domingo, 27 de agosto de 2017

ANNA SCANNAPIECO PROTAGONIZA EL AMANTE DE LOS CABALLOS.


Dirigida por Lisandro Penelas, responsable también de la  adaptación del texto de  Tess  Gallagher, la actriz logra convertir su presentación en un unipersonal modélico.
La precisión del director y la acertada elección del espacio se potencia con el oficio y la sensibilidad de Anna, quien efectivamente (re)crea el texto, al otorgarle su propio ritmo, dosificarlo con adecuados silencios, visualizar lugares a partir de su encuentro con los objetos, transitar diferentes etapas del tiempo desde su voz, la que opera como “la fuerza material que pone en movimiento, dirige, detiene”[1], y enriquecer la historia con sus desplazamientos circulares que conducen a un espacio al mismo tiempo, local y mítico. La conexión con su abuelo, amante de los caballos y su padre apostador existencial, también trasciende lo individual y familiar por la seducción generada en quienes habían entrado en contacto con ellos.  Y es precisamente el trabajo corporal de la actriz el que permite visualizar un universo mágico en el que la ebriedad, la locura y la danza se mueven entre lo cotidiano y la desmesura, entre el rito colectivo y la ceremonia privada.

La escenografía de Gonzalo Córdoba Estévez es mucho más el marco escénico; le permite a la protagonista lograr aquello a lo que Gastón Breyer apuntaba: descubrir las íntimas conexiones que unen al hombre con los lugares y con las cosas; descubrir, verificar y presentar los sutiles y hondos momentos de la función de habitar. La selección de dos objetos (citados/representados) es la adecuada por la síntesis y la significación: el árbol y el caballo. Árbol, símbolo de la vida  y la regeneración, árbol como eje del mundo, árbol de la vida y de la ciencia (conocimiento de sí mismo); caballo, símbolo del movimiento cíclico de la vida, de los deseos exaltados y el instinto.
La breve narración del cuento basada en una historia familiar, genera, empero, un encadenamiento mucho más complejo. En principio el texto revela cómo la evocación de un abuelo susurrador que encantaba caballos y un padre que seducía a las personas con su sola presencia desafiando ambos toda lógica, le permite a una joven descubrir y definir su propia identidad, que podo tiene que ver con el mundo racional y ordenado que la circunda; las palabras, tonos, movimientos, gestos, y desplazamientos de Anna Scannapieco, no sólo imponen imágenes potentes y sugerentes, sino que  la convierten en una narradora que simbióticamente adquiere las dotes mítica de los personajes masculinos citados, y encanta con sus “susurros” y su presencia al espectador, lo doma y lo seduce y lo transporta durante cuarenta y cinco minutos a ese mundo mágico propuesto por Tess  Gallagher.
Este unipersonal vuelve a plantear un interrogante: ¿contar es sólo “decir una historia imaginaria para divertir”? El contar de Scannapieco /Penelas es mucho más: implica pensar, imaginar, rememorar, “crear mundos, vínculos, deseos, esperanzas”[2], y combina equilibradamente la memoria concebida a partir de la emoción con la reminiscencia evocada a través de la razón. Esas son algunas de las razones por las que considero a este un espectáculo modélico.
www.goenescena.blogspot.com.ar
a. II, n° 92
pzayaslima@gmail.com


[1] Beatriz Trastoy y Perla Zayas de Lima, Lenguajes escénicos, Buenos  Aires, Prometeo Libros, p. 189.
[2] Beatriz  Trastoy,  Teatro autobiográfico, Buenos  Aires,  Nueva Generación, 2002, p. 177.

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