martes, 25 de abril de 2017

Reflexión teórica y práctica dramatúrgica.


El dramaturgo  argentino Bernardo  Carey acaba de publicar Teatro, representación y otras yerbas (Buenos  Aires,  Nahuel  Cerrutti  Carol Editor,  Cuadernos para el arte, 2016, 84 p.) un volumen que reúne trece artículos, notas, bibliografía y referencias biográficas del autor.  Carey es sin duda, más conocido como  un autor dramático que aborda con  soltura y solvencia tanto la historia y el mito, y es capaz de recorrer el amplio arco que va del folletín a la ópera pasando por la comedia musical. Menos difundidos fueron su labor docente (fue el primer docente de Dramaturgia de la carrera homónima creada en  1993 en la Escuela nacional de Arte Dramático “Antonio Cunill  Cabanellas”) y sus trabajos de reflexión teórica sobre la historia del teatro y sobre los principales conceptos que la crítica contemporánea emplea para referirse al hecho escénico.
“Genealogías teatrales. Mimesis y personaje. La variación de dos invariables”,  artículo que abre este libro destaca,  en una primera parte, las relaciones entre la ciencia, la filosofía y el arte y entre rito y teatro, al tiempo que revisa  los conceptos de  zoe y bios referidos a  Dionisos y basándose en calificadas fuentes (Girard,  Frazer,  Murray,  Vernant, Bozal,  Rodríquez  Adrados) también  reflexiona sobre el sentido del doble y los alcances de la mimesis. Una segunda parte propone el análisis sistemático de ocho tipos de personajes en diferentes épocas y estéticas y justifica su preferencia como autor del  realismo crítico para sus personajes.
Una documentación pertinente orienta a Bernardo Carey en  el artículo “Palabra e imagen teatral”, lo que le permite fundamentar una serie de hipótesis sobre la desacralización del autor y la degradación de la palabra, los alcances de la imagen en los sistemas capitalistas y socialistas y la coincidencia de la palabra con la imagen en cuanto metáfora. En mi opinión, uno de los mayores logros de este ensayo es que junto con sus certezas sobre ciertos temas, instala una serie de interrogantes sobre otros. Más allá del punto de vista sostenido por el autor, al lector se “ve obligado”  a repensar sus propias posturas; tal  es el caso de  “Posmodernidad y crisis. El teatro frente a la globalización ¿Universalismo o provincialismo”, “La representación de la realidad ¿Totalidades o fragmentos”,  “Reacomodamiento de los roles en el teatro ¿Es posible un teatro sin autor”, “El problema de la verdad en el teatro ¿debe el teatro comunicar una verdad?”, “La situación actual del dramaturgo en el teatro actual ¿Teatro moderno o posmoderno”, y “Teatro ¿Una experiencia frustrada de Manzi?”. Este último aborda la conflictiva confrontación de dos términos, lo popular y lo culto, conceptos que, sin aparecer, informan un artículo  que sintetiza claramente un fragmento de la historia de nuestro teatro: “A propósito de la primera bisagra del teatro argentino. Autores de drama gauchescos, sainetes y revistas. Siglo XIX”.
Carey suma a esta perspectiva histórica, una perspectiva “política” más que “estética”, en “La crisis del relato, la crisis del personaje como entidad sicológica”, crisis en cuyo centro “estaría la desaparición del sujeto moderno como núcleo poseedor de la verdad y del sentido de la historia” (p. 31). El papel de la etimología a la hora de entender realidades actuales estructura “Teatristas fundamentales”; no es casual que cierre este artículo con las palabras de Carlos  Correas, profesor de filosofía que inspirara su obra teatral  Carlos  Correas, la voluntad de vivir, obra estrenada en el  Teatro del Pueblo y publicada en el  2014.
Finalmente, resta referirme a dos artículos que se centran en la vigencia del mito y su relación con el teatro y la historia: “Brujas. El estigma” e “Historia, mitologías y su resplandor en tres o cuatro obras recientes”. Explica el éxito de la primera no por las actrices que la representaron  en numerosas temporadas, ni por la dirección, sino por la fábula  que recrea  el mito de “la víctima propiciatoria”, “el chivo emisario”; pero además ofrece una implacable mirada sobre la recepción a-crítica de los espectadores.  Tal como lo declara el autor, ahondó  luego en el tema  para encontrar una genealogía que lo  “ayudara en la comprensión del mito y su teatralidad  (p. 57), lo que le permitió, a su vez, comprender algunas obras de autores nacionales. En el segundo de los artículos antes citados, sus reflexiones teóricas e históricas sobre las cosmogonías, los ritos y el mito alumbran su interpretación de Monos con navaja, de Luis  Sáez;  El mal de la paloma, de  Omar  Aita; La escuálida familia, de Lola  Arias, Pájaros negros, de Helena Bamberg; y Ojos de ciervos rumanos, de  Beatriz Catani.
En resumen, Teatro, representación y otras  yerbas conforma un criterioso ensayo en el que se integran, los datos históricos y la presentación de problemas conceptuales de actual vigencia en el campo del teatro (pero que también afectan al campo de  filosofía, la sociología, la historia, la política y la economía), con las opiniones y creencias de un escritor/ dramaturgo, en el que conviven la teoría y la práctica.

