Guillermo Heras entiende al
director como un autor del espectáculo a partir de la creación de un texto
dramático proporcionado por un autor de la propuesta literaria y encarnada por
unos actores que se convierten en
autores del denominado personaje
teatral.
Helena Tritek legitima este
aserto. Crea una nueva y al mismo tiempo, verdadera, Filomena Marturano. Se reconocen las principales marcas que definen la dramaturgia
de Eduardo De Filippo, su pertenencia al realismo italiano
y su filiación con el teatro popular napolitano que lo precediera y con el que
convive, pero también su superación en lo que se refiere al modo en que
elabora la fijeza de roles y la presencia del melodrama.
Asimismo se reconocen las huellas
que la directora deja en sus puestas en escena. Sabe leer el texto como un
sistema y no se conforma con representar una fábula, aparentemente, sencilla. Maneja
el tiempo, a partir de una sabia
combinación de ritmos que va desde lo vertiginoso a la inmovilidad; potencia
las cualidades de los actores de modo que al mismo tiempo destacan sus
individualidades conforman un ensamble; captura al espectador sin recurrir a la
artificiosidad o a la espectacularidad;
trabaja sobre el principio de la
organicidad de todos los lenguajes que operan en la escena. En esta
oportunidad, creo que supera la versión
fílmica: se atreve a jugar con el empleo de gags, en una mini- escena con las
mucamas, pero no se refugia en la pura
comedia, sino que dosifica adecuadamente los momentos dramáticos, y
hasta se hace espacio para la crítica, al subrayar a partir de su trabajo con
la protagonista rémoras patriarcales, sumisiones y humillaciones femeninas.
He aquí donde entra la conjunción
de talento y oficio de la actriz Claudia
Lapacó. Supera el realismo que supone interpretar a una ex prostituta,
que desea legitimarse como esposa para poder completar su rol de madre, en
una Italia conservadora y patriarcal, a partir de la creación de un campo de
fuerza emocional que lo trasciende. Convierte la escena en una atrapante
situación teatral y concreta la hazaña de redoblar la apuesta a medida de que
se suceden las escenas: una mirada cómplice al público, el canto regocijado
junto con la palabra musitada, un tránsito de lo cómico a lo dramático sin
fisuras y sin contradicciones: a lo que
desde un punto de vista racional puede resultar artificial, en esta ficción
escénica Lapacó lo convierte no sólo en verosímil, sino en absolutamente coherente
habida cuenta de cómo diseña a su personaje.
Antonio Grimau imprime a su
Doménico de los gestos culturales que marcan al hombre, sin caer
nunca en estereotipos ni en énfasis superfluos, y compone un personaje
que en ningún momento remite al que en su momento nos ofreciera Marcello Mastroianni, sino que parece encarnar al Domenico que cada lector imaginó cuando lee el texto. Y su
actuación nos replantea un problema a la hora de “evaluar” la actuación: qué
significa ser buen actor (o excelente actor, o un actor único); tal vez esa
cualidad en Grimau pasa, en parte, por
su estilo –término polémico y hasta
ambiguo- pero que aquí revela una dosificación exacta entre su personalidad y
la que emana de la construcción que realiza a partir del texto.
Como cita a lo que mostraba el realismo
italiano (o según otras calificaciones, el neorrealismo), el resto de los personajes encarnan en sus
apariciones en escena diferentes tipos de la sociedad napolitana de su momento (la
enfermera, la mucama y el abogado); con el mismo criterio aparecen los tres
hijos exhibiendo, además de su personalidad, su profesión (escritor, sastre y plomero); pero quienes
tienen a cargo la interpretación de esos personajes (Natalia Cociuffo,
Milagros Almeida, Abian Vainstein,
Ignacio Pérez Cortés, Victorio D´Alessandro y Matías Mayer,
respectivamente) soslayan la seguridad que ofrece reiterar la macchietta heredada sobre esos roles y
dotan a los “tipos” que propone el autor y los enriquecen con sus propios
códigos actorales
La versión de Dany Mañas tiene la
virtud de alcanzar un equilibro entre ese texto fuente lejano en el tiempo y en
lo cultural (la lengua y cultura italianas
presente en los primeros descendientes de las distintas corrientes
inmigratoria no está incorporada con la
misma intensidad en aquellos que
nacieron en los ´60 y ´70, y que también forman parte de los espectadores). De
tal modo, el lenguaje y la organización de las secuencias permiten tanto un
(re)conocimiento del mundo evocado que aparentemente nos es ajeno, como de la
sociedad en la que estamos inmersos.
El tratamiento del espacio, una
escena a la italiana, que sin embargo
permite que el público sea
envuelto por la representación y dota a la escenografía propuesta por Eugenio Zanetti, única y fija, de un claro
valor simbólico, mientras que la música y canciones -la impecable ejecución al
piano de Matías Mayer y la hermosa voz de Milagros Almeida-
aparecen como un guiño a la nostalgia aunque también como una clara cita de la
vigencia de lo popular.
El teatro, como celebración de la
vida. Así puedo resumir a esta Filomena Marturano,
que por obra y gracia de Helena Tritek y
sus actores, se convierte en un punto brillante dentro del panorama escénico
argentino actual
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