lunes, 28 de noviembre de 2016

OSCAR BARNEY FINN, MAESTRO DE LA ESCENA

El Diccionario de María Moliner obtuvo un merecido éxito  en el ámbito nacional e internacional. La concurrencia del público (siempre teatro lleno), las críticas periodísticas y los premios obtenidos consagraron a Manuel Calzada Pérez (dramaturgia), a Oscar Barney Finn (director), y a los integrantes del elenco: Marta Lubos,  Roberto  Mosca y  Daniel  Miglioranza.
Mi interés se centra aquí en la figura del director, porque a partir de ella se puede reflexionar sobre diversos aspectos del espectáculo teatral. Barney Finn ha sabido encontrar un riquísimo  material  textual:
“La obra, más allá de un personaje tan excluyente como el de  María Moliner nos habla de otras cosas. ¿Qué son esas cosas que atraen a un director para sostener sus búsquedas estéticas y dramáticas? Diría en principio que la firme defensa de la palabra como libertad y como vehículo de la memoria colectiva. Hay en ella un clima de una época que la condiciona, que la sacude, que la hace vivir un exilio interno por el que padece largos años, y para sobrevivir comienza la ciclópea tarea  de componer un diccionario.  De allí en más sus días serán un continuo de sacrificios que la llevarán al final del camino constituyendo un todo con su obra”. (Programa de mano).
El texto le permite, en consecuencia, trabajar sobre lo individual (la lengua como configuración del lugar simbólico de origen de un sujeto), y lo colectivo (la historia de las lenguas conjugada con la historia de la civilización). Pero también sobre la importancia del lenguaje con el arte, la filosofía, la ciencia, la religión y la política. Las definiciones que el autor elige desarrollar a través de la protagonista (isquemia, libro, oxímoron, arteriosclerosis cerebral, mujer, padre, dictador) son dispersadas visualmente en el fondo blanco de la escenografía; esta duplicación, lo que ella dice y lo que el espectador puede leer, sintetiza sutil pero acabadamente la relación que existe entre el lenguaje oral y la escritura. El color elegido cita simultáneamente lo funcional (la página de los libros, el espacio de una clínica), y lo simbólico (la claridad/verdad/honestidad en la casa de la protagonista). El empleo del espacio escénico es modélico: crea el clima, favorece y conecta el desarrollo de las diferentes secuencias (el consultorio médico, la casa familiar, el del discurso de la protagonista en el área central) y completa la caracterización de los personajes; la selección de pocos objetos (medias  y fichas) es criteriosa, porque no sólo subrayan momentos en el desarrollo de la acción, sino que su empleo por parte de la protagonista dirige la mirada del espectador. Barney  Finn  pone acertadamente en función el triángulo de miradas del que hablaba Joan Abellán: “el espectador ve el objeto y ve la mirada del personaje hacia el objeto” y alcanza  siempre  la efectividad dramática ya que  “en cada momento de la acción provee (al espectador) el grado de correspondencia entre la propia valoración y la que supone que hace el personaje sobre eso”[1].
Al no haber tenido la oportunidad de presenciar los ensayos no es posible saber qué aportó la actriz y que fue sugerido por el director en lo que se refiere  al empleo de la voz, por lo que me limito a describir lo logrado. Marta Lubos maneja a la perfección los diferentes tonos y sonoridades y dota a su cuerpo de una inusual proyección en el espacio, hace inteligible cada palabra; es capaz de convertir su voz  en “una mano invisible que sale del cuerpo y puede  golpear, tocar, acariciar, cercar, buscar y empujar”[2] . Pero también hace un uso magistral de los silencios: por momentos equivalen a ruptura, olvido o muerte; en otros, a emoción contenida, alegría, pasión. Tampoco sé si el director sugirió la “imaginería visual” o aceptó las propuestas de iluminación de Leandra Rodríguez y el vestuario de Mini Zuccheri, que tanto aportan a la compresión y coherencia del espectáculo. De lo que sí estoy segura como espectadora es que   Barney Finn cumple con lo que denomino el  “decálogo” del  buen director.
1)      Desecha todo lo superfluo.
2)      Reconoce una dramaturgia de calidad.
3)      Sabe leer el texto fuente
4)      Elige los actores capaces de potenciar la riqueza de los personajes.
5)      No cede a las modas ni cae en clichés.
6)      Optimiza el espacio y opera como catalizador del montaje.
7)      Maneja con precisión el ritmo del discurso verbal (acentos y agrupaciones).
8)      Reconoce el tiempo suficiente que cada personaje debe emplear para que los espectadores  puedan recibir el  “mensaje”.
9)      Domina un profundo conocimiento de lo que implica la teatralidad.
10)   Equilibra sabiamente palabra e imagen, sonido, cuerpo y movimiento.
 Todo ello lo convierte, en mi opinión, en uno de los directores imprescindibles del teatro argentino.
 
 
 


[1] “La vida dels objects”,  Estudis Escenics, Quaderns del´Institut del Teatro de la Diputació de  Barcelona,  27, 1985, p. 115.
[2] Eugenio  Barba, Más allá de las islas flotantes,  Buenos Aires,  Firpo y  Dobal Editores,  1987, p. 80.

