miércoles, 26 de julio de 2017

Conflictos identitarios y construcciones de alteridad en el discurso teatral argentino.

Desde sus orígenes, los textos y sus concretizaciones espectaculares han registrado voluntaria o involuntariamente los principales conflictos interpersonales, institucionales y sociopolíticos que contribuyeron al diseño de la actual realidad nacional. Material que contribuye a releer la historia, a reconocer y construir identidades (la propia y la del otro frente a la cual me defino), a desenmascarar estereotipos, descubrir claves, a señalar errores, y generar el diálogo (multi)cultural, nuestros dramas, comedias, y sainetes y (re) plantean cuestiones hoy insoslayables. Algunos de los interrogantes que estas producciones instalan: la memoria ¿armoniza o deforma?, la integración ¿implica aculturación o enriquecimiento?, la identidad étnica y la religiosa ¿deben ser consideradas como algo absoluto o como algo mutable?, ¿cuál es la función y pertinencia del discurso ficcional?, ¿cuál es la relación entre discurso histórico y discurso ficcional?, constituyen -entre otros- un verdadero desafío para el receptor contemporáneo, la tarea de hallar (o al menos buscar) respuestas


El “problema argentino”.

En el imaginario social de las primeras décadas del siglo XIX, la presencia de la mayoría de los grupos inmigratorios fue percibida como un factor de cambio negativo por lo desconocido y lo diferente. Percibida dicha presencia como factor de conflicto, el teatro de la época, como antes lo había hecho la gauchesca, incorporó decididamente al inmigrante como personaje teatral, en muchos casos asociándolo a un cliché difundido y consolidado por el pensamiento liberal: el del “crisol de razas”. Si se leen con atención sainetes, comedias, estampas y dramas –en especial aquellos estrenados entre 1890 y 1940- queda al descubierto lo que denominamos “el problema argentino” (Zayas de Lima, 2001), el del habitante que canaliza el resentimiento y la frustración por el fracaso personal ante el triunfo del extranjero -no importa su procedencia-, que lo desplaza o del que desconfía, en agresiones en su mayoría verbales. Los investigadores e historiadores, cuando ejemplifican la composición cosmopolita de Buenos Aires mencionan a italianos, españoles, israelitas, ingleses, franceses, turcos, alemanes, norteamericanos, polacos, rusos y japoneses; los sainetes y grotescos abordan en especial el itinerario de españoles, italianos y con menor frecuencia, turcos, luego otros sainetes y comedias dramáticas enfocan el personaje del judío. El tema ampliamente estudiado y analizado nos exime de tratarlo en esta oportunidad

Otra de las manifestaciones de la enfermedad de la sociedad argentina, también revelada por nuestros textos escénicos, es la negación de aquello que no corresponde a su imagen modélica: tal el caso del negro, que no tiene ni siquiera espacio dentro del panorama escénico nacional, a pesar de su presencia desde el mismo momento de la conquista y colonización. La activa participación de los negros en la construcción del país, ignorada y negada por la mayoría de nuestros escritores, tanto de textos históricos como de textos ficcionales, continúa siéndolo aún en ámbitos culturales considerados liberales y libertarios como lo es el teatro. Basta un ejemplo: en el Festival Internacional de Córdoba de 1984, la norteamericana Ellen Stewart, montó un espectáculo cordobés en plena sierra con actores locales, y diseñó el personaje de Bamba como indio, siendo que era negro (esto nunca fue cuestionado o explicado). 


Percepción del inmigrante en el teatro del siglo XX.

Desde los ’60 en adelante, nuestros dramaturgos comienzan a interesarse en un nuevo grupo inmigratorio no europeo: el que provenía de los países limítrofes 

Roberto Cossa, buscó permanentemente reflejar los tics, los mitos, los deseos y frustraciones de la clase media, como asimismo sus conflictos identitarios y el abismo que separa lo que se es de lo que se aspira a ser. No es de extrañar que varias de sus obras (Gris de Ausencia, Viejos Conocidos, Lejos de aquí), pongan al descubierto la debilidad del crisol de razas que aún sigue alimentando un porcentaje significativo de los discursos sociales (cotidianos, escolares, periodísticos, políticos). En ocasiones este cliché aparece imbricado con el mito de “hacer la América (Los días de Julián Bisbal, Gris de Ausencia).

El éxito de la inmigración ha sido relativo. El Buenos Aires que expulsó en su momento a miles, a fines en el siglo XX, lo sigue haciendo con cientos. El español Don Bouza ya no quiere saber más nada con la Argentina (Los días de Julián Bisbal), el abuelo italiano nunca ha terminado de asimilarse (Gris de ausencia), los judíos ocultan su origen (Angelito, Años difíciles). El rechazo ante los inmigrantes limítrofes desmiente los discursos oficiales y oficiosos que sostienen que una pauta que nos honra es recibir al extranjero como a un amigo, así el boliviano es bolita al que sin problemas la policía puede matar confundiéndolo con un ladrón. (Años difíciles); lo alemanes sólo han llegado aquí en busca de refugio (Los compadritos) y algunos ni siquiera aprenden el idioma (El tío loco).El migrante nunca termina de saber dónde está o si alguna vez a llegado: “No tengo el lugar, sólo la añoranza del lugar” –leemos en el poema “Migraciones” de Gloria Gervitz.

En todas estas piezas, Cossa describe en el tipo de espacio generado por la migración. No sólo se trata de un cambio de sitio, sino de un cambio de estado por el que se modifican las relaciones espacio-temporales que afectan al sitio de origen y al sitio de destino (estar y no estar en ninguno de ellos) y ponen en marcha nuevas relaciones entre la memoria y el olvido en un yo descentrado (quiero recordar y no puedo; quiero olvidar y no puedo). Pero también denuncia la postura etnocentrista de nuestra sociedad que “considera a nuestro grupo o cultura como centro de todas las cosas y que todos los otros han de ser medido y calificados con relación a él” (Manzanos Bilbao, 1999). Los autores pertenecientes a una nueva generación -la que comienza a estrenar en los 90- al abordar el tema inmigratorio se focalizan en marcar cómo los estereotipos conducen al racismo y a la xenofobia

En los 90 se intensifican la llegada de nuevos grupos inmigratorios de procedencia muy dispares: de los países limítrofes y del lejano oriente. Bolivianos y chinos van a ser los grupos que captaron el interés de autores y directores interesados en los temas identitarios e interculturales. Elegimos dos obras compuestas a partir de una experiencia colectiva, es decir, del aporte de imágenes y discursos verbales y corporales generados por los integrantes de los respectivos elencos, de una edad promedio de treinta y cinco años.


