lunes, 25 de julio de 2016

JORGE PETRAGLIA, IN MEMORIAM.


Mi título remite expresamente al del artículo que el 20 de marzo del 2004 publicara en La Nación el crítico Ernesto Shaw a pocos días de la muerte de este artista “In memoriam, Jorge Petraglia”. Allí destacaba fundamentalmente dos aspectos: las cualidades morales que lo distinguieron y el talento como actor, producto de dotes naturales- como su voz- y de un permanente trabajo que tendía a la perfección y la excelencia. Para la periodista Olga Cosentino

“La composición de personajes mayores que su edad real iba a definir casi su perfil actoral de Petraglia a lo largo de su carrera. Su expresividad facial y, sobre todo, su fina percepción de las actitudes físicas y psicológicas que reclama cada personaje hacía que se pensara en él a la hora de componer alguna criatura de particular complejidad”. (“El adiós a Jorge Petraglia”, Clarín, 16 de marzo de 2004).

A los 60 años del estreno en Buenos Aires de Esperando a Godot, de S. Beckett -apenas dos años después de su estreno en París- y en él desempañó el papel de Pozzo compartiendo el escenario con quien fuera un motor importante en el Instituto Di Tella, Roberto Villanueva, y el escenógrafo Pedro Leal Rey, este artículo está pensado como homenaje a un hombre de teatro que vivió con pasión, trabajo, e integridad moral su vocación artística. Sin concesiones a lo fácil o lo inmediato.

Lo entrevisté en tres oportunidades. La primera en 1982, en ocasión de la redacción de uno de mis primeros ensayos sobre el teatro argentino, y para el que, generosamente cedió la foto que ilustra la tapa del Relevamiento del teatro argentino (Bs. A., Rodolfo Alonso, 1983). En ese texto puede apreciarse cómo Petraglia siempre estaba en la vanguardia, afrontando los riesgos de lo nuevo, pero sin caer en la improvisación. Precisamente en mayo de 1965, el Centro de Experimentación Audiovisual inició sus actividades teatrales con el estreno en nuestra ciudad de Lutero, de J. Osborne, bajo su dirección. Una propuesta original para esos años, en la que los actores aparecían desplegados en el amplio escenario en forma de friso sobre un fondo de proyecciones. Antes de la representación los espectadores tenían acceso a un audiovisual ilustrativo con reproducción de la época y un texto explicativo de Jorge García Venturini. Su interés por la experimentación también se manifiesta en otra obra de S. Beckett, Krapp (1968), en la que utiliza directamente, quizás por primera vez en escena, el grabador; y optimiza de manera integral los diferentes medios técnicos de avanzada con que contaba el instituto Di Tella en sus puestas de1968, La duquesa de Amalfi, de Leal Rey y 1969, Los enanos, de H. Pinter (op.cit. p 167).

La segunda entrevista, tuvo lugar en 1988, en la que conversamos sobre su trayectoria, y cuyo contenido apareció en mi Diccionario de Directores y Escenógrafos del Teatro Argentino (Bs. As., Galerna, 1990). Allí se encuentra descripto de manera detallada su itinerario como director a partir de la fundación del teatro Universitario de Arquitectura en 1949, pero además sus reflexiones sobre el origen de su vocación:

Todavía recuerdo cuando, a los cinco años, me llevaron al Colón para ver una representación de Falstaff. Aquel despliegue de decorados, luces, sombras y gente en movimiento me deslumbró de tal manera que, por mucho tiempo traté de reproducir con los elementos que tenía al alcance de la mano, una suerte de maqueta del escenario del Colón (op. cit, p. 233).