lunes, 21 de noviembre de 2016

PERONISMO Y TEATRO. UNA RELACIÓN CONFLICTIVA

 
Entre  1943 y 1955 se produjeron en nuestro país una serie de acontecimientos que determinaron un cambio significativo entre el teatro y el  Estado, sobre todo, a partir del hecho que desde el poder se identificó al Estado con el Gobierno, y al Gobierno con un partido político, el peronismo.
A partir de 1983 publiqué algunos artículos tendientes a comprender y esclarecer las conflictivas relaciones que existieron entre la libre creatividad propia de la actividad  teatral y la política cultural oficial que imponía ciertas direcciones a seguir, en los que reflexionaba sobre algunos temas específicos: el teatro de tema histórico y regional, el teatro obrero, la censura, los dramaturgos partidarios (Zayas de Lima, 2014). En el marco de la Convocatoria Internacional de las VI Jornadas de Historia (2010) mostré, en colaboración con el especialista en gestión cultural Santiago Lima, algunas de las características del teatro en el primer peronismo y su relación con las políticas de estado.  En esa ocasión marcamos cómo Perón tuvo bien en claro la importancia  de tener una  gestión cultural al servicio del régimen, no disociada ni de lo político ni de lo económico: el teatro y las fiestas populares, organizadas desde el gobierno,  especialmente  las organizadas el 1 de mayo y el 17 de octubre que funcionaron como medio de vincularse con el Líder, pero también como instrumento de autoafirmación como clase.
El obrero pudo acceder a bienes culturales y ocupar espacios  hasta entonces privativos de la clase media y la aristocracia como plateas y palcos de grandes teatros. El “tren cultural” organizado por la Subsecretaría de Informaciones,  comunicó  la cultura rural a la urbana. Los periódicos afines al régimen (El Laborista, El Líder, Noticias Gráficas) difundían en detalle estos proyectos con títulos significativos “Espectáculos de hondo sabor nacional”, “Cultura para el pueblo”; etc.), pero también con explicaciones de los objetivos[1]. La utilización de la cultura como un medio de afianzar el régimen peronista se manifestó de manera peculiar en la promoción y difusión de piezas de tema rural, que presentaban el testimonio del cambio producido por la gestión oficial en distintos ámbitos del país: yerbatales chaqueños, obrajes santafecinos, ingenios norteños, estancias bonaerenses (Zayas de Lima, 1991: 351). Uno de los objetivos primordiales del II Plan Quinquenal en lo que se refiere a la cultura fue la reinstauración de la naturaleza popular del teatro, una vuelta a la ecuación teatro-pueblo. De allí que lo gremios tuvieran funciones especiales en el Colón, los sábados por noche horario que tradicionalmente estaba destinado al Gran Abono; o que un elenco estable de Teatro para Niños todos los días de la semana (cuatro días en la Casa del Teatro y el resto en oras salas de la  Capital y el interior del país)  ofreciera funciones que incluían el transporte que buscaba a niños y padres y los regresaba a su domicilio. Lo inédito en la historia teatral de la Argentina fue la creación del Teatro de la Confederación General del Trabajo. El elenco estaba conformado por obreros de distintas edades y procedencia[2]. Dirigido por César Jaimes, incluía cuatro elencos integrados por gráficos, ordenanzas panaderos, metalúrgicos, domésticas, enfermeras, peinadoras, choferes, obreros de la industria lechera, etc. Tenía como objetivos presentar un repertorio que incluía obras de autores afines al régimen como Martínez Payva,  Berrutti,  Vacarrezza,  Vagni –entre otros- como así también  piezas de autores asociados con una revolución proletaria como Gorki. Y no sólo  al público capitalino sino que  subvencionado por la Subsecretaría de Cultura de la Nación proyectaba abrir filiales en el interior. Definitivamente clausurado con la revolución de 1955 la memoria su existencia y sus  logros cayeron en el olvido aún en el caso de quienes fueron sus protagonistas. Y en ninguno de los gobiernos posteriores de signo peronista este proyecto fue reflotado.
A la luz de nueva documentación encontrada en el Archivo del Instituto de Teatro, en la  Hemeroteca de la  Academia  Argentina de Letras y en la  Biblioteca de  Argentores pude:  A) concretar una investigación mucho más completa sobre el tipo de espectáculos producidos y promocionados; B) contar con suficiente documentación probatoria, sobre todo en lo que al accionar de la censura se refiere; C) verificar hasta qué punto la política cultural diseñada en el peronismo entre 1943 y 1955 fue una factor determinante para la revitalización de una práctica escénica que amplió el número de actores, directores y dramaturgos, incorporó nuevos públicos y estableció nuevos circuitos; D) relacionar la producción financiada por el Estado (teatros vocacionales, oficiales, fiestas populares, concursos y premios) con la generada por el teatro independiente; E) repensar el papel  de una política cultural y la práctica escénica, los alcances de un teatro político y la vigencia de los mitos.
Esta investigación sobre Peronismo y Teatro originada en mi labor como investigadora del  CONICET  y continuada con un subsidio de  Proteatro, está a la espera de su publicación.
 
Textos citados
de  Chaves, Josefina  C., “Una expresión de arte popular. El teatro de la  C.G.T,” Argentina, año 1, n° 7, 1° de agosto, 1949: 70-72.
 
 Gené, Marcela, “Política y espectáculo. Los festivales del primer peronismo: El 17 de octubre de 1950”,  en Arte y Recepción,  Buenos Aires,  CAIA, Centro  Argentino de Investigadores de las  Artes, 1997: 185- 192.
Zayas de Lima, Perla,  “El teatro de tema rural como propaganda política del peronismo (1944-1955) en  AA.VV., Ciudad/ Campo en las  Artes en  Argentina y Latinoamérica,  Buenos  Aires,  CAIA, 1991: 351-362.
-----,  “Claudio Martínez  Payva, un dramaturgo del peronismo” en  Boletín de la  Academia  Argentina de Letras, tomo  LXXVII (2012), pp. 645-662, Buenos Aires, 2014.



