Dirigida por Lisandro Penelas, responsable también de
la adaptación del texto de Tess
Gallagher, la actriz logra convertir su presentación en un unipersonal
modélico.
La precisión del director y la
acertada elección del espacio se potencia con el oficio y la sensibilidad de
Anna, quien efectivamente (re)crea el texto, al otorgarle su propio ritmo,
dosificarlo con adecuados silencios, visualizar lugares a partir de su
encuentro con los objetos, transitar diferentes etapas del tiempo desde su voz,
la que opera como “la fuerza material que pone en movimiento, dirige, detiene”[1],
y enriquecer la historia con sus desplazamientos circulares que conducen a un
espacio al mismo tiempo, local y mítico. La conexión con su abuelo, amante de
los caballos y su padre apostador existencial, también trasciende lo individual
y familiar por la seducción generada en quienes habían entrado en contacto con
ellos. Y es precisamente el trabajo
corporal de la actriz el que permite visualizar un universo mágico en el que la
ebriedad, la locura y la danza se mueven entre lo cotidiano y la desmesura,
entre el rito colectivo y la ceremonia privada.
La escenografía de Gonzalo
Córdoba Estévez es mucho más el marco escénico; le permite a la protagonista
lograr aquello a lo que Gastón Breyer apuntaba: descubrir las íntimas
conexiones que unen al hombre con los lugares y con las cosas; descubrir,
verificar y presentar los sutiles y hondos momentos de la función de habitar.
La selección de dos objetos (citados/representados) es la adecuada por la
síntesis y la significación: el árbol y el caballo. Árbol, símbolo de la
vida y la regeneración, árbol como eje
del mundo, árbol de la vida y de la ciencia (conocimiento de sí mismo);
caballo, símbolo del movimiento cíclico de la vida, de los deseos exaltados y
el instinto.
La breve narración del cuento
basada en una historia familiar, genera, empero, un encadenamiento mucho más
complejo. En principio el texto revela cómo la evocación de un abuelo
susurrador que encantaba caballos y un padre que seducía a las personas con su
sola presencia desafiando ambos toda lógica, le permite a una joven descubrir y
definir su propia identidad, que podo tiene que ver con el mundo racional y
ordenado que la circunda; las palabras, tonos, movimientos, gestos, y
desplazamientos de Anna Scannapieco, no sólo imponen imágenes potentes y
sugerentes, sino que la convierten en
una narradora que simbióticamente adquiere las dotes mítica de los personajes
masculinos citados, y encanta con sus “susurros” y su presencia al espectador,
lo doma y lo seduce y lo transporta durante cuarenta y cinco minutos a ese
mundo mágico propuesto por Tess
Gallagher.
Este unipersonal vuelve a
plantear un interrogante: ¿contar es sólo “decir una historia imaginaria para
divertir”? El contar de Scannapieco /Penelas es mucho más: implica pensar,
imaginar, rememorar, “crear mundos, vínculos, deseos, esperanzas”[2],
y combina equilibradamente la memoria concebida a partir de la emoción con la
reminiscencia evocada a través de la razón. Esas son algunas de las razones por
las que considero a este un espectáculo modélico.
www.goenescena.blogspot.com.ara. II, n° 92
pzayaslima@gmail.com
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