La presencia y el éxito del musical en los escenarios porteños tiene una larga data, si bien con distintas características. En las décadas del ´30 y el ´40 Tita Merello, Juan Carlos Thorry, Tito Lusiardo, María Ester Gamas, entre otros, sobresalían como actores cantantes y bailarines en cada uno de los cuadros hasta la apoteosis del final feliz en el que intervenía toda la compañía. Una de las vertientes surgida por esos años también se caracterizaba por la aparición de una sátira social aguda y penetrante. En los ´60 se impone el modelo de la comedia musical estadounidense “cuya composición sonora está orientada tanto a duplicar la espectacularidad que propone el vestuario y la coreografía, como reforzar el clímax, exaltando los núcleos textuales” . Con fidelidad al modelo de origen se presentan -por citar sólo algunos-, Sugar, La mujer del año, My fair lady, El beso de la mujer araña y Cats.
En los 70, Pepe Cibrián propone espectáculos propios que siguen la estructura del music- hall que permite la improvisación y luego apuntó a realizar adaptaciones de novelas y biografías de personajes históricos con el concurso de músicos que componen esencialmente para la escena: “la música se encuentra al servicio del gran espectáculo, es la clave de la seducción que se ejerce sobre el público” . Precisamente en los 60 y los 70 se ofrecen dos versiones de Los Fantástickos. Juan Rodo protagonista y director vocal de la actual puesta este año así las describe: “…Osvaldo Terranova la hizo en 1962, con Osvaldo Pacheco, Luis Medina Castro, Mabel Manzotti y Gui Gallardo. Se montó en el Teatro Florida que era un teatro de burlesque, y después de esta obra hubo un florecimiento de los musicales. La otra versión, de 1977 se hizo en el Liceo, con dirección de Franklin Caicedo, con Oscar Ferrigno. Esa versión que era una producción de estudio no fue tan buena porque fue playback. Le fue bien; pero la anterior había sido muy exitosa”. El director Diego Ramos y Juan Rodó aciertan en todos los aspectos, la elección del elenco, del traductor apropiado y del pianista; el manejo del espacio que puede considerarse limitado a la hora de montar un musical, y el empleo de los elementos corpóreos. Todo lo anterior confluye para subrayar aspectos de la obra que apuntan a la teatralidad, a la narración de una historia y en la que la música propone ritmos y texturas sin necesidad de “hipnotizar” al espectador (Dirección musical de Hernán Matorra). Y logran que una obra en la que la autorreferencialidad no distancia sino que genera empatía. Juan Rodó, barítono que en numerosos musicales desempeñó papeles protagónicos vuelve a confirmar su calidad vocal, su facilidad para comunicarse con la audiencia, inteligentemente ocupar el centro de la escena sin opacar al resto; narrar, organizar la escena y él mismo ser elemento ficcional.
Los actores (Jorge Priano, Mariano Musó, Luis Levy, Sebastián Codega, Manuel Di Francesco y Gustavo Monje) exhiben dominio del oficio y carisma, perfecta dicción y ductilidad para transmitir emociones. El humor tiene un lugar protagónico, aunque en realidad la puesta revela sus aristas y variables mecanismos. El que encarna al Indio Mortimer hábilmente juega con los límites entre las nociones absurdo/familiar, ficción/realidad y reúne la comicidad objetiva como portador de la nariz clownesca con la comicidad subjetiva de las bromas con las que hace cómplice al espectador, mientras quien representa al viejo actor compone a la perfección a aquellas cabezas de compañía que en medio de la decadencia siguen apostando por el teatro y por Shakespeare; conmuta la primera impresión de lo ridículo en una entrañable evocación de aquellos artistas vocacionales, filodramáticos que transitaron por el país.
Tal como lo señala Juan Rodó - también a cargo de la dirección vocal-, el director “trabajó mucho para que cada uno tuviera marcado su color distintivos”. Eso se verifica también en la actuación de “los padres”. Se soslayan los estereotipos y los actores crean personajes con marcas propias. Si bien ambos operan desde lo lúdico tal como lo propone el texto, el de la joven subraya el rebote humorístico de las situaciones, mientras que el del pretendiente elabora cuidadosamente sobre esa especie de lo cómico que es “la engañosa apariencia”. El mimo evade los lugares comunes del género y dota a su funcionalidad en el progreso de la acción una dosis de elegancia y sutileza. Eluney Zalazar en su papel de Luisa (Julieta) combina un perfecto dominio del canto con potencia interpretativa; Emmanuel Degracia (Romeo) manifiesta una gran destreza en las coreografías y habilidad para transitar con naturalidad distintas emociones.
Los objetos crean atmósferas poéticas, como en la secuencia en la que el mimo coloca verdes ramas sobre las cabezas de los enamorados; en ese mismo sentido opera la iluminación. Los telones que se despliegan en el pequeño tablado colocado en el centro del escenario, la rústica escalera, los pocos elementos corpóreos que se transportan y el vestuario confluyen para construir una representación que remite a las compañías itinerantes con mucho de juglarescas de tiempos pasados, al tiempo que la música en vivo (el pianista a la derecha del público) es cita de los espectáculos de músico-hall. Los Fantastickos es un excelente ejemplo de cómo las versiones de espectáculos extranjeros pueden ser internalizadas e interpretadas, y gracias al talento de quienes intervienen en la puesta en escena convertir “lo ajeno” en “lo propio”.
Año III, n° 173
No hay comentarios.:
Publicar un comentario