www.goenescena.blogspot.com.ar// Año II, n°67 

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jueves, 20 de abril de 2017

Graciela González de Díaz Araujo y Beatriz Salas, brillantes compiladoras y críticas de la obra de Fernando Lorenzo


Dos calificadas profesoras e investigadoras mendocinas  proponen difundir el “universo teatral” de quien es considerado uno de los artistas mendocinos  más importantes del siglo XX, Fernando Lorenzo en  El universo  teatral de  Fernando Lorenzo. Los textos dramáticos y los espectáculos (Buenos  Aires, Instituto Nacional del Teatro, 2013.  Colección Historia  Teatral). Con este objetivo toman como punto de partida, más allá de las referencias biográficas y artísticas del autor mencionado, el comentario de sus textos dramáticos y sus puestas en escena (“nos proponemos ubicar la textualidad de Lorenzo  dentro del capo teatral local y nacional y evaluar la unidad de su obra en la concreción de recursos lingüísticos constantes, en la forma de encarar temática y formalmente las piezas a pesar de las diferencias estructurales” (p. 11). Del estudio preliminar caben destacar la solvencia, la claridad y la minuciosidad con las que ambas compiladoras analizan  cada uno de los cinco bloques que reconocen en la  producción del dramaturgo mendocino:  el teatro regional indigenista, el teatro histórico, el teatro épico de intertexto socio-político, el teatro del absurdo e  incomunicación con notas de crueldad, y el teatro del absurdo con notas de neogrotesco. Asimismo el rescate que realizan de las puestas en escena de Nahueiquintún, Los establos de Su Majestad, La conferencia,  y El concierto a fuego lento de la señora  Decroly  - dirigidas respectivamente por Walter Neira (1994), Carlos Owens (1973), Jorge Fornés y Elina Alba (1998), y Walter Neira (1990) - ofrece inestimables aportes: análisis modélicos de dichos textos espectaculares, una descripción detallada de los diferentes estilos de los directores que en las fechas citadas tuvieron a cargo los montajes, referencias ilustrativas de las instancias de circulación y  recepción de las obras de  Lorenzo, y una precisa contextualización (por ejemplo, el exilio forzoso de Carlos Owens en  1974 por la intolerancia y la violencia ejercidas por la Triple  AAA  comandada por el peronista López Rega).

Organizar una antología  resulta una aventura peligrosa, y el desafío encarado por las citadas autoras resulta especialmente atractivo porque es el producto de una atenta relectura  (las publicaciones  académicas anteriores sobre la obra de  Lorenzo realizadas por  ellas  lo comprueban), y organizan la producción del dramaturgo de tal modo que los textos, no sólo analizados sino incluidos en la segunda parte,  conformen un proyecto que permite leerlos como una obra  entera y única, a pesar de la diversidad temática que ofrecen.

Tanto la bibliografía como la cronología de las obras y los premios  funcionan como pertinentes vías de acceso para otros estudiosos interesados en el autor (fallecido en 1997) y/o el teatro mendocino.