Aquí se deja entrar a cualquiera.

La inmigrantes de los países limítrofes como Paraguay, Perú y Bolivia fueron sistemáticamente aislados y despreciados, tildados de vagos, sucios, e ignorantes, y en muchos casos, englobados bajo el rótulo de “cabecita negra”, calificación originada en el primer peronismo por las clases pudientes y un sector de la clase media para referirse a los provincianos que “invadían” Buenos Aires. Los bolivianos continúan siendo los más marginados, percibidos como diferentes –sobre todo por la vestimenta de las mujeres, vendedoras de verduras, sentadas en cuclillas en las veredas de los distintos barrios- y contracara del ideal físico e intelectual al que históricamente gran parte de la sociedad argentina aspira. 

La obra Grasa, de José María Muscari, reproduce y potencia los estereotipos que alimentan los discursos cotidianos tanto escritos y orales -Teun van Dijk señala entre los tipos discursivos que definen nuestras líneas de comunicación: “charlas entre padre e hijos, charlas familiares, conversaciones con colegas, amigos, vecinos, a través de libros infantiles e historietas, películas y programas de televisión, noticieros, propaganda política o informes de investigación académica” (1987, 384). Los espectáculos del citado dramaturgo y director, desde sus inicios al promediar los 90 se focalizan en una exhibición impúdica y despiadada de los cuerpos, cuerpos que funcionan como metáfora de la estructura política (homologación entre cuerpo humano y cuerpo político). En el caso de Grasa (2003), Muscari diseña un pequeño espacio en el que encierra a un grupo de argentinos que se ha refugiado para evitar contaminarse con los bolivianos que han invadido el país. El público es primero recibido en el hall del teatro por una boliviana que desde su puesto de verdura convida con bebidas y chipá; luego es conducido escaleras abajo donde un ámbito con aspecto de bunker conforma el espacio de la representación. De ese modo, el discurso teatral –tanto en lo verbal como en lo no verbal ubica en el afuera a “los negros bolita” y en el adentro a los blancos. En ese bunker domina Claus, símbolo de nazismo no sólo alemán, quien ve a los bolivianos como “un sorete, una mierda”; quiere salir a la calle para matar a pedradas un cabecita; y justifica su encierro en que esos “cabecitas negras son peligrosos”, dueños de “una cultura oscura”. Se muestra así la percepción que el argentino tiene del otro como inferior pero también como peligro. El empleo del humor no llega a desdibujar el cuadro de xenofobia e intemperancia que caracteriza a nuestra sociedad, por ello la muerte se ofrece como el resultado final inevitable de la violencia del discurso verbal.

Si acordamos que el discurso teatral, en cuanto discurso ficcional es una configuración que permite formular, organizar e interpretar el mundo, lo que devela este texto de Muscari es reconocer lo que nosotros denominamos “problema argentino”, que a la confrontación permanente entre nosotros y los otros, le suma la adhesión a una creencia en la identidad étnica como algo absoluto y la identificación del término “raza con el término cultura”[1]. El discurso de los personajes reproducen estereotipos y la obra concretiza todo el conjunto de imágenes mentales con las que nuestra sociedad clasifica a los bolivianos “sobre la base de rasgos individuales o sociales no verificados y extrapolados”, y subraya el prejuicio racial, componente afectivo que suele acompañar al componente cognitivo, el estereotipo (Manzanos Bilbao, 1999)


Los chinos están por todas partes.

Desde hace algunas décadas China ha comenzado a ser ‘visible’ en la Argentina (y en especial en Buenos Aires) por la llegada y la radicación de un importante número de inmigrantes taiwaneses que se sumaron a los primitivos chinos continentales arribados a mediados del siglo XX. La creciente visibilidad viene acompañada de exotismo, es decir, de una alteridad que refuerza la construcción de lo “otro”, y si bien la sociedad receptora no maltrata ni estigmatiza a los inmigrantes chinos, como producto del desconocimiento, en el ámbito de la conversación informal de las clases menos instruidas, la desconfianza y la desvalorización se suelen hacer presentes. [2]

Resulta especialmente esclarecedora en este aspecto, la obra Shangay (2004) también de José María Muscari. Subtitulada te verde y sushi en 8 escenas marca la visión deformada que sobre China y en general sobre Oriente domina a gran parte de la sociedad argentina[3]. No sorprende, entonces que durante el espectáculo al público se le ofrezca te verde y maní japonés; que las relatoras en su informe a los espectador sobre la cultura “oriental elijan exclusivamente aquellos aspecto crueles y violentos que a la sociedad occidental le resulta difícil comprender; que en la invitación a “transportarse a la China natal” (sic) se presenten homogeneizados elementos que son propio de China con los pertenecen al Japón, a Corea, a la India y/ Nepal, El objetivo según Muscari, responsable de la dramaturgia y la dirección, dicho espectáculo “apunta a los sentidos y logrará quebrarlos, divertirlos, emocionarlos y shockearlos en medio de una instalación plástica creada a partir del nuevo arte milenario y la estética kitch de China.” Esta itálica que nos pertenece permite subrayar, que más allá de una parodia sobre la relación amorosa entre dos hombres, la obra ofrece una parodia sobre oriente y la incomprensión de la otra cultura por parte de un autor que adopta el método comparativo de las analogías simples a partir de sus propias categorías. El tipo de expresión a través del aforismo y la poesía, la lógica paradójica que caracteriza el mundo chino – pensamiento de Chiang-Tzu y Lao Tsé- están ausentes. Y kitch es la estética adoptada por el autor/ director (no una cualidad propia de lo chino); su orientalismo no es producto de un objeto de estudio “para honrar” a los orientales, sino de una mirada sarcástica sobre los procesos interculturales y la postura crítica frente a la banalización que afecta a un gran sector de la sociedad argentina. 

Uno de los espacios que se considera como propio de los chinos es el supermercado. Los integrantes del equipo teatral Los Macocos concibieron Super Crisol. Open 24 hs. (2000) precisamente en este ámbito y así justifican su elección en una entrevista con Ana Durán (2005): 

Martín Zalazar: “Lo que tiene de genial el supermercado es que ves a alguien que viene de Corea escuchando una cumbia villera, atendido por un tipo que viene de Paraguay. Ese cruce es surrealista” (. P. 64).

