Esta
obra se nos revela como un ejemplo sorprendentemente atípico, por varias
razones: es apta para ser leída, para ser representada, para ser modificada –
según lo plantea el propio autor-; está destinada
a receptores de diferentes edades
(adolescentes, jóvenes, adultos), y resulta pasible de ser representada en
cualquier tipo de circuito, y encarada por actores profesionales o amateurs. Un
antecedente en este sentido lo constituye otro libro de Sergio García Ramírez
realizado en colaboración con Kado Kostzer, Versiones
y diversiones, que apunta tanto –
así lo expresa este último- a los alumnos de talleres de actuación como a “todo tipo de lectores y amantes del
teatro”.
La
lectura de la introducción nos depara la primera sorpresa: en plena
posmodernidad, el autor se atreve a explicitar que se trata de una pieza con
“mensaje” producto de experiencias personales y ajenas. Nos acercamos así a
un concepto de teatro como paideia, como una educación entendida como el producto de
la conciencia viva de una norma que permite a una sociedad crecer y
desarrollarse material y
espiritualmente, un teatro que funciona como “principio formativo”
(Jaeger)
La segunda
sorpresa nos la ofrece el texto:
una inteligente combinatoria de ficción, historias de vida, confesiones e
imaginación. Con maestría, el dramaturgo enlaza dos planos: la reunión de un grupo de apoyo y las experiencias que relatan y recrean los diferentes
integrantes. A lo largo de los tres
actos, a interacción de los participantes del taller con quienes los dirigen
describen, definen y/o redefinen las
conflictivas situaciones personales generadas por el empleo del cigarrillo como
paliativo de inseguridades, angustias y miedos. Los paratextos (palabras
introductorias, lista de personajes, didascalias), nos revelan la convivencia
de una vocalización tanto externa como interna, al no sólo describir las
acciones de los personajes sino sus
pensamientos, sentimientos y percepciones
El
discurso se mantiene siempre cerca de la
oralidad y lo cotidiano, pero combina diferentes registros: el humorístico, el
emotivo, el pedagógico. Lo primero aparece condensado en el personaje de Yoli, la sirvienta “tanguera” quien y
reúne contradicciones esenciales como
rudeza y lucidez; precisamente el autor la coloca en la apertura y cierre del primer acto para amenguar la dramaticidad de las
primeras escenas y sus “monologuitos”, y en el cierre del segundo; también
posee aristas humorísticas el personaje
de la vecina que participa en la pelea en el ascensor entre vecinos fumadores y
no fumadores.
El
diminutivo aplicado a los monólogos debe
aplicarse sólo es pertinente si lo aplicamos a su extensión, ya que en ellos el
dramaturgo logra optimizar diferentes
discursos (humor y autocrítica en la
confesión de los fracasos personales, pasión frente al poder del enemigo a
derrotar, distanciamiento paródico o
irónico que revela miedos,
desorientación, tristeza) y configurarlos como núcleos sobre los que encabalga las distintas situaciones
dramáticas.
Lo
emotivo apunta a la identificación entre el locutor y el destinatario y este
último es llevado a experimentar e
involucrarse en la situación y la perspectiva del primero. Platón prescribía:
“No se debería ir a la verdad sino con toda el alma”; el autor apuesta a eso, y
a través de entrañables personajes, como Luis, Oscar, Néstor o Mabel, nos abre la puerta a su intimidad, a su
experiencia de vida, a pero también a la naturaleza humana en general.
La
ambigüedad queda anulada y el contexto lingüístico y el cultural de los
destinatarios son tenidos en cuenta de
modo tal que el mensaje sea recibido de modo inmediato; en este sentido deben
entenderse los enunciados que Austin denominara constatativos y performativos
– y que pertenecen a Tito y
Graciela (los coordinadores); como ellos e autor observa, proyecta y
advierte. A través de esos dos personajes busca “construir una verdad” que
las acciones y el discurso del
resto de los personajes no hacen sino
constatar; en consecuencia los
destinatarios no sólo recibirán un “saber” (el cigarrillo destruye), sino que
serán motivados a un “hacer” (no
comenzar o dejar de fumar)
Si
nos atenemos a las declaraciones de Sergio García - Ramírez, su experiencia fue
semejante en algunos aspectos a la que revelan sus personajes, y como dramaturgo
asume el desafío de combinar identificación con distancia, subjetividad y
objetividad (recordamos la frase de
Bajtín en la que señalaba que el expresarse a si mismo significaba
“hacer de sí mismo un objetos para los otros y para sí”). Pero, asimismo, el
trabajar con la palabra propia y la ajena: el autor reformula tanto las
reflexiones y anécdotas recibidas por parte de sus compañeros en el taller de
autoayuda, como las expresadas en las conversaciones con los alumnos en
distintas escuelas. Y en este punto es que la labor dramatúrgica alcanza su
mayor acierto: sintetiza y “teatraliza” el discurso del otro, pero, al mismo
tiempo es capaz de reproducirlo en los
términos en los que se produjo, logrando así,
un perfecto equilibro.
A
pesar de la importancia que adquiere el mensaje
nunca se abandona la teatralidad y el autor no sólo asume
la autoría o la adaptación de las historias que presenta, sino que - sin
duda fruto de su larga trayectoria como escenógrafo y vestuarista-deposita en
la luz y el sonido el diseño de un espacio en el que naturalmente ambos planos
se integran. Las imágenes referidas al decorado y los trajes revelan una visión
escénica global que muestra las distancias y relaciones. Las acotaciones y las imágenes proponen una nueva
relación con lo cotidiano –
específicamente las causas y efectos del un vicio difundido y aceptado
socialmente como el del cigarrillo- a
partir de un inteligente utilización de la polifonía enunciativa propia del
teatro. No cabe duda que nos hallamos en presencia de un excelente autor que
además es capaz de adoptar la mirada unificadora de un director de escena.
Para establecer
contacto con el autor:
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