Una reflexión aparte merece la presentación llevada a cabo en la sala Elina Alba de la ciudad de Mendoza hace pocos días. El artículo del periodista  Fausto  J.  Alfonso publicado en la web el  02-04-2017 resulta insoslayable para quienes no pudimos asistir a ella. Su autor eligió un título provocativo “Lorenzo, la Cheli y los jóvenes viejos”, inspirado en la película de Rodolfo Kuhn. Quien fuera creador y director de la revista mendocina UBU Todo  Teatro entre 1991 y el 2001 y hoy editor responsable de El pacto del Fausto, apunta hacia un problema que excede el hecho puntual de una presentación de libros: la ausencia de artistas mendocinos jóvenes en esa convocatoria demostraría  “que la historia del teatro mendocino está generacionalmente fracturada”, que el desinterés y la indiferencia ante una publicación que ubica a Fernando Lorenzo en el sitio de honor que le corresponde en la historia del teatro de Mendoza (y yo me atrevo a afirmar que de la Argentina) revela que pueden ser calificados como “jóvenes viejos” que “hoy esquivan el bulto de los antepasados y no tienen más referencia que la autosuficiencia”. 

Pero, por lo que se afirma en ese artículo, podemos creer que se trató de una presentación notable en la que se integraron naturalmente la investigación académica y la práctica teatral, lo multimedial y lo cinematográfico (exposición del documental de Ulises Naranjo sobre  F. Lorenzo), las experiencias subjetivas y la divulgación. De dicha presentación participaron los directores Walter Neira y Gustavo Casanova, la “pluriartista” Vilma Rúpulo y los  actores Laura  Bagnato, José  Kemelmajer y Jorge  Fornes. Que la profesora Graciela Díaz Araujo (la Cheli) fuera la coordinadora fue, sin duda, uno de los grandes aciertos, no sólo  por haber sido una de las autoras del libro sino porque es quien más conoce de la historia de la actividad teatral de los últimos cincuenta años en su provincia, tal como puede apreciarse de la lectura de sus numerosas y calificadas publicaciones. Y la ausencia de teatristas jóvenes denunciado por Alfonso instala como otro “problema” del teatro (me atrevería a afirmar “argentino”, no sólo mendocino): nuevas generaciones incapaces de mirar con interés un pasado inmediato.
 
 
 
 
 

miércoles, 12 de abril de 2017

VIGENCIA DE CIERTOS PARADIGMAS DE LA MODERNIDAD A PROPÓSITO DE EL CRUCE SOBRE EL NIÁGARA Y TERESA (II).

En un blog anterior (“Teatro y religión en el S. XXI”, a. I, N° 48, 18/12/2016) reflexionaba sobre la posibilidad y la pertinencia de retomar temáticas que tuvieran que ver con valores religiosos, espirituales o éticos. De modo, para mí, sorprendente, en el 2017 se estrenan espectáculos que, en distintos géneros, abordan la vida de San Francisco de Asís. Una de ellas es la de Mariano Moro Pobrecito. Francisco de Asís, ofrecida en el Teatro Tinglado. Su otra obra, nominada al “Estrella de Mar 2015”, presentada en nuestra capital en el 2016 y en gira por diferentes conventos en España, ha sido actualmente repuesta en Patio de Actores, y sobre ella voy a referirme.

El autor explica en su comunicado de prensa cuál es la temática y la poética de su obra:

Siglo XVI, plena Inquisición. Las hogueras arden y su principal combustible son las mujeres. Una de ellas, levita. Esta mujer tiene la tremenda osadía de liderar una revolución en la Iglesia en un mundo claramente liderado por los hombres. Esta mujer escribe, y sus palabras simples y llenas de ternura trascienden su época para acertar en el blanco de nuestros tormentos, pero también nos muestran un camino para superarlos. Sobre sus propios escritos, “Teresa” es un recorrido poético por la espiritualidad de Santa Teresa de Ávila, su experiencia mística, su defensa de las mujeres, sus conflictos con la jerarquía eclesiástica, con la Inquisición (que la procesó dos veces), con su propia sexualidad, su debilidad por alguien en particular. Teresa es todo eso y más. Una gran escritora de la lengua castellana, única entre las plumas del Siglo de Oro Español, la primera doctora de la Iglesia, la primera mujer en escribir su autobiografía. La actriz nos mira a los ojos, nos habla a nosotros y nos traslada a otro tiempo y lugar, a la España conventual del Siglo XVI, al punto de hacernos sentir que vivimos allí al menos por un rato, participándonos de su luz genuina, alejada de todo formalismo dogmático, y centrada en la más profunda y auténtica búsqueda de la Verdad. 