[1] “…He aquí el Justicialismo integral en marcha. Perón que necesariamente debió comenzar su obra por los  aspectos materiales (sin un pueblo bien  nutrido y albergado no puede haber  cultura ni nada) continua la revolución con  los aspectos espirituales más elevados” (El Laborista, 21de octubre de 1950. Citado en  Gené, 1997: 192).
[2] “auténticos obreros argentinos…porque forman ellos la conciencia, la inquietud y la base de un movimiento nacionalista que les pertenece” (Josefina  C. de  Chaves (1949, 70); y que se diferencian de ese otro proletariado “que se llama culto por que lee a Marx y los  1° de Mayo cantaba la Internacional a voz en cuello pero que nada significativo hacía para empinarse del medio asfixiante”. Ese teatro a partir de  “las conquistas materiales obtenidas por la gran masa trabajadora del país, con el advenimiento de la doctrina peronista” se convertiría en la  “puesta de escape para todas las manifestaciones del espíritu” (id., p. 71). Esto hallaba su correspondencia con la  creación del Salón Plástico de Obreros y la   de la Orquesta y Coros  Obreros de la  C.G.T.

jueves, 17 de noviembre de 2016

URRAKA, MÚSICA Y HUMOR

El 11 de noviembre se estrenó en El galpón de Guevara Urraka. Historias musicalizadas con objetos reciclados, espectáculo que continúa con algunas variantes la línea iniciada por I Musicisti y Les Luthiers, continuada con Hugo Varela y en otros campos, el lírico, por “Los tres barítonos”, y el ballet por grupo El Cubo, entre otros[1]. Como Hugo Varela trabajan a partir de la parodia, lo gestual incide de manera definitoria y juegan a centrar el ridículo en la propia persona, pero no apelan ni a la figura del “hombre orquesta” ni a la creación de un lenguaje verbal propio a partir de asociaciones fónicas y sémicas. Como Les Luthiers emplean instrumentos no convencionales, pero Urraka privilegia resignificar “objetos de la vida cotidiana” como “baldes, tablas de lavar, tubos de plástico, chapitas de gaseosa, botellas de vidrio, barriles de plástico y metal” (Programa de mano). Los siete integrantes del grupo (seis hombres y una mujer) organizan diferentes secuencias en las que los ritmos elegidos tienen que ver con ritmos alejados de la alta cultura (chacarera, chamamé, milonga, reggae, jazz, cumbia, cuarteto, rock), y secuencias que rozan lo propio de la murga.

Asimismo, su estética no se sustenta en el juego de palabras y gestos mínimos, sino que el lenguaje verbal está prácticamente desterrado y los gags que generan la risa espontánea de niños y adultos citan claramente a personajes y escenas del cine mudo, y las peleas que protagonizaban “Los tres chiflados”. Esa estética, definida por ellos como de “Barrio Porteño”, se verifica también en la elección del vestuario: pantalones, camisas y chalecos, sin un estilo definido, siempre funcionales a una coreografía que subraya el virtuosismo físico que los integrantes poseen, tanto al momento de ejecutar los instrumentos de percusión como de encarar diferentes bailes. Dos excepciones: el femenino, semejante sólo en parte al de la damita joven seductora, (sus zapatos bajos, las medias corridas y el peinado lo contradicen), y el de uno de los integrantes cuyos zapatones, pantalón que no cubre los tobillos y tiradores -unido a un peinado que lo distingue del resto- que remite al por momentos al payaso, y en otros al clown de los circos, pero también a Falstaff.

El tipo de comicidad elegida apela al juego alternativo de burladores y burlados, y es el factor que permite atenuar la agresividad; la risa infantil y la risa adulta confluyen en esta propuesta en el que el puro “placer de disparatar” del que hablaba Freud convive con el desafío a la urbanidad y las convenciones. Y sobre todo, la comicidad de Urraka descubre una mecánica del teatro basada en reglas conocidas pero que pueden romperse para que surja el cambio, lo aleatorio, lo inesperado y hasta lo caótico. 

Ficha artístico técnica

Elenco: Calderón Emmanuel, De Castro Cristian, González Roberto, Gudiño Juan, Mariñelarena Mariana, Rivarola Lucas y Rodríguez Pedro.

Coreografía: Luciano Rosso y Cristian De Castro / Diseño y Operación de Iluminación: Gabriel Rivero / Vestuario: Carla Cappa y Julieta Rejtman / Realización escenográfica: Urraka / Prensa y Difusión: Simkin & Franco /Producción Ejecutiva: Maxi Villamayor Y Patricia Murphy.

Dirección General: Luciano Rosso y Hermes Gaido



[1] Para el análisis de estos y otros artistas puede consultarse Beatriz Trastoy Perla Zayas de Lima, Los Lenguajes no verbales en el teatro argentino, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 1997.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

MARILÚ MARINI Y EL ÉXITO DE CANCIONES DE AMOR.