Reconoce como enriquecedora su temprana experiencia en la Cia. Barrault- Renaud y como autores fundamentales en materia de teatro a Beckett y a Pinter, cuyas obras va a montar en los ´50 y los ´60 respectivamente. Recuerda el estreno mundial en el T. Colón de Don Rodrigo (1964) como un hito: “Fue como completar un ciclo, el escenario que por primera vez me maravilló de chico convertido en mi lugar de trabajo” (p. 234); y por supuesto, su paso por el Instituto Di Tella, en cuyo escenario descubrió el talento de Griselda Gambaro, con su montaje de El desatino (1965). Sus innovaciones se manifestaron en todos los ámbitos: en 1975, en El timbre, del compositor Juan Carlos Zorzi, utilizó por primera vez el país a actores y bailarines doblados por cantantes ubicados a un costado del escenario. Y sobre su triple experiencia como director, docente y actor afirmó:

“En principio no creo que se pueda enseñar nada. Yo creo que se aprende, sobre todo en una disciplina artística. Picasso decía que la técnica es lo único que no se aprende y yo estoy totalmente de acuerdo con eso. Lo que sí tengo son objetivos precisos y planificaciones amplias. El actor debe ser un instrumento lo suficientemente afinado y templado para el transmitir con la mayor justeza posible el mensaje fundamentalmente humano que alguien tiene la necesidad de comunicar a sus semejantes. El teatro es el medio adecuado para logar ese objetivos” (p. 235).

En ocasión del II Congreso Iberoamericano de Teatro “América y el teatro español del siglo de oro” (Cádiz 1996), comenté la versión de Fuenteovejuna que Petraglia realizara en 1984 para festejar los 25 años de la Comedia Cordobesa y el reingreso a la democracia. Previamente a esa puesta, había dirigido en 1961 Numancia, tragedia cervantina hasta entonces desconocida por nuestro público, sobre la adaptación que Rafael Alberti realizara en 1937. Su montaje revela los criterios que regirán sus futuras puestas de teatro clásico español: emplear masas corales y/o ballet –nunca como decoración o fondo-, evitar la reconstrucción arqueológica, aproximarse a la sensibilidad contemporánea en el vestuario, caracterización y escenografía, evitar la exactitud histórica sin desvirtuar el pensamiento del autor, enfocar ciertos problemas desde una óptica argentina. Petraglia buscaba instalar dese el comienzo mismo del espectáculo un clima denso, de recelo por parte de los campesinos, y de prepotencia en el comendador y su tropa, y por ello elige un tono deliberadamente apagado – vestuario en el que predominan las gamas de pardos y grises, en la escena del recibimiento del Comendador- y soslaya aquellos pasajes que en el original buscaban un alivio cómico a la tensión dramática. También deja de lado la lucha del grupo de nobles contra los Reyes Católicos y elige la escena del Consejo de Fuenteovejuna como punto de partica y racconto de la historia. La elección del texto se había debido a que “constituye un fenómeno de afirmación democrática y de libertad en el que único protagonista es el pueblo”[1], por ello en su versión multiplica a las Laurencias y las distribuye en la platea como símbolo de la figura femenina protagonista de la resistencia civil; mientras los actores deambulan entre el público y sus voces parten desde distintos espacios, algunos espectadores quedan involucrados como el pueblo de Fuenteovejuna al ser ubicados en el mismo escenario. Este se continúa hacia la platea por medio de rampas, por un gran espacio circular inclinado transitan las masas corales, y sobre altos andamos, los tronos de los Reyes, sugieren la existencia de un poder omnipresente.

En nuestro tercer encuentro, en su departamento, poco antes de su muerte, me mostró los cuadernos de dirección, de sus numerosísimos trabajos como director. Verdaderas partituras marcaban luces, efectos sonoros, cambios de vestuario, desplazamientos espaciales, y hasta la gestualidad sugerida a partir del texto. Desconozco el destino de esos cuadernos, y lamento mi imposibilidad de reconstruirlos. Sólo me queda este homenaje.



[1] Las referencias bibliográficas y un análisis pormenorizado aparece en “Proyección del teatro el siglo de oro en el teatro argentino en las últimas cuatro décadas”, América y el teatro español del siglo de oro, Cádiz, Servicio de Publicaciones, Universidad de Cádiz, 1998. Pp. 315-325

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