Javier Rama: “Hoy los supermercados barriales son un lugar de cruce muy potente. Por eso lo tradujimos dramáticamente como lugar de intercambio de historias, como en otro momento fue el conventillo” (p. 65

Daniel Casablanca: “está bueno pensar el supermercado como una situación límite: el peruano, el chino, el paraguayo, o el rumano llega a este país a salvarse, sin conocer el idioma ni las costumbres” (p. 66)

En ese mismo reportaje los autores describen las características de los personajes que corresponden todos a una nueva inmigración: el verdulero es paraguayo; el carnicero, rumano, el dueño del comercio, de origen chino o coreano. 

Más allá del aparente tono frívolo de una comedia musical con mezcla de sainete, policial y la representación paródica característica de este grupo, la obra desnuda una xenofobia que parece contaminar a toda una sociedad. No sólo por lo que pueden decir los personajes (Cliente.- “Estos chinos de mierda, años en Argentina y no entienden un carajo! ¡Habría que matarlos a todos!: o el argentino: “los chinos son peores que los judíos, lo gallegos, los tanos; y encima acá no hay nadie que nos de una mano, estamos rodeados de bolivianos, paraguayos, uruguayos, brasileros, ¡chilenos! El culo del mundo”) o por las frases que componen el estrillo final cantado por los actores (“condenados al crisol”, “enredo de razas”), sino por cómo aparecen caracterizadas los inmigrantes: el chino Wang: violento, avaro, lascivo; el rumano, ciego y explotador de niños; el paraguayo, maricón y traficante de drogas; el boliviano, un “negro bola”. El valor performativo de ciertas palabras, exhaustivamente estudiado por la lingüística encuentra aquí un ejemplo paradigmático. La discriminación racial es practicada de modo sistemático, y de la marginación y exclusión se pasa a la eliminación del otro. La xenofobia conduce a la muerte. El espectáculo, jugado como un divertimento y con recursos anti- ilusionistas, denegatorios de la realidad, transita – sin embargo- por carriles peligrosos ya que en ningún momento cuestiona el vínculo que entre etnicidad y propiedades mentales, preferencias y comportamientos, los discursos y acciones presentadas consolidan.[4] Esta xenofobia aparece asociada a la homofobia, ya que las elecciones sexuales diferentes son ridiculizadas y revestidas de valores negativos. Y desde lo paratextual, las declaraciones de los autores antes citadas por la que el protagonista puede chino o coreano implican un genérico despectivo del inmigrante al poner de manifiesto el desinterés por su identidad. Lo que importa es que se trata del otro.[5]

El concepto “crisol de razas ha operado como un estereotipo incorporado en los más diversos ámbitos (el cotidiano, el artístico, el histórico, el político y hasta el académico) y el teatro ha brindado testimonio de la falsedad -o en el mejor de los casos-de la debilidad. Las obras analizadas -creadas a partir de las inquietudes y los aportes de los integrantes de los respectivos elencos, jóvenes que apenas superaban los treinta años-evidencian hasta que punto las conductas sociales con sus estrategias de negación y actitudes xenofóbicas -sobre las que restaría investigar el grado de responsabilidad el discurso oficial y el periodístico sobre temas étnicos- ha enquistado en el discurso teatral, estereotipos y prejuicios que ameritan hablar de un “problema argentino”. 

Creo que es tiempo de generar más que una “contramitología”, una historia y un teatro que busquen revelar, y se opongan a la tendencia oficial (hegemónica) que, deslumbrada aún por los modelos culturales europeos, oculta o enmascara la realidad, condicionando así las percepciones de la sociedad en general. Implica el desafío de instalar un nuevo paradigma estético que nos soslaya lo axiológico. 











FUENTES.

Augé, Marc (1998) Las formas del olvido, Barcelona, Gedisa.

Baczko, Bronislaw (1991) Los imaginarios sociales. Memorias y esperanzas colectivas, Buenos Aires, Nueva Visión.

Baumann, Gerd (2001) El enigma multicultural. Un replanteo de las identidades nacionales, étnicas y religiosas, Barcelona, Paidós.

Van Dijk, Teun A (2003) Dominación étnica y racismo discursivo en España y América Latina, Barcelona, Gedisa.

Durán, Ana (2005) “Risas y razas en clave policial”, Teatro, año XXVI, n° 81, julio, pp. 60-67

Manzanos Bilbao, César (1999) El grito del otro: arqueología de la marginación racial, Madrid, Editorial Tecnos.

Robin, Régine (1994) “Para una sociopoética del imaginario social”, en F. Perus compiladora, Historia y Literatura, México, Instituto Mora., pp. 262-300.

Sarmiento, Domingo F. (1883) Conflicto y armonías de las razas en América, Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1915.

Scarino, Dardo (1993) Barcos sobre la pampa: las formas de la guerra en Sarmiento, Buenos Aires, El cielo por asalto.

Zayas de Lima, Perla (2000) “El inmigrante judío como tema del teatro en Buenos Aires”, en I. Santi coordinadora, Migrations en Argentine, Cahiers ALHIM, n° 1., pp.107-124.

Zayas de Lima, Perla (2001) Cultura Judía-Teatro nacional, Buenos Aires, Nueva Generación.

Zayas de Lima, Perta (2006) “La negritud negada y silenciada: una mirada desde el teatro” en L. Maronese compiladora, Buenos Aires negra. Identidad y Cultura”, Buenos Aires, Comisión para la Preservación del Patrimonio Histórico Cultural de la Ciudad de Buenos Aires, pp. 157-174.