El disparador de estas reflexiones es el comentario del autor Santiago Loza,  y que aparece en el Programa de mano.  Allí se lee
“La gran Marilú Marini. No sé qué se puede decir sobre ella que no se haya dicho y no resulte redundante (…) Ella es historia y presente. Marilú es también el amor hecho escena. Ella es una niña que, de manera inocente se roba todas las miradas y una hechicera que nos cautiva para siempre. Marilú es alguien inolvidable.  Deliciosa, intensa, poseedora de una fuerza demoledora”.
Palabras que adquieren para mí una especial importancia ya que apuntan al centro de este problema cómo desde el análisis de un desempeño actoral calificar a un actor/actriz de bueno, malo, excelente, etc. Cuando realizamos un comentario o la crítica de un espectáculo, al referirnos a la función del texto, al desempeño del director, del escenógrafo, del vestuarista, del iluminador o de la dirección musical podemos comunicarnos de modo efectivo a través de una organización discursiva en la que se puede narrar, describir, explicar y argumentar. No resulta tan fácil cuando nos detenemos en el campo de la actuación. Tal vez porque allí la irrupción de lo subjetivo parece ser lo predominante, tal vez porque para el espectador le resulta muy difícil separar la persona del actor/actriz, del personaje que asume.
El caso de Marilú Marini me resulta ejemplificador. Antes de ver Canciones de amor recogí entre mis conocidos las opiniones de varios asistentes[1]: “En cuanto me entero que M.M. estrena algo, voy. No me pierdo nada”; “Todo lo que hace lo hace bien”; “La obra no me importa tanto, si que ella actúe”, “Es una maravilla”, “Los momentos que ella crea hacen que la vida y el teatro tengan más sentido”, “Es un regalo para el alma. No te la pierdas”. Mi experiencia de la representación en lo que concierne a la recepción de los espectadores, confirmó estas opiniones (o sentires). No fue sólo el aplauso cerrado –propio del público de los teatros “comerciales”- en cuanto ella aparece en escena, sino el tipo de comportamiento a lo largo de la función: densos silencios, tensión, risas cómplices… y en el final, aplausos, bravos y el grito de una espectadora: “Gracias Marilú,  Gracias”.
Nuevos interrogantes: ¿por qué convoca MM?, ¿qué es lo que se pierde al no asistir?, ¿qué es lo que ella entrega que despierta agradecimiento? Para intentar responder a esto, asumo el desafío de referirme a ella en su relación con el texto, la puesta y la recepción a partir de una argumentación que pueda fundamentar su excelencia como actriz. Santiago Loza ha organizado  las secuencias de su texto de modo que los arcos de tensión alternen con momentos en que irrumpe el humor, y hace confluir el mundo interior femenino de la protagonista con el exterior que proviene del universo masculino representado por el esposo y el hijo. Amor por el hijo vivido como absoluto, pequeñas fisuras por las que afloran dudas y sospechas sobre otro amor, el marital, que en un momento pareció ser absoluto y dejó de serlo. La obra, que transita de la cotidianidad a la reflexión filosófica, apunta a que el receptor reorganice en ella sus propias experiencias subjetivas de la realidad. ¿Será el teatro, como dice Kalldewey  Farce, “el último de nuestros mágicos intentos para quitarnos la angustia”?
Marilú Marini trabaja sobre cada palabra de su monologo, convirtiendo tal como lo  propone el texto que la suma de momentos insignificantes se revista de un aura memorable: levantarse, higienizarse, cocinar son convertidos por ella en instantes poéticos y reveladores; lo que es cotidiano se reviste de nuevas significaciones a partir de su modo de comunicar. Su manejo del ritmo (pausas, acentos, agrupaciones) subrayado por el  aporte sonoro del excelente músico  Diego Penelas, contribuye a  potenciar las estructuras emocionales de nuestro pensamiento; son precisamente las intervenciones musicales en las que participa con virtuosismo el cantante y actor Ignacio Monna, las que marcan hitos  de una tensión creciente que desemboca en una intensa “celebración, en la canción final en las que confluyen las voces de la madre y el hijo.  
Todo en la puesta en escena es acertado. La partitura lumínica de Alejandro Tantanian, Oria Puppo y Omar Possemato acompaña los tiempos del discurso (presente, pasado, anticipación del futuro), marca las diferencias entre lo vivido, lo imaginado y lo deseado; pero nunca cae en el  “light  show”. El vestuario propuesto por Oria Puppo conlleva dentro de su sencillez un alto valor significante  por la relación que mantiene con los elementos escenográficos y marca la pertenencia de esa madre a la casa en la que vivió y a la que regresará el hijo. Marilú Marini potencia la elegancia y el manejo de los detalles que Tantanian como director propone. Nunca cae en el clisé ni en la sobreactuación, ni un despliegue de una “exhibitory action”[2] . Y sin embargo captura al público con los grados de vibración de su voz que abarcan de la introspección al grito, con sus miradas, a los objetos escénicos, a un espacio propio y al público, con la energía que imprime a sus movimientos y gestualidad, por cómo transforma efectivamente el espacio.
A pesar de mis intentos por “explicar” el espectáculo, siento que no llego a desentrañar qué es lo que hace que Marilú Marini sea, desde su aparición en el  Instituto  Di Tella hasta nuestros días, la gran actriz que convoca a un público heterogéneo y lo cautiva (en sentido literal y metafórico) independientemente de la obra que le toque protagonizar. No se trata de un argumento racional, pero coincido con el autor en que ella es una “hechicera”; parte de su magia consiste en hacer que todos los que asisten a sus espectáculos acepten voluntariamente aquellas cosas “que queremos ver y también cosas que no queremos ver” (D. Donnellan).
 



[1] No debe  entenderse esto como una encuesta, ni entrevistas pautadas  que puedan ofrecer  porcentajes o lecturas de medición.
[2]Concepto definido como: “the  ´showing-off o a performer, who dominates the stage due to his or her own personality and skills”(Jacqueline Martin & Willmar Sauter, Understanding Theatre, Stockholm, Almqvist & Wiksell International, 1995, p. 85).

martes, 1 de noviembre de 2016

EL TEATRO MÁS ANTIGUO DEL MUNDO (UNA LECTURA DESDE EL SIGLO XXI)


En una publicación anterior me referí al teatro en India. Ahora retomo algunos pasajes y completo con referencias a sus relaciones con artistas europeos y argentinos.

A pesar de las opiniones de Jung, quien señalaba como incompatible la diversidad entre el mundo europeo y el hindú (“como europeo no puedo tomar nada prestado de Oriente”[1]), varios han sido los directores de escena que han trabajado (y trabajan) materiales hindúes (imágenes, leyendas, personajes históricos y mitológicos) a lo largo del siglo XX. En 1963, Eugenio Barba visitaba el Instituto Kalamandalam de Kerala donde se forman los actores de Kathakali. Su admiración por el grado de perfección alcanzado por éstos al conjugar lo artístico y lo ético, se materializó en la implementación de un nuevo modo de entrenamiento en el ISTA; a fines de los 60 Maurice Béjart erige al teatro asiático como un auténtico modelo de conocimiento de las tradiciones antiguas y como medio de encontrar lo propio que se halla perdido; en los 70, Richard Schechner investiga el modo de producción del teatro en la India pero no para imitarlo, sino para analizar, entre otros aspectos, el grado de relación con los espectadores, y del actor con el personaje; Peter Brook y Ariane Mnouchkine concretizaron modelos de teatro intercultural en los 80 con los montajes del Mahabharata y L´Indiade, respectivamente. Estas experiencias y las de muchos otros, de los cuales Craig, Artaud, Ruth Saint Denis y Ted Shawn (escuela Denishawn) y Brecht son sólo algunos de los más conocidos internacionalmente, justifica la calificación que Edgar Ceballos diera al Oriente, como “sedimento de artes preformativas” (1992, 7).