El dramaturgo maneja a la perfección la relación entre poesía y teatro -su otra obra, Alfonsina y los hombres, es un claro ejemplo-; a lo largo de su labor como director artístico del Teatro Auditorium de Mar del Plata-Centro Provincial de las Artes y al frente de grupos independientes, los montajes de obras de Lope de Vega y Calderón le proporcionaron un dominio del lenguaje y estructura rítmica del español de la época; accede con naturalidad a un nivel místico, sustentado en una etapa anterior por el conocimiento de universo religioso revelado en la escritura de un texto anterior, Jesucristo. Todo ello contribuye a que este unipersonal pueda ser juzgado con criterios artísticos. La voz, la gestualidad, los movimientos y los desplazamientos por momentos coreográficos de la protagonista potencian las palabras (de Santa Teresa y del dramaturgo). Victoria Moréteau -actriz y bailarina- y Mariano Moro autor y director también de espectáculos de teatro danza- confluyen en el diseño de un espacio en el que el discurso religioso se aúna en una clara situación de interdiscursividad con el discurso amoroso. La protagonista transita por todas las gamas tonales, no como una exhibición de oficio, sino como el medio que le permite desarrollar y combinar lo expresivo (los tormentos interiores de Teresa, sus dudas) con lo informativo (datos biográficos, la situación de la mujer, la realidad conventual), y lo apelativo (tal como lo propone el texto, el discurso a las otras hermanas del convento; y tal como lo propone la marcación de la puesta en escena al público concreto que asiste al espectáculo. 

Este también puede ser juzgado con criterios “extraartísticos”: una reconstrucción fiel y detallada de la época y el lenguaje, que permite acercarse a un plano que roza no sólo religioso sino lo sociopolítico y la construcción perfecta de una heroína del siglo XVI que al mismo tiempo se impone con una total vigencia a quienes hoy defienden la lucha por la libertad de las ideas y la igualdad de oportunidades para las mujeres. 

Como mostraba en el comentario precedente acerca de El cruce sobre el Niágara, en plena posmodernidad, el teatro sigue mostrando –tanto en la instancia de la creación como en el de la recepción- que ciertos paradigmas de la modernidad continúan aún en pie

Ficha artístico técnica:

Dramaturgia y Dirección: Mariano Moro. Actúa: Victoria Moréteau. Diseño de vestuario: Santa Teresa de Ávila. Stage manager: Natalia Dia. Diseño de iluminación: Mariano Moro / Victoria Moréteau. Diseño gráfico: Daniela Delacroix. Fotografía: Mariano Moro / Adolfo Rozenfeld. Prensa: Simkin & Franco


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miércoles, 5 de abril de 2017

VIGENCIA DE CIERTOS PARADIGMAS DE LA MODERNIDAD A PROPÓSITO DE EL CRUCE SOBRE EL NIÁGARA Y TERESA (I)


En marzo de este año dos obras teatrales, El cruce sobre el Niágara, del dramaturgo peruano Alonso Alegría, y Teresa, del autor y director argentino Mariano Moro, se reestrenan en Buenos Aires en dos teatros alejados del circuito “comercial”, pero que tradicionalmente convocan a numeroso público, El Tinglado y Patio de Actores, respectivamente. Ambas obras, al margen de las diferencias estructurales y estilísticas que las definen, revelan elementos significativos elementos comunes: la elección de un personaje histórico notable por sus cualidades y opciones vitales y la utilización de símbolos que funcionan como “dimensión humana creadora de sentido” (Aniela Jaffe) y como respuesta a esa pérdida del sentido de la existencia que desde mediados del siglo XX exhiben y proclaman dramaturgos de diferentes países y culturas.