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Año II, N° 85

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[1] Marc Auge advertía cómo expresiones muy empleadas- entre las que se encuentra, precisamente, “raza”- pueden llegar a constituir “verdaderas trampas para los pensamientos (1998: 11)


[2] Dichas clases suelen englobar a los inmigrantes chinos, vietnamitas, coreanos y japoneses de modo indiferenciado con el calificativo de chinos o de “ponjas” ( revés de Japón) 


[3] El propio autor/director resume su argumento: “una pareja se separa en medio de un restaurante chino y es atravesada por la cultura oriental; asimismo señala el conflicto secundario, el de los lazos familiares que se integran al fracaso del amor: una madre posesiva, amante del Tai-Chi- Chuan irrumpe en la situación para escandalizar a todos.” Y concluye: Vestuarios modernos, mezclas de tribus y culturas. Un espectáculo masivo y a la vez cultural, con barra y chill-out Vestuarios modernos, mezclas de tribus y culturas. Un espectáculo masivo y a la vez cultural, con barra y chill-out Vestuarios modernos, mezclas de tribus y culturas. Un espectáculo masivo y a la vez cultural, con barra y chill-out”


[4] G. Baumann habla de “etnicidad contextual” porque “la etnicidad no es una identidad dada por la naturaleza, sino una identificación que se crea a través de la acción social (2001, pp. 35 y 36)


[5] El discurso de los autores se corresponde con el de gran parte de la sociedad: los vietnamitas, laosianos y hasta los japoneses son “chinos”, tal como peruanos, paraguayos y nuestros jujeños son bolivianos.

lunes, 17 de julio de 2017

CORONADO DE GLORIA, PROPUESTA ESTÉTICA, REFLEXIÓN ÉTICA, EJERCICIO DE LA MEMORIA.

La obra de Mariano Cossa, estrenada el 13 de julio de 2017 en el Teatro del Pueblo, ofrece varios ángulos de enfoque: como documentada biografía del Blas Parera, una polémica indagación sobre la estética musical y el arte, una clara indagación sobre “los que mandan”, y una aguda reflexión histórica.

La figura de Blas Parera, olvidada, silenciada e ignorada, ofrece en la obra de Cossa una dimensión nueva y potente. Si bien concuerda con el investigador Carlos Vega[1] en la mayoría de los datos sobre su vida en España y en América, su labor como maestro de música, director y compositor, su descripción como hombre y como artista, y su doble destierro, ofrece un matiz diferenciador fundamental en lo que se refiere a la participación en la creación del himno. Este maestro catalán, compositor culto que habría sido el autor de la Marcha Patriótica, texto de Esteban de Luca (1810), y comprobado creador de la Canción con texto de Saturnino de la Rosa (1912), del Primer Himno cuya letra era de Fray Cayetano Rodríguez (1812) y del Segundo Himno, texto de Vicente López y Planes (1813), en este último caso, a pesar de sus coincidencias con el ideario básico de la Revolución, es, según el dramaturgo Mariano Cossa, obligado, coaccionado a componer la música y no como afirma Vega que “el músico catalán se asoció con sinceridad a una empresa…” (p. 53). Este conflicto conduce directamente a otro que recorre de principio a fin el texto: cuál es el rol de la música en la sociedad, cuál la responsabilidad del artista, cuáles los alcances del arte; interrogantes que plantean desde diversos ángulos los cuatro personajes y que, con maestría y sutileza el autor traslada a los espectadores. 

Los personajes Vicente López y Planes y Dosrius, quienes representan en ese momento a “la elite dirigente” de nuestro país y de España respectivamente, revelan claramente quiénes son “los grupos que tienen poder “y cuáles son las características de las “personas que administran ese poder”[2] ; y sus acciones ejemplifican los distintos grados de dominación que son capaces de ejercer. En el caso de la Argentina, este regreso a un lejano pasado (1810-1818): “época de ilusiones y de esperanzas; época de realizaciones trascendentes” (Vega, p. 40) pero también de confusión, caos, violencia y confrontaciones sobre qué es y que implica una revolución, acerca a los receptores a un pasado reciente que todavía tiene implicancias para el presente.

La puesta en escena de Daniel Marcove subraya de modo claro lo que está en el texto y hace patente lo que se sugiere. No sólo la presencia sino la disposición de los músicos en escena (Mariano Cossa y Christian de Miguel) y el diseño de escenografía de Paula Molina con pentagramas y partituras que cubren todo el espacio escénico, sino la marca que previa al inicio del texto dramático ubica en el centro a músicos que ejecutan fragmentos del himno nacional con instrumentos de cuerda y de viento como sucediera en el pasado. El director acierta en la elección de los actores y su marcación espacial. Jorge García Marino en el rol de Dosrius (el Marqués de Castelldorrius, primer Secretario de Estado y del Despacho), tanto desde su discurso desde su sillón de magistrado o su circulación envolvente como en su permanente vigilancia silenciosa en acecho en todo momento impone en un inteligente equilibro de fuerza y sutileza la idea de lo que implica el control sobre el individuo. Juan Manuel Correa encarna Parera, encarna desde su trabajo corporal, gestual y vocal aquellas características que nos transmitieron los documentos escritos, en especial el del citado Carlos Vega: desaliñado, bohemo no muy adaptado y un poco reacio, culto, sensible, con grandes condiciones de compositor y suficientes conocimientos técnicos, ansioso de la gloria y fortuna que proporcionaba la ópera, pero sin ascendiente social. Marcelo Serré es el actor que sabe como cautivar y convencer, imaginar, crear mundos, presentar y desanudar conflictos, y que el teatro es capaz de conmover (mover colectivamente corazones y mentes) pero también es el hombre que sabe sobrevivir en tiempos peligrosos. Finalmente Miguel Sorrentino logra componer un Vicente López y Planes que tanto el autor como el director proponen con facetas ambiguas y contradictorias: joven culto, capaz de salir “del teatro con el cerebro ardiente el corazón palpitante, el pecho henchido de inspiración” -tal como lo describe su nieto Lucio V. López en La gran aldea- escribir el texto que conjuga símbolos capaces de aglutinar a diversos actores de la construcción del país, y al mismo tiempo desde su posición jerárquica coaccionar a otro artista mostrando como en nuestro país “lo político” lo empaña todo (de Imaz, 3).

Coronado de Gloria revela en Mariano Cossa, a un dramaturgo que trata lo histórico y lo biográfico sin caer ni en lo didáctico ni en el panfleto, que incentiva el juicio crítico de los receptores, que no lo subestima “bajando línea”, y que, desde lo teatral, construye un texto/partitura en el que el ritmo y el contrapunto son factores esenciales. Y permite que el director Daniel Marcove vuelva a demostrar su eficacia como lúcido lector de la obra escrita, capaz de diseñar un espacio en el que nada sobra y en el que nada falta.






[1] El Himno Nacional Argentino, Buenos Aires, Eudeba, 1962.

