Un
6 de agosto de 1971 moría Germán Rozenmacher. Ese día, mientras esperaba el
nacimiento de mi primer hijo releía en la clínica Requiem para un viernes a la noche. Desde entonces, Rozenmacher se convirtió en un
referente importante en mis investigaciones por esta razón absolutamente
subjetiva y personal, pero también por los valores que fui encontrando en su
dramaturgia. En 1989 fui partícipe de la compilación Teatro argentino de los ´60 (Bs. As. Corregidor), con el artículo sobre
la producción teatral de GR, cuyo título rescato hoy, a cuarenta y cinco años de su deceso. En esta
oportunidad aspiro a que algunas de las
ideas desarrolladas allí tomen una nueva dimensión y se reconsidere la importancia
de Rozenmacher dentro del panorama teatral argentino.
GR
y la generación realista de los ´60.
Algunos de los puntos
que determinan la existencia de una
“generación” según Petersen, permiten asociar a Rozenmnacher con la
generación realista del 60: la coincidencia de nacimiento, el trato humano, el acontecimiento o experiencia
generacional, el caudillaje; coincidencias parciales en los otros dos ítems:
homogeneidad de educación y lenguaje
generacional.
Esto último implica un
primer interrogante: ¿hasta qué punto se adscribió al realismo?
Por una parte, en una
de sus declaraciones en 1964, afirmaba:
“Lo
que yo busco es expresar la verdad. Yo quiero escribir de la misma manera que
el hombre de ciencia: trabajando sobre la realidad. El problema está en lograr
ese momento delicadísimo en el cual hablar de uno es hablar de todos. Tampoco
quiero hacer panfletos o dar soluciones; sino, como decía Chejov, dar un correcto enfoque de la
realidad”.
Por otra, dos textos: Requiem para un viernes a la noche (RVN,
1964) - y Simón Brumelstein, el caballero
de Indias (SB, 1970) parecerían sobrepasar esa declaración de principios ya
que, desde una primera lectura, las dos
obras nos presentan la apasionada búsqueda de la identidad. Le urge mostrar
