Los espectadores que tuvimos la oportunidad de asistir a la representación de Rogelio Gracia en El Camarín de las Musas nos encontramos con un intérprete capaz de encarar un complejo unipersonal de Will Eno con un notable grado de excelencia .
El texto propone una aguda reflexión sobre el hombre y el mundo, una indagación sobre la condición humana, donde los principales temas (el dolor, el amor, la soledad, la (in)comunicación, del deterioro, la muerte) se enlazan e irradian a partir de una aparentemente simple historia de un niño y un perro.
Rogelio Gracia subraya los contornos variables y por momentos caóticos del hombre, su búsqueda de orden, tal como lo propone el texto (recopilar lo narrado, relacionar las secuencias), pero lo enriquece con su dominio de la técnica actoral y una auténtica sensibilidad. Por momentos actor que representa a un atormentado personaje (Pain, “dolor”), por momentos, un performer que atraviesa la cuarta pared e interpela al público con interrogantes y reflexiones que tienen que ver con el puntual hecho de la representación (¿me siguen?, ¿me comprenden?, ¡qué pacientes son conmigo!), pero también con esa condición humana antes señalada (¿cuándo acabo la infancia?). Voz y cuerpo que se modulan según esté sumergido en un automatismo síquico, o en el ejercicio real del pensamiento, en la más absoluta desesperanza y soledad o en la posibilidad de la comunicación y de un futuro sin el lastre del pasado. De allí su cuidado trabajo artesanal con las palabras, potenciando sentidos posibles.
También invita a los espectadores a recorrer los distintos caminos del humor y a reconocer la función de la magia que revela aquella conocida idea aristotélica que las cosas se diferencian en lo que se parecen.
Es realmente un auténtico co-creador del texto, porque - como afirmaba Ernesto Sábato al referirse al creador “el único lenguaje del artista es el viviente, el lenguaje en que se vive, se ama y se muere, el lenguaje de la pasión y de la verdad del hombre concreto”.
La puesta en escena acierta en todos sus aspectos: el director Lucio Hernández utiliza una serie de elementos simbólicos que orientan desde el comienzo la lectura del espectáculo. Los sonidos de los pasos en la oscuridad y el canto del protagonista (el hombre que atraviesa oscuridad varios momentos de su vida, su canto como tranquilizante); la luz que empieza a surgir a medida que la palabra hablada invade el espacio (la luz y asociada a la verdad –o verdades); la cita beckettiana de los zapatos con los cordones desatados colocados al costado del sillón, los bolsillos volcados y el pantalón con el ruedo descosido, los pies descalzos del actor. Antes de la función, el programa de mano (foto de Robert Yabeck) en su anverso y su reverso señalan la fragmentación (unos dedos, una parte del rostro) y la convivencia de opuestos (saco, camisa y corbata que contrastarán con esos pantalones deteriorados y la desnudez de los pies); y a lo largo de la misma, la iluminación de Rosina Daguerre marca con precisión las distintas secuencias y cambios de tipo de discurso Es acertada, igualmente, la opción por el predominio del color negro (paredes y vestuario) como símbolo de la etapa germinal, como fase preliminar, pero también del tiempo y de lo inconsciente, de lo oculto y que puede remitir tanto a la magia como al carbono (material químico preponderante en nuestro organismo, como lo señalara Jung).
La economía el empleo de los de los objetos los vuelve más significativos. Así, el libro sobre la mesa (¿Obras completas de Shakespeare?) funciona para a los receptores como compendio de la humanidad, y para el actor en guía ineludible.
El subtítulo de la obra (basado en nada) adquiere un nuevo significado hacia el final del monólogo y el apagón que hace desaparecer “mágicamente” al actor y al espectador invitado al escenario. Los matices y el ritmo que Rogelio Gracia impone a su discurso nos sumergen en la profunda ambigüedad que propone la obra. Como lo afirmara en 2005 el crítico Dan Bacalzo, es Tom Pain ¿una reflexión sobre la frustración? ¿un ejercicio sobre la inutilidad? ( es mi traducción).
Mérito compartido del autor y del actor es que el receptor traslade esos interrogantes del campo de la escena al campo de la propia vida.
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Año IV, n° 168
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