[2] José Luis de Imaz, Los que mandan, Buenos Aires Eudeba, 1964, p. 2.

miércoles, 12 de julio de 2017

TEATRO E IDENTIDAD: PROBLEMAS EPISTEMOLÓGICOS, METODOLÓGICOS ESTÉTICOS (III)


2. Historia como memoria, como diseño de lo identitario. Historia como  voz. Historia y política.

En trabajos anteriores mostré como  el teatro histórico  puede ser entendido un subgénero hipercodificado  (Barthes,  1970) en tanto que implica lengua, obra, literatura e historia, y suele llevar como marca la interdiscursividad, en tanto capaz de imbricar el discurso histórico con el literario, el religioso, el político y el jurídico, entre otros posibles. Lo intertextual -entendido como marca de desciframiento- funciona en varios niveles, ya sea ratificando la consagración de ciertos textos como fundacionales, ya sea mostrando cómo estos se han vueltos insuficientes para nombrar la realidad.  Los personajes, procedan o no de los textos “oficiales”, aparecen contaminados tanto  en la  instancia de la producción como en el de la recepción por el mayor o menor grado de conocimiento incorporado en el aprendizaje formal, la herencia de la tradición o por la recepción de otras producciones artísticas  (literarias, escénicas, plásticas, escultóricas). Es decir, lo que aparece inscripto en el extratexto global de la cultura funciona como una predeterminación y contribuye a aventurar la identificación entre el concepto de héroe y el de  personaje.

En prólogos, declaraciones registradas en los programas de mano y en entrevistas, los autores suelen explicitar sus ideas sobre el texto ficcional, su relación con la historia, las fuentes utilizadas, los objetivos buscados al elegir tal o cual personaje o determinada época y, en ocasiones, hasta su filiación política.  El empleo  de la cronología (nada haya tan real como las fechas) y la toponimia refuerza ese efecto de realidad del que hablaba el  citado  Barthes, al lograr un anclaje referencia en un espacio verificable, subrayar el destino del personaje y condensar  roles.

Se instala el concepto de  Verdad. Se espera del autor autenticidad y objetividad y a la obra verosimilitud (concordancia con el patrón de pensamiento del espectador). La idea que este tiene del héroe en cuestión tiene que corresponderse con las acciones internas y externas del personaje creado; consciente o inconscientemente el receptor se inclina a imponer criterios de veracidad cognoscitiva a los enunciados ficticios, a pesar de que la ficcionalidad está claramente manifestada tanto en la publicación (subtítulos como  “drama histórico”, “pieza  histórica”, “estampa”), como en la representación (lista de actores y personajes del programa de mano). Confluyen así términos considerados opuestos: la verdad (la historia) y la mentira (la ficción dramática) -términos que aparecen invertidos en las obras inspiradas en el revisionismo- y también tareas disímiles: un ordenamiento de hechos acaecidos  que  rescaten y respeten el criterio de causalidad (la historia) y una conexión con lo real, mediada por la imaginación (la ficción dramática).

Mientras para  Barthes, el discurso histórico no sigue la realidad sino apenas la significa, Hayden  White ve a la historia como una  “protociencia”; por su parte, Borges revela cómo la historia realiza una selección arbitraria de datos entre los múltiples que la vida le ofrece, por lo que más que de historia cabría hablar de leyenda (basta con releer “Pierre Menard, autor del Quijote” y “Examen de la obra de Herbert Quain”, en  Ficciones, y  “Formas de una leyenda” y “El pudor de la historia “, en  Otras  Inquisiciones).

De los ´60 en adelante, pero sobre todo a partir de los ´80 los dramaturgos pretenden ofrecer nuevas líneas de interpretaciones de la realidad histórica nacional[1]. Andrés Lizarraga (Trilogía sobre mayo) reúne documentos, los analiza, los coteja y propone al lector sus conclusiones como resultado de una actividad científico/literaria. El saber histórico cumple una función social: organizar el pasado en función de los requerimientos de su  presente. Gustavo  Levene (Teatro  histórico Argentino) deposita en el teatro   la posibilidad de mantener viva la memoria de generaciones futuras y presentar las verdaderas relaciones entre el clima de una época histórica y la “temperatura de los personajes; el teatro se erige así  como fuente irremplazable de conocimiento. Los personajes de David Viñas (Lisandro, Poder, apogeos y escándalos del  Coronel  Dorrego y Tupac Amaru) integran la larga serie de  “heterodoxos sublevados” que cuestionan la historia oficial, pero se aparta  del historicismo y apunta –según sus propias declaraciones a  “un teatro explícitamente político”. Carlos Somigliana (Historia de una estatua) pone de relieve la tensión dialéctica entre verdad y ficción; si bien no está interesado en realizar reconstrucciones del pasado y trabaja con libertad los documentos, genera  el  “efecto de realidad” al incluir fragmentos de de los documentos consultados. Con las citas directas no sólo la polémica se desplaza a la cuestión de las fuentes, sino que el receptor las  asocia con la objetividad del mensaje. Y lo que no es histórico sirve de metáfora a la historia y la ilumina, sobreimprimiendo así la idea de relato de hechos verdaderos sucedidos a la  idea de ficcionalidad del teatro. Bernardo Carey (El sillico de  Alivio o el retrete real) confirma  una relación dialéctica entre el hecho teatral y el contexto histórico-social y cultural en el que se produce y se consume, privilegiando el análisis de los procesos económicos sociales, los hechos  políticos y sus vinculaciones con el mundo de la cultura y el arte. Considera que “el teatro aspira a crear un mundo inaceptable fuera del espacio escénico”, “plantea una organización distinta de la realidad, reflejándola contradictoria” y “descubre la vida” (Programa de mano). En consecuencia, la historia se acopla fines estéticos y no interesa analizar si existen o no discrepancias entre los datos históricos y los ficticios y su resultado es así un  “material cuasi literario”.

En números anteriores del blog comenté las relaciones entre la historia, la memoria, la identidad, la voz de los marginados y la política en el ámbito del teatro al referirme  a estrenos  producidos en el 2016 y lo que va del 2017 (Luisa Calcumil, Mónica  Ottino, Pompeyo Audivert, Stela  Camilletti, María  Elena  Sardi, entre otros nombres). En todos ellos la indagación sobre el pasado apunta tanto  un medio de relectura desde una mirada crítica como un descubrimiento de claves para entender el presente. Se trata de un proceso que aparentemente ha cobrado intensidad, si tomamos en cuenta los más actuales estrenos de autoras cuyas obras se inspiran en la historia (presente o lejana): Andrea  Juliá, Cristina  Escofet, y Beatriz Mosquera.