El cruce sobre el Niágara (premio Casa de las Américas 1969), fue presentada en países europeos y americanos, se reestrena en esta oportunidad bajo la dirección de Eduardo Lamoglia, quien optó por organizar rítmicas secuencias de diálogos -subrayadas con la música de Sergio Vainikoff y la iluminación de Sebastián Crasso - y condensar la acción (frente a otras puestas cuya duración aproximada era de 1hs. 20, esta se completa en 1 hora). Decisión acertada al tener como protagonista a Raúl Rizzo cuyo dominio vocal y gestual captura literal y simbólicamente al espectador. Los diferentes estados de ánimo por los que atraviesa su personaje (desazón, euforia, soledad, dudas, certezas) y la variedad de situaciones por las que atraviesa (triunfos, engaños, desafíos, momentos de reflexión) se manifiestan en un juego en el que alterna lo claro y directo con lo sutil y lo ambiguo; su discurso verbal y su trabajo corporal (la voz es manejada efectivamente como prolongación del cuerpo) diseñan un espacio que marca un interior cerrado pero también un exterior que se expande; potencia así cono su energía y su manejo de la técnica la propuesta escenográfica de Sabrina López Hovhannessian. El contrapunto que Rizzo establece con su joven partener Álvaro Ruiz, tal como lo propone Alonso Alegría, contribuye a dirigir la acción desde la exposición hasta el climax y la resolución, generando en la recepción una nueva perspectiva que implica una real comunicación y un posible toma de conciencia. Es el lugar de la catarsis, la que tiene lugar porque ambos actores asumen un final con el suficiente dominio actoral que impide que quede reducido a una moraleja. La catarsis aparece así como una reafirmación de lo vital y de la capacidad del hombre en renovarse y permanecer[1]. A 120 de la muerte del equilibrista francés[2], el actor Raúl Rizzo brinda, tal vez, el mejor homenaje.

En el programa de mano aparece casi con el valor de un subtítulo “…una obra romántica para atreverse a volar”. Lo cual me lleva a reflexionar en qué sentido el director asume la idea de “romanticismo “, y a cuál de los tres tipos de romanticismo adhiere[3]. La obra subraya el carácter excéntrico y narcisista del protagonista, la relación entre la ciencia y el arte, la actitud del hombre libre frente a la naturaleza, el desafío de ir siempre “más allá” en el de por sí arriesgado cruce en el que para el héroe no hay vuelta atrás, pero sí transformación; la utilización del mito como instrumento del diseño de un mundo poético, y el empleo claro el símbolo del “rio” (originariamente ambivalente) en el sentido de “fuerza creadora de la naturaleza y del tiempo” (Cirlot). Tanto el texto como la puesta en escena rescatan lo mejor del romanticismo, el bucear en la historia pasada en busca de un sujeto capaz de realizar actos heroicos (una gesta), lo que permite afirmar la importancia de la fuerza de un individuo en su tarea de reafirmar la libertad interior en la lucha naturaleza/espíritu.


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[1] James Joyce definía así las dos notas de la catarsis (piedad y  temor) : “Pity is the feeling which  arrests the mind in the presence of whatsoever  is grave and constant in human sufferings and unites it with the human sufferer. Terror is the feeling which the mind in the presence of whatsoever is grave and constant in human sufferings and unites it with the secret cause”. Esta frase ha sido ya citada por Thomas  B. Markus y por Michael Stugrin, pero considero pertinente volver sobre ella.
[2] De sus datos biográficos señalamos que  cruzó por primera vez en 1859 a la edad de  35 años a  49 metros de altura y que luego repitió esa hazaña en diferentes oportunidades pero  con nuevas dificultades; tal como lo relata el texto dramático, con los ojos vendados, transportar a una persona sobre su espalda, en determinado momento subirse a una silla, o cocinar una tortilla en el centro del recorrido
[3] Navas  Ruiz (El romanticismo español,  Anaya, 1970) reconoce tres tipos de romanticismo: el que trabaja lo histórico como pretexto más que como objeto; el histórico político movido por el amor a la libertad, y el arqueológico, que busca una especie de resurrección.