En marzo inició su tercera temporada en El Galpón de Guevara el musical Lo quiero ya (libro de Marcelo Caballero y Martín Goldber, y música y letras de Juan pablo Schapira). La respuesta del público y el reconocimiento de la crítico (Mejor Musical Off/ Mejor Dirección Premios Hugo 2018) explican su permanencia. El texto propone una lúcida -y tal vez por ello ácida- sobre el mundo tecnológicamente desarrollado en el que se ven inmersos “los millennials”.
Toda la puesta en escena (coreografía, música, escenografía y actuación) apuntan a subrayar la falta de armonía en las relaciones interpersonales a pesar de las intermediaciones, consejos e indicaciones que se reciben a través de diferentes dispositivos, la dependencia absoluta respecto de dispositivos cada vez más sofisticados, la falta de libertad ante esa aplicación del celular por la que un asistente personal las veinticuatro horas “los ordena, los aconseja y los guía para alcanzar sus metas” (Informe de prensa).
“Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia” sostenía Arthur C. Clarke: el espectáculo parece confirmar este aserto a través de los textos de las canciones, el monólogo y los diálogos. Pero estos no son los únicos canales en que el mensaje es transmitido.
Las proyecciones sitúan el contexto el espacio urbano hipertecnificado, la coreografía utiliza lo grupal como figuras en la que los cuerpos se entrechocan y se empujan cuando se presenta una situación que involucra lo colectivo, o protagonizan vertiginosos desplazamientos individuales que la precisa iluminación de Marcelo Caballero subraya, a través de una escenografía de elementos corpóreos como cita de circulación laberíntica o camino de cornisa. Los actores, emisores de parlamentos en ocasiones superpuestos remiten a la incomunicación (no hay posibilidad de escuchar, salvo la aceptación acrítica de una voz de ese asistente personal) y en varios casos a la agresión, o la indiferencia ante aquel humano que decide desear un buen día. Se abordan distintas situaciones típicas: entre otras, la joven médica condicionada por un trabajo que la lleva a dormir sólo si cuenta con fármacos, actrices que participan de un casting para integrar un elenco (simbólicamente se trata de La casa de Bernarda Alba, un mundo cerrado y la imposibilidad de la comunicación), personas que después de correr y mantenerse permanentemente ocupados intentan infructuosamente relajarse en un bar o en clases de yoga. En todos los casos el teléfono aparece como prolongación natural del cuerpo y su pérdida es sentida como una extirpación. La palabra que resuena casi como un leit-motiv es “angustia” y la canción final a cargo de todos los integrantes del que explicita el deseo profundo de estar en un lado diferente al que les toca vivir, consagra una mirada escéptica.
Sin embargo otros aspectos de la puesta se abren a otras líneas de lectura, lo que en mi entender convierte a Lo quiero ya en una producción de primera línea y un musical atípico dentro del panorama nacional. Hay un mundo tecnificado, pero la música no es grabada: Franco de Paoli, Pablo Barone y Gabriel Mathus en vivo la ejecutan en batería, bajo y guitarra, respectivamente; frente al espacio aséptico y uniforme que propone la escenografía de Vanessa Giraldo, el vestuario -creado por Marina Paiz- en su diversidad implica un rechazo a la masificación, el empleo del teatro dentro del teatro reafirma en su autorreferencialidad la posibilidad de ir sobrepasar el dominio de dispositivos, virus, programas o spywares.
Frente a una realidad de cerebros que parecen haber sido afectados por una sobrecarga, autores y directores convocan a catorce actores a celebrar el teatro como un punto de encuentro en el que el público se convierte en receptor y activo partícipe a nivel intelectual y emocional desde el momento en que ingresan a la sala, comienza la música, se inicia la performance y apagan sus celulares.
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Año III, n° 172
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