 

FUENTES de TEATRO E IDENTIDAD: PROBLEMAS EPISTEMOLÓGICOS, METODOLÓGICOS ESTÉTICOS (I, II, y III).

Barthes,  Roland (1970) “El discurso de la historia, en  AA.VV, Estructuralismo y literatura,  Buenos Aires, Nueva  Visión.

Baumann, Gerd (2001) El enigma multicultural. Un replanteamiento de las identidades nacionales, étnicas y  religiosas, Barcelona, Paidós.

 Canal  Feijóo,  Bernardo (1951) Burla, credo, culpa en la creación anónima,  Buenos Aires, Nova.

De Certeau, Michel (1996): La invención de lo cotidiano, México, Universidad Iberoamericana.

De Imaz, José Luis (1984) Sobre la identidad iberoamericana,  Buenos Aires, Sudamericana.

Dijk, Teun van (2003) Dominación étnica y racismo discursivo e n España y  América Latina,  Barcelona,  Gedisa.

Eriksen, Thomas Hylland (1993) Ethnicity and Nationalism Anthropological Perspectives, London & Boulder, Pluto Press

Frigerio, Alejandro (2006) “Repasando nuestras categorías raciales”, en L. Maronese  comp., Buenos  Aires  negra. Identidad y Cultura, Comisión para la  preservación de Patrimonio  Histórico  Cultural de la  Ciudad de  Buenos  Aires.

Ormeño,  Carmelita (1998) “La dramaturgia de Luisa  Calcumil”, en  H. Tahan dir.,  Drama de mujeres,  Buenos Aires,  Ediciones  Ciudad  Argentina.

Paz, Octavio  (1987) “¿Otra  literatura hispanoamericana?”, La  Nación,  Cultura,  21 de  julio,

Pellarolo,  Silvia, (1997) Sainete criollo.  Democracia/ Representación.  El caso de  Nemesio  Trejo, Buenos  Aires,  Corregidor.

Proaño, Lola (2002) Poética, política y ruptura, Buenos Aires,  Atuel.

Yurkievich, Saúl (1986) Identidad cultural de Iberoamérica en su  literatura,  Madrid, Alhambra.

Zayas de Lima,  Perla  (1998) “El teatro como forma de conocimiento”, Cuadernos del  Catay, n° 12, Universidad  Fujen, Taipei, Taiwan.

---- (2006) “La negritud negada y silenciada: una mirada desde el teatro”, en  L. Maronese comp.  Buenos  Aires negra. Identidad y Cultura.,  Comisión para la Preservación de Patrimonio Histórico  Cultural de la  Ciudad de  Buenos Aires.
 


Año II, n° 83




[1] Por supuesto hay que tener presente como antecedente insoslayable a David Peña, reconocido por todos como el fundador del drama histórico nacional, para quien el teatro era un privilegiado vehículo de divulgación histórica y el medio más idóneo para transmitir a toda la sociedad la vida y acción de las grandes figuras, pero no como mero acto celebratorio, sino como oportunidad de reactivar el  juicio de la historia, tal como se desprende de la política entre dicho autor y  Jorge  Mitre.

miércoles, 5 de julio de 2017

TEATRO E IDENTIDAD: PROBLEMAS EPISTEMOLÓGICOS, METODOLÓGICOS ESTÉTICOS (II)


1)      La voz de las minorías: la exclusión del indígena y la negación del negro.

1.1.El término “indígena” involucra imágenes diversas generadas por estereotipos que provienen de la ecuación  blanco/europeo portadora  de una cultura hegemónica que fue aceptada desde el comienzo por la mayoría de los indígenas/americanos, condenados a una marginación que les impidió, inclusive, participar del publicado “crisol de razas”, noción de alcance relativo, verdadero cliché que dominó los estudios migratorios hasta los años  ´60.

Los argentinos han cultivado  históricamente  una nociva práctica de alterización que los llevó a ejecutar  desde la política del  Estado, pero con el acuerdo explícito o tácito de un sector significativo de la ciudadanía, la desaparición y cultural del “otro”.  De esta práctica de exterminio da cuenta el teatro de Luisa  Calcumil[1], que puede asociarse a la corriente indigenista que reconoce a las comunidades originarias de América una prioridad cronológica y una jerarquía equiparable a otras: esa voz propia de  América es la que habría que recuperar como raíz.[2]

La producción de Calcumil ya fue analizada en  otros  trabajos (Ormeño, 1998; Zayas de Lima, 1998); me interesa ahora enfocarla desde el punto de vista de la enunciación y de la lengua. Decía Octavio Paz: “Las lenguas son visiones del mundo, modos de vivir y convivir con nosotros mismos y con los otros”, y agregaba: “Hablar una lengua es participar de una cultura: vivir dentro, con o en contra, pero siempre en ella” (1987).

Resulta claro que la incorporación que del idioma mapuche realiza  Luisa  Calcumil en sus obras funciona como punto de partida de toda elaboración sobre la pertenencia, es decir, para la construcción de su identidad individual y la identidad colectiva de su pueblo (“Mi expresión nace de las tristezas, recuerdos y ganas de seguir siendo de mi gente”). En Es bueno mirarse en la propia sombra (1987) el bilingüismo hace cohabitar  dos tradiciones y dos espacios, el de los dominadores y el de los dominados. El eje de este monólogo femenino  se ubica en la voz de la víctima que se presenta como víctima. Desde una narrar autobiográfico, la incorporación de relatos, poemas y canciones escuchados en su comunidad  que se integran naturalmente  a textos propios, le permite a la autora/actriz /directora trabajar sobre la alternacia memoria/ olvido, aceptación/ rebeldía, reconocimiento/ transformación.

La utilización de la lengua mapuche no apunta a una reconstrucción folklórica sino que responde a una concepción del lenguaje como elementos estructurador de una manera propia e intransferible de comprender y pronunciar al mundo (esto ya lo había experimentado en 1987, en su Monologo de raíz  mapuche). Tampoco busca que el bilingüismo sea un instrumento  para que el blanco entienda lo que dice el indígena (o a la inversa) sino para mostrar los efectos del paso de una cultura a otra, sus diferencias, el acto de traducir. Este bilingüismo refuerza la construcción de un contradiscurso que permite el rescate  de una tradición el  redescubrimiento del poder  y de la necesidad de la memoria, la utopía de la transformación (“La idea es revalorizar nuestra cultura e incorporarla a estos tiempos, para recuperar valores que nos permitan crecer, sin cambiar”). Asimismo este bilingüismo le permite generar un espacio ritual que no sólo estructura el espectáculo (emplea el mapuche en el comienzo de la obra y la cierra con el español) sino que pone en escena aquellos personajes (loa curandera, la abuela, la adivina) que se conectan con la palabra-poder y generan una narración/conjuro. Desde un locus de enunciación femenino se rebela contra memoria social hegemónica en la que  el indígena está ausente, y su discurso escénico subvierte ideologemas que están en la red del resto de los discursos sociales que durante décadas han circulado (y aún circulan) tanto entre los mapuches como entre  los blancos.