En nuestro país, los distintos estilos de danza como el Bharata Natyam, Odissi y Kuchipudi han sido difundidos, entre otras, por Myrta Barvie y sus discípulas Leonora Bonetto y Silvia Rissi. Por su parte, estrechamente conectado con el teatro antropológico y el llamado teatro de la imagen, el director Guillermo Angelelli, quien conocía el teatro y las danzas hindúes a través de su entrenamiento con Eugenio Barba en Holstebro, buscó en los 90 el contacto directo con estas manifestaciones, y en la India encuentra específicamente en el Kathakali una herramienta para la actuación: dominar del cuerpo, potenciar los sentidos, dilatar los ojos para aumentar su expresividad. En el campo de la danza teatro, a fines de la citada década, la actriz Cecilia Hopkins se especializó en Natana kairali en el género Kutiyattam para adquirir el dominio de las mudras (gesto simbólico de las manos), la marcha y el golpe con los pies, y el arte de proyectar la mirada en las nueve modalidades existentes en esta forma de teatro. 

Cada uno de los artistas mencionados se acercaron a la India movidos por la seducción, con la esperanza de confrontar las culturas y hallar positivos lazos de encuentro que se tradujeran en un intercambio de procedimientos o una reproducción de técnicas para generar nuevos códigos que facilitaran y canalizaran el pasaje del teatro concebido como un arte de lo legible a un arte de lo sensible.

No es nuestro objetivo evaluar las propuestas interculturales de aquellos teatristas occidentales que recurrieron a experiencias escénicas de la India, sino justificar por la existencia, vigencia y productividad de dichas experiencias, mi interés en reflexionar sobre algunas artes preformativas que pueden contribuir desde lo Otro a revelar, develar y potenciar lo Propio. Dado el interés que en estos últimos años han adquirido en nuestro país (y en general en Latinoamérica) las performances rituales y todo aquello que genere una participación activa y comunitaria por parte de los espectadores, nos detendremos en dos manifestaciones tradicionales de la India; el Kathakali (“pieza que contiene una intriga”) y lo que podemos denominar teatro procesional.

Los antecedentes del primero, desarrollado en Kerala, son varios y complejos. Del Kutiyattam[2], forma local de teatro sánscrito, tomó elementos de maquillaje, vestuario y tipos de personajes, pero se diferenció por el interés en subrayar la expresividad del rostro y manos, y el desplazamiento del lenguaje verbal, de los actores a los cantantes. Otros dos aportes que marcan la evolución de esta danza son las danzas rituales de Tiroyattam y las danzas marciales de Kalaris. En el s. XVII la práctica de esta manifestación artística fue afectada por el movimiento Bhakti. En este siglo surge ya como forma teatral independiente y modelo perfecto de danza drama, que combina en una estricta coreografía, actuación, mimo, música y canto; se empleando los gestos para expresar ideas abstractas en forma descriptiva. 

En su realización colaboran directores y compositores, y el actor, que inicia su formación a los diez años, logra tal categoría, después de quince años de un severo entrenamiento al lado del maestro que lo guía en todos los aspectos. Gloria Kisha describe en detalle diversos aspectos de su formación y de su técnica interpretativa: al actor se le exige un total control de los músculos del cuerpo y de la cara para lograr fortaleza, flexibilidad, elasticidad; debe memorizar un vocabulario de 600 gestos, movimientos y poses de los diferentes miembros, que combinados le permiten contar una historia- no importa su extensión- sin necesidad de emplear la palabra, sólo ayudado con el maquillaje y el vestuario que indican su condición y procedencia. Con mirada occidental Eugenio Barba afirma:

Ser un actor de Kathakali no es una elección, es una vocación. Desde su más tierna edad, el niño queda sujeto a una ´disciplina´. Entra en un universo teatral que es contiguo a un universo religioso. No es sólo cuestión de oficio, sino de una misión. Ocho años de austero y laborioso aprendizaje durante el cual es conducido casi más allá de sus límites, lo marcan para siempre, tanto desde el punto de vista de su habilidad técnica como el de su concepto mental. Esta larga ´iniciación´ condiciona la psique y el comportamiento del actor de Kathakali, haciendo que adquiera una sensibilidad que es profundamente distinta de la sensibilidad profana” (1987, 357)[3]

La atención que se presta al maquillaje y la perfección del más diminuto accesorio lo es todo, por razones que van más allá del puro esteticismo. Es como si a través de la pureza en los detalles uno intentara acercarse lo sagrado. Los principales ritos conectados con este teatro comienzan en el camarín muchas horas antes de la representación. La primera acción que los actores realizan es una plegaria, sostienen sus manos delante del pecho mientras contemplan una pequeña lámpara de aceite. Finalizados sus rezos, aceite de la lámpara es esparcido sobre los rostros que sólo entonces están en condiciones de ser maquillados. En el cuarto se mantiene un silencio reverente todo el tiempo de preparación de modo que los actores puedan concentrarse en sus personajes y en la historia que será representada (a menudo sólo se enteran qué relato será escenificado cuando llegan al teatro) El ritual kathakali continúa con los actores orando también en silencio sobre sus tocados, los pues se cree que éstos poseen poderes especiales para transformar a los actores en los personajes que van a encarnar. Si un actor representa a Rama o a Krishna, dos de las más veneradas encarnaciones de Vishnu, los espectadores extienden las manos para tocar los pies de aquellos en su paso hacia el lugar de la representación, y mostrarles su respeto. Cuando el actor llega a dicha área toca con humildad todos los instrumentos musicales y luego su cabeza, porque sin ritmo no puede haber danza. Luego toca los pies del cantor principal: sin su presencia no habría canto para acompañar la danza. Y finalmente se coloca detrás de un lienzo sostenido por dos asistentes y se inclina hasta tocar el piso del escenario para pedir respetuosamente perdón a la divinidad que preside el escenario porque pisará muy fuerte sobre él. 

El lenguaje de las manos (mudra[4]) se conforma a partir: a) de los movimientos de los dedos de las manos envueltos en la realización de algún rito religioso; b) posturas cotidianas de las manos; c) posturas cotidianas estilizadas de las manos; y d) posiciones inventadas y luego codificadas. Este lenguaje le permite al bailarín nombrar desde el objeto material más simple, hasta al Creador. Pero todo este conocimiento y perfecto dominio de la técnica resultan insuficiente si el actor/bailarín no posee la capacidad de hacer suyo el personaje- así como el pintor Zen y su cuadro son uno-, sino explota al máximo su facultad imaginativa y su energía para interpretar los caracteres. Su vestuario se compone de una túnica delgada y transparente colocada sobre miriñaque y un extraño tocado de brillante color rojo. El maquillaje determinado para cada personaje, que muestra su naturaleza y carácter, es muy elaborado y para su realización se emplean entre dos y tres horas. Salvo las mujeres y quienes encarnan las cualidades espirituales, el resto lleva el rostro cubierto de colores brillantes: el fondo con sombras profundas y manchas de color rojo, verde, negro, ámbar y blanco, lo que le confiere el aspecto de máscara. Resultan así codificados los siete tipos principales de caracteres del kathakali:

-Pacca, el héore noble, bueno y caritativo (cara blanca con rayas ondulantes en color verde bajo los ojos.

-Katti, el arrogante y sabio (cara verde con cejas rojas, grandes bigotes y uñas de plata)

Chakanatadi, el vicioso (cara negra, dos grandes dientes curvados y barba roja).

-Veluyatadi , el general de los monos, hijo del dios del viento (la mitad de su cara es roja y la otra mitad negra, con nariz verde y dos puntos rojos en la frente).

-Karappuatdi, el cazador (cara grisácea con un enrejado de rayas alrededor de sus ojos, lumas de pavo real en la cabeza).

-Kari, seres perversos, brujas, demonios (caras negras con manos encorvadas y gran nariz).

-Minukki, yoguis, brahamines (caras casi carente de maquillaje, pintada de amarillo y salpicada de mica).

El bailarín español Juan P. Enrile, quien en los 90 recibiera entrenamiento en este arte en la India, describe los distintos pasos de la representación escénica. A las diez de la noche comienza la representación de los cinco rituales que preceden al drama propiamente dicho.

1)Keli. Los cuatro instrumentos básicos[5], colocados en el centro del espacio escénico, convocan al público.

2)Keli del Maddalam. Un solo del tambor que es golpeado con ambas manos, sigue invitando a la audiencia a presenciar la representación.

3)Todayam. Ritual de invocación a los dioses (generalmente los que aparecerán en el drama) Dura cerca de media hora y ser realiza oculto respecto al público. Los tambores se desplazan a la izquierda y los cantantes a la derecha. Dos personajes “ausentes” introducen la cortina-telón hecha sobre la base de cuadrados concéntricos de colores brillantes, y la sostienen en el centro del espacio escénico, mientras los actores bailarines representan el ritual detrás de ella, sin maquillaje y con expresión serena.

4)Vandanasloka. Manifestación cantada que describe al protagonista y/o la trama a representar. Al finalizar, los actores-bailarines salen de escena y los cantantes se colocan, ocultos al público detrás de la cortina telón.

5)Purappadu y Pakuripurapar. Ambas tienen la misma estructura subdivida en tres fases: un saludo a los dioses realizado por el protagonista, acompañado por cantantes e instrumentistas (también oculto al público); la presentación ante el público del protagonista; y secuencia de pura danza a cargo de protagonista.

Al ritual le sigue la representación del drama. Los bailarines (en su mayoría hombres) interpretan episodios de las tres epopeyas hinduistas: el Mahabaratha, el Bagatha Purana, y el Ramayana: duelos pelas, e intensas escenas de sangre, amor y odio, y el pathos de la separación y el abandono. El kathakali es en esto una excepción, ya que se aparta de las reglas del Natya Sastra, que prohiben la representación de la muerte en el escenario. Según quienes la cultivan, esto se justifica porque la muerte satisface dos emociones humanas polarizadas: la construcción y la destrucción; el conflicto no residiría en el acto de la muerte, sino en la posición que adopta el espectador que al observarla.

La narrativa escénica, que comienza después que los dos personajes “ausentes” que sostenían el telón, lo retiran, se construye a partir de partes descriptivas cantadas y diálogos a cargo de dos integrantes de la orquesta, que el actor-bailarín representa con los movimientos y gestos previamente codificados. Después de cada estrofa, una secuencia de pura danza funciona como el punto de la narración. También se intercalan pasajes donde los instrumentos de percusión marcan unidades de tiempo en las que los actores exhiben su capacidad de improvisación. La entrada y la salida de personajes acompañados por los “ausentes” que los ocultan detrás del telón señalan el cambio de las escenas.

Todos los roles, tanto masculinos como femeninos, son ejecutados por hombres y los actores siguen reglas muy minuciosas dos de las cuales son particularmente distintivas: apoyarse sólo sobre los lados exteriores del pie y realizar amplios movimientos circulares con las manos y el rostro. Pero además, esto implica una doble estructura: con las manos comunica narrativamente los acontecimientos, y con el rostro, expresa la emoción del personaje frente a lo narrado.

El repertorio mencionado, que ha permanecido prácticamente inamovible hasta nuestros días, no incluye aspecto de los cotidiano sino secuencias relacionadas con personajes mitológicos (dioses, diosas, brujas y héroes) Para el hinduismo, lo cotidiano es sólo apariencia, y la verdadera realidad sólo surge cuando se logra transformar el modo de percepción: la participación del publico debe entenderse como identificación y el lazo creado produce éxtasis. Todo en el decorado, la música y los trajes está hecho para reflejar otro nivel de existencia. El más mínimo gesto está estudiado para eliminar de él lo banal y lo vulgar Todo se desenvuelve como un imaginativo sueño habitado por personajes fabulosos, reales e irreales. El escenario es simple, pero está cubierto de flores e iluminado de modo tenue por una lámpara de cobre alimentada con aceite de coco y cuya llama varía según el viento, generando efectos dramáticos aleatorios. Lo que comenzara con la oscuridad, finaliza al comenzar el día. Nacida de los recintos del templo, esta danza-drama se representa en la actualidad en patios abiertos. Algunos de los aspectos religiosos que muestra el kathakali (inspiración en una cuerpo común de literatura religiosa, relación con diferentes cultos y divinidades y actuado por devotos, e importancia y duración de los rituales preliminares) son comunes a otras formas de teatro tradicional, como el que denominamos Teatro Procesional y del cual sólo mencionaremos tres casos:

a) En Bhavai, el teatro rural del estado de Gujarat, el director dibuja sobre un sector de tierra aplanada en frente de un templo, un gran círculo con aceite de castor para marcar los límites del área de representación y santificando dicha área aleja a los espíritus malignos. Aplica luego un polvo rojo (kumkum) sobre una antorcha cuya luz simboliza la presencia de Ambamata, la diosa madre de los Gujaratis, arroja flores y dicho polvo sobre los instrumentos musicales y la cabeza de los espectadores, invoca a las divinidades y se retira a los camarines.

b) En Yakshgana, la danza drama es precedida de rituales con toques de tambores y danza por novicios. Un clown lleva una máscara de Ganapati sobre sus hombros hasta el espacio de la representación, precedido por dos jóvenes vestidos como Krishna. Un telón rojo sostenido por dos ayudantes oculta parcialmente a los bailarines y al clown. El músico principal canta una plegaria en alabanza de Ganapati al tiempo que el telón retirado y el clown pasea la máscara a través del área de dicha área para santificar el suelo. Cuando éste se retira comienza la danza de los actores que simboliza el raslila (ras, danza; lila, pieza) que Krhisna realizara en el bosque de Vrindaban. Luego, dos actores vestidos como mujeres que encarnan a las gopis (pastoras) enamoradas sin esperanza del dios, descorren el telón que los ocultaba para realizar la danza que cierra el ritual preliminar.

c) Como último ejemplo[6] de la presencia de lo religioso en el teatro tradicional hindú nos referiremos a Ramlila, representación que anualmente se representa en el norte de la India. Los días son elegidos por un cálculo astrológico en coincidencia con el relato mitológico de la victoria de Rama, una encarnación de Vischnu, sobre Ravana, el demoníaco rey de Lanka. Los actores son devotos del dios y pertenecen al pueblo en el que se realiza el espectáculo (Vanarasi es el sitio privilegiado) Los jóvenes que representan a Rama, Sita y Lakshmana (sólo hasta que alcanzan la pubertad) son elegidos por la pureza de su cuerpo y su espíritu. Durante la representación estos jóvenes reciben un tratamiento especial; por ejemplo, los sacerdotes los cargan en sus espaldas hasta el área de representación para que sus pies no se ensucien y no permiten a los espectadores que se acerquen o los toquen. Miles de peregrinos se reúnen a orillas del Ganges, por donde se cree caminó Rama. En algunas aldeas del Norte se recita el Ramayana sin interrupción durante treinta días. Los sucesos más importantes tienen lugar a la noche; durante el día, mientras los espectadores duermen en sus casas, un sacerdote se sienta a leer del libro sagrado. El Ramlila se cierra con una espectacular batalla entre Rama y Ravana en la que el mal, simbolizada por las efigies gigantes de Ravana y sus hermanos demoníacos, es derrotado. Dentro de estas efigies construidas de bambú y cubiertas con tela se ocultan fuegos de artificio, que se activan cuando los sacerdotes indican a Rama arrojar flechas ardientes en el corazón de dichas efigies, lo que provoca la reacción de los espectadores que gritan festejando la victoria del bien. Ellos conocen perfectamente el relato no está atraído por la intriga sino por presenciar la encarnación de los personajes míticos; no se está repitiendo acciones míticas, sino haciéndolas realidad, por eso el actor se convierte en Dios y como tal es adorado por el público. La acción es narrada pero también física, y el movimiento de los personajes épicos que protagonizan guerras, combates, juicios y competencias de guerras conforma una parte axial de la representación. Se trata de un teatro procesional que acompaña los peregrinajes, exilios, persecuciones y secuestros relatados y actuados en distintos espacios, unificados en un claro objeto: anualmente renovar y realzar la presencia de Rama. Quince días después se cree que el dios vencedor retorna triunfal a su reino. El día conocido como Diwali (“el festival de luces”) es tiempo de regocijo general, y la gente del pueblo enciende centenares de pequeñas lámparas de aceite alrededor de sus casas iluminando el camino de la divinidad. Según Banerjee (1994) los efectos de estas representaciones trascienden lo meramente estético y el tipo de participación que supone determina que cada persona que va al Ramlila como individuo, retorne como parte de un todo. [7]

A pesar de las diversidades, estos rituales presentan características unificadoras. Tal como lo señala Farley Richmond (1971, 131), ante todo, el lugar de la representación no siempre es considerado sagrado, se convierte en círculo mágico que no puede ser penetrado por ninguna fuerza disruptiva, después de haber sido ritualmente purificado a través de gestos simbólicos. En segundo término, la escenificación anual de los relatos en fechas que coinciden con celebraciones religiosas, revela el deseo conciente entre los participante de reforzar comunitariamente sus creencias. Tercero, los actores (a través de oraciones, ofrendas y ayunos) y los espectadores (a través de la creencia en la realidad de los personajes representados) a menudo alcanzan un estado de exaltación. Y finalmente, los rituales religiosos representa un tipo de pieza elaborado, cósmica -el término sáncrito lila significa “la obra de Dios”. Según el pensamiento hindú, el hombre y el mundo sólo son imágenes de un sueño divino; en consecuencia, el sentido de realidad del hombre no sino una ilusión (maya). Sólo cuando el hombre trasciende las barreras físicas y materiales de la existencia encuentra a la divinidad. En consecuencia, lila, representada por actores- devotos, es una revelación limitada del misterio del sueño eterno de Dios.

India y América. Había señalado al comienzo, cómo lo propio (lo familiar) podía ser modificado por lo ajeno (lo extraño, lo exótico) y sobre todo, enriquecido. Pero ¿de qué manera acercarnos y “apropiarnos” de aquel arte, sin distorsionar ambos mundos? Si consideramos que cada pueblo organiza su cultura a partir de una selección ideológica de la realidad que condiciona su forma de verla e interpretarla, y que ese condicionamiento estructural se evidencia y concreta, primariamente a través del sistema lingüístico (Pagliani, 1993) resulta evidente que la imitación no es posible como tampoco la adopción de formas “vacías”. Por supuesto, el receptor occidental puede acercarse a estas manifestaciones artísticas/religiosas buscando un goce inmediato a partir de los sentidos y la intuición, que genere una transformación más o menos transitoria. Pero creo que además es posible una mirada más profunda que genere un cambio duradero y productivo, al descubrir la posibilidad de producir un teatro en el que los actores asumen un compromiso doble: lo ético y lo estético, los autores recrean aquellas relatos que reafirman tanto la identidad individual, como la social e histórico, y el público se integra naturalmente en un acto de comunión y de participación. Así lo descubrió el citado Peter Brook cuando decidió montar el Mahabharata, proceso que definió como “vía de conocimiento y un itinerario por donde el teatro de este siglo, viaja a las fuentes de la humanidad en busca de aguas lustrales, de una experiencia radical, de un rito iniciático” y que muestra cómo es posible “vivir en el mundo, en situación de catástrofe, sin perder contacto con aquello que le permite al hombre vivir y luchar de una manera positiva” (Banu, 1985, 7 y 17)



BIBLIOGRAFÍA CITADA


Banu, Georges coordinador (1985) Peter Brook, Mahabharata, El Público/ Alternatives Téatrales, octubre.


Barba, Eugenio (1987) Más allá de las islas flotantes. Buenos Aires, Firpo y Dobal Edit.


Ceballos, Edgar editor (1992) Anatomía del Actor, SEP /INBA/ Universidad Veracruzana/ GEGSA/ International School of Theatre Anthropology.


Enrile, Juan Pedro (1997) “El Kathakali, danza, rito y tradición”, en ADE, n° 58-59, abril-junio, pp. 129-136.


Hopkins, Cecilia (1998) “Natana Kairali, Una escuela entre bananales y palmares”, en Teatro al Sur, año 5, n° 8, mayo, pp. 57-59. 


Jung, Carl (2001) “El mundo ensoñador de la India” en Obras Completas, Civilización en transición, Madrid, Ed. Trotta, Vol. 10, pp. 481-490.


Pagliani, Lucila (1993) “Lenguaje, cultura e ideología: los ´Do-Mi-Sol´ de Mario de Andrade y los ´Yahoos´ de Borges”, Anuario Brasileño de Estudios Hispánicos, III, pp. 95-101.


Richmond, Farley (1971) “Some Religious Aspects of Indian Traditional Theatre”, The Drama Review, vol. 15, n° 3, Spring, pp 121-131.


Zayas de Lima, Perla (2002) Teatro oriental, Instituto de Investigaciones en Historia del Arte, Dirección de posgrado en Artes Visuales, IUNA, 2002. Cuadernos de Cátedra 1.







[1] Jung había viajado a la India en 1938 y escribió sus experiencias en dos ensayos: “El mundo soñante de la India” y “Qué puede enseñarnos la India”.


[2] La actriz Cecilia Hopkins (1998) ofrece una descripción de un festival de Kutiyattam a partir de su experiencia directa. 


[3] Barba llevó a Grotowski en Polonia los ejercicios de Kathakali, que consituyeron la esencia de los ejercicios plásticos y psicofísicos; cuando Barba fundó su Odin Teatret los utilizó como base de su propio trabajo, ya modificados en el laboratorio polaco.


[4] Mudra significa en sánscrito “sello”, “signo ; se aplica al gesto o ademán simbólico.


[5] Los cuatro instrumentos básicos son: un tambor cilíndrico sostenido verticalmente y golpeado con dos palos, un tambor sostenido horizontalmente y golpeado con ambas manos, un gong y un par de címbalos de metal, llevados por los cantantes para marcar los diferentes ritmos.


[6] Existen muchas otras manifestaciones teatrales realizadas por devotos y en las que se rinde culto a las deidades: Kutiyattam, exclusivamente un arte del templo; Prahlada Chraritam, realizado por los devotos de Vishnu antes de la llegada del monzón; Krishnattam, ritual ofrecido en el templo de Guruvayur en honor de Krishna; Krishna Gita, historia del dios representada a lo largo de ocho noches durante la celebración de su nacimiento.


[7] Este investigador señala que precisamente este hecho impresionó e interesó al Richard Schechner y a Grotowski, como así también marcó las representaciones del conjunto Bread and Puppet.