación. Mientras las mujeres dirigen su mirada hacia más allá del espacio escénico, el lugar del potencial espectador o el de su propia fantasía o deseo; los hombres dan la impresión de estar siempre mirando hacia sí mismos, aún en aquellos momentos en que dirigen sus ojos al frente.
Dacal cuenta con un actor como Julio Ordano capaz de recorrer con precisión y sensibilidad la gama de tonos que corresponde a cada frase y transformarse sólo con una mirada o una postura corporal, del hombre agobiado del comienzo al hombre seductor del final, pero dotando siempre de sentido al discurso. Juan  Carrasco desarrolla alguna de las facetas que lo definen como cínico y  especulador sin  caer en el estereotipo. Economía de gestos.

En esta puesta nada es superfluo, no hay sobrecarga de elementos simbólicos ni de recursos que aparten la atención que requieren cada una de las intervenciones de los personajes. Por eso, la música original de Pablo Dacal, sólo opera como un subrayado de las acciones en momentos muy puntuales.

Dacal opta con maestría diseñar el mundo femenino -encarnado por María Laura Calí y Sharon Luscher- con recursos mínimos pero altamente significativos: la elección de un vestuario que las actrices van eligiendo de dos percheros que marcan precisamente el límite del  espacio del juego escénico, el protagonismo que adquiere  el silencio (su discurso verbal es mínimo) al que el autor las somete, el empleo de todo lo que tiene que ver con lo corporal: miradas, gestos, movimientos, acercamientos y alejamientos de los otros cuerpos , y como el caso del personaje de la hija, la danza. Es el personaje de la esposa quien concentra  una de las claves para  acercarnos a esta obra, que por momentos  desconcierta y en otros perturba. Ella es la que lleva el mapa, objeto que designa posibles metas, itinerarios que responden  a una búsqueda de lo desconocido,  a un lugar “otro” en el que sea posible esperar el encuentro con lo verdadero (objetivo que ella manifiesta hacia el final de la obra). Al modo de  Julio Cortázar, Mayorga/Dacal  conciben un personaje que como La Maga deambula por lugares que trascienden  lo geográfico.

Precisamente en el diseño del espacio radica una de las  virtudes de Dacal como responsable de la puesta en escena: el lugar central es una mesa que funciona sucesiva, pero también simultáneamente como  mesa de café y mesa familiar, símbolo de una integración de lo público y lo privado, como  lugar en que se realizan confidencias o se cristalizan silencios, y -como se desprende del texto- objeto /mueble cuya ubicación elegimos al tiempo que optamos por  qué silla ocupar.
Espera y esperanza, espera y fracaso, mundos privados inasibles, recuerdos del pasado y deseos de un futuro diferente, acontecimientos sorprendentes que conducen a cambios y cruces de destinos inesperado. Hasta aquí mi lectura.

Dado que el autor habla sobre su obra, creo necesario incluir su propia posición ante la misma:

Si hay un alma de la obra, yo creo que habla del amor y la soledad, y habla de la desesperación y la esperanza"(…). Ese misterioso lugar de Los yugoslavos tiene una analogía, una correspondencia con el lugar que el teatro puede tener en nuestras vidas, en nuestras ciudades, como lugar otro, como lugar de pasión y de peligro, lugar donde si entramos podríamos salir transformados. En un sentido o en otro", (…) En el texto no se trata de ningunos yugoslavos reales. Son una metáfora de algo que se ha desmaterializado, o de lo que nos preguntamos dónde está ahora y que está escondido para nosotros, dónde está esa vida que supone la belleza de vivir, la plenitud en que cada momento está vívido".
Estas palabras citadas en el informe de prensa fueron las que sin duda, inspiraron la elección de la fotografía que aparece  allí mismo, en la que vemos a los cuatro personajes , finalmente dirigiendo su mirada hacia un mundo sólo por ellos conocido, añorado o deseado.