El mito aparece asociado a una praxis: hacer que el indígena entre en la historia para que  haya un lugar para él en el futuro. Calcumil trabaja sobre la identidad individual vinculada al origen (mujer mapuche), que se va modificando a lo largo de un proceso social (marginación, pobreza, exclusión), se afirma en la identidad de un grupo étnico portador de cultura, y se moldea con las herramientas que aporta el  teatro para la expresión, el auto conocimiento y la rebeldía (“Mi trabajo no es para separar indígenas de no indígenas. Tenemos que aprender a vivir con las diferencias, pero las diferencias que tienen que ver con lo cultural, no con las injusticias, no con la falta de dignidad”)[3]. Su teatro constituye un ser y un definirse mediante la escritura y la representación, una indagación a través de su propio discurso, un yo propio, individual y comunitario, una confrontación con una escritura de la historia concebida por un sujeto masculino y blanco que ocultó en la penumbra a los  “otros”.

La investigación sobre la identidad y el papel del indígena en su conformación es continuada en este siglo en las principales zonas del país, especialmente en el Norte, donde es de destacar la labor realizada por el  Centro de  Investigaciones sobre  Cultura  no ha aparecido aún la sucesora  de  Luisa Calcumil en el teatro.

1.2. “Todos extraños, todos blancos” fue el epígrafe elegido para mi artículo “La negritud negada y silenciada: una mirada desde el teatro”. Estas palabras de un refugiado de  Sierra Leona funcionaba como el posible eco de una contraparte (“Todos negros,  todos extraños”). Pero mientras en el primero  de los casos, el temor ante la extrañeza conducía al aislamiento y la marginación, en el segundo, el temor a lo diferente conducía al aniquilamiento y la negación. Estos procesos fueron registrados por una serie de obras que tomaron al negro como personaje, escasísimas si las comparamos con las que eligieron hablar de  otros  “extraños”, los inmigrantes. En ese artículo, y en coincidencia con Teun van Dijk no buscamos “reducir el racismo a sus prácticas discursivas” (2003, 113) sino subrayar hasta qué punto el discurso oficial sobre temas étnicos, con sus estrategias de negación y actitudes xenofóbicas había enquistado en el discurso teatral estereotipos y prejuicios. A través de una decena de obras mostraba el grado de desconocimiento y la desvalorización de la cultura negra, así como una voluntad de silenciar la participación activa de esa comunidad en la construcción de nuestro estado-nación[4]. La imagen negativa de los negros que finalmente conduce a su invisibilidad por exterminio o blanqueamiento se ha construido a lo largo de nuestra historia por distintos agentes sociales quienes los presentaban como “brutales, poco confiables, taimados”, además de sucios y malolientes, solo aptos como sirvientes, mucamos y ordenanzas (Frigerio, 2006, 91) o como objetos de fantasías eróticas.

Dos obras de muy diferentes épocas, no comentadas en dicho artículo, reafirman los conceptos anteriores.

Los inquilinos, tal como lo señala Silvia Pellarolo (1997) se estrenó en medio de dos importantes acontecimientos de la vida política y cultural de  Buenos Aires: la huelga de inquilinos que movilizó a sectores populares e incluyó a los anarquistas, y el concurso teatral organizado por la empresa editorial Losada y el  teatro Comedia  ocasión en la que la obra de Trejo obtuvo el primer premio y paralelamente alcanzó éxito de público.

 Me interesa destacar que en el enfrentamiento de propietarios y la liga de inquilinos, entre los activistas sociales se destaca el negro  Baltasar, quien define su acción como un grito de libertad similar al del  25 de mayo y quía en los cánticos y consignas a los otros compañeros.  Compositor del  “Tango de los  Inquilinos”, genera la música y el baile propios del género saineteril, pero la letra contamina el ámbito festivo con el reclamo d de justicia y dignidad; es quien convoca a los vecinos a rebelarse en contra de la autoridad y con toda la comunidad festeja el triunfo final.  Tal vez, por primera vez, el negro n o aparece como el  “negro alegre”, ignorante o ingenuo, diabólico o lascivo que presentaba el tango, y se soslaya toda  aquella referencia paródico que las comparsas de los negros-blancos habían contribuido a consolidar.  La obra de Trejo le da no sólo presencia, sino voz.

Un siglo después, Jorge  Gómez coordina una creación grupal, El bufón de Rosas  (2004), pieza estrenada en  el circuito  off y seleccionada para los festivales de  mar del Plata y Azul. El dramaturgo  la resume en estos términos:

En la inmensidad de la pampa dos atores juegan a ser  Rosas y su bufón.  Rosas, exiliado en un corral, se niega actuar y con el ello al recuerdo. Eusebio lo punza en la memoria y obtiene  apenas unos fragmentos del pasado que justifican su existencia. En este vaivén, pendulan períodos de la historia que van de un aparente sosiego a un espiral de sucesos, a veces sangrientos. La fábula se repite cíclicamente y arrastra evocaciones que encarnan a los personajes y los transfigura en tiempo  y espacio sin saber quiénes son” (Entrevista de la autora,  8/9/2005).

 
El título ubica al negro en un espacio protagónico, contrafigura del polémico  Restaurador. Este negro que  Rosas intenta domar como a un caballo y al cual patea con sus botas o aporrea con el poncho, no es aquí un bufón que lo divierte, sino la  Voz  del  Otro que conduce la relectura de un período central de nuestra historia, es quien re instala y cuestiona la polémica polarización civilización y barbarie.  El personaje negro-bufón, ser deforme que abre la obra con una interpelación y la cierra con una orden, se desdobla en el segundo núcleo dramático en el cacique  Chocorí, quien le arrostra a éste el pecado de traición. Son precisamente esas voces enunciativas, tradicionalmente silenciadas, oficialmente marginadas, las que en esta obra estructuran los retazos del recuerdo, las que integran fuentes documentales con las ficcionales, las que nos desafía a revisar la historia.

Lo que producen Luisa Calcumil en el campo indígena, y Nemesio Trejo y Jorge Gómez -entre otros- al abordar el tema de la negritud, excede el campo de las reivindicaciones, abre la posibilidad de completar ese proceso dinámico que es la identidad y  borrar del imaginario la creencia  que los argentinos somos todos  blancos. (Continúa)

 




[1] Un antecedente fue Facundina (1983 de  Graciela Serra  dirigida por  Eduardo  Hall.
[2] Para este tema resulta insoslayable la lectura de los artículos de  Alfredo  A. Rogggiano, “Acerca de la identidad cultural de Iberoamérica (Algunas posibles interpretaciones) y de  Raúl  Dorra “identidad y Literatura” incluidos en  Yurkievich (1986).
[3] Todas las citas aparecen en  Zayas de Lima, 1998.
[4] Si bien dentro del repertorio tanguero hay abundante temática negra, la mirada desde el mundo blanco no hace sino reforzar estereotipos, salvo algunas posiciones reivindicatorias.

domingo, 2 de julio de 2017

Robespierre de Mónica Ottino se estrenó en Buenos Aires.



En este mes de julio la obra se estrenó en el teatro Andamio 90 de la ciudad de Buenos Aires. En un blog anterior me referí brevemente a cómo se había gestado esta propuesta que involucra distintas lenguas y culturas y cómo la autora dejaba abierta la posibilidad de relacionar un hecho ocurrido en Francia en el siglo XIX con el pasado y el presente de nuestra realidad. Si bien el texto nos sumerge en los conflictos que asolaron a la Francia de fines del siglo XVIII, también nos interpela a los argentinos del siglo XXI, y no sólo porque reconocemos vínculos directos entre el pensamiento de quienes promovieron nuestra independencia y los ideólogos de la Revolución Francesa (de quienes la precedieron y la continuaron), sino, fundamentalmente porque nos enfrenta a algunos dilemas aún hoy vigentes: qué es el pueblo, pueblo y burguesía son conceptos opuestos o complementarios, la ecuación revolución-violencia-crimen-anarquía, las relaciones entre la historia oficial y la vida cotidiana, la ideología como justificativo de las luchas fratricidas (“el pensamiento tiene siempre su eficacia”, afirmaba Hawthorne).

La puesta en escena logra subrayar este punto con pocos recursos pero altamente significativos (el muñeco ensangrentado, los fragmentos fílmicos proyectados) pero sobre todo con un perfecto tratamiento del espacio en el que los público y lo privado pueden exhibir su estrecha relación. Mónica Lleó, la actriz que encarna al protagonista, nos presenta a un Robespierre complejo -hombre atormentado que queda atrapado entre sus propias decisiones y el destino, político polémico, héroe y a la vez antihéroe que no puede escapar ni del mito ni de la historia­- de un modo tal que todos los matices confluyen en un único retrato.

El segundo punto para reflexionar tiene que ver con su concepción de los límites y posibilidades de imbricar historia y ficción.

Michel de Certeau define la historia como “una relación del lenguaje con el cuerpo (social) y por ende, también por su relación con los límites que instaura el cuerpo, ora en cuanto al modo del ámbito particular desde donde se habla, ora en cuanto al modo del tema diferente (pasado, muerte) de que se habla (1997, 47); es dar la voz a un silencio o su efectividad a un posible” (id. 55) instalada en una ambivalencia, al tiempo que se constituye como un lugar que delimita el pasado, “es una manera de dar cabida a un porvenir” (id. 69). Alejandro Giles, su director responsable también del vestuario y la iluminación marca con precisión estas relaciones: presencia del bilingüismo en cada una secuencias señalado tanto desde lo sonoro como desde lo visual, imbricación de la historia de vida del protagonista con su presente revolucionario (despojamiento de la peluca) y el destino de la revolución (posición central y frontal del personaje), futuro enunciado desde la corporeidad plena.

El diseño del programa es especialmente acertado ya que incluye desde lo iconográfico a lo textual las claves para sumergirnos en el espectáculo: en anverso, el rostro ( postura, gesto y mirada) de Lleó/Robespierre sobre la que se le antepone la opinión de Mirabeau: “Es un político peligroso, cree en todo lo que se dice”; en el reverso, repetición de la cita de Mirabeau,e inclusión al final de otra de Dantón “La opinión pública es una puta” sobre esa figura del tigre (símbolo de la cólera y de la crueldad, pero también de la oscuridad y de la luna nueva) que aparecerá asociada al protagonista.

La obra re-significa el pasado y ejemplifica el pensamiento del novelista sueco Henning Mankell: “La historia no es sólo que queda a nuestra espalda, también nos acompaña”. Sus estrategias discursivas (lo que piensa Robespierre, pero también lo que sueña) concilian la veracidad documental y lo ficcional asociado a la mentira o a la imaginación, la objetividad y el mito, los datos y las imágenes, la coexistencia entre el héroe y el personaje. Si bien coloca en el centro de la escena la figura trágica del protagonista, se aleja de la reconstrucción biográfica, y hábilmente lo despoja de elementos esos elementos fijos (inamovibles) suministra el mito y lo sumergen un una perspectiva histórica flexible (modificables) que le permite también instalar un interrogante sobre los que significa una “revolución, qué la causa y cuáles son sus consecuencias.

En el blog antes mencionaba señalaba cómo el nombre hipoteca desde su primera aparición el destino del personaje histórico al adquiere una “dimensión polifónica” que resulta de la superposición de lo que el receptor ha leído o le han contado. ¿Cuál será nuestra percepción de este Robespierre, contaminada por tantas fuentes (textos de historia –escolares y/o de investigación-, ficcionales -narrativa y teatro-, películas)? ¿Nos compenetraremos emocionalmente para comprenderlo o rechazarlo, o nos situaremos en una distancia crítica?

Después de asistir a su representación. Si el texto de Mónica Ottino invita al espectador a realizar sus propias lecturas sobre los protagonistas de la Revolución Francesa y sacar sus propias interpretaciones acerca de las consecuencias de la misma; la actuación de la protagonista es tan potente, creativa y convincente (tonos de voz, gestualidad, proyección de la mirada) que será muy difícil pensar en “otro” Robespierre que no sea el de Mónica Lleó.





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//Año II, n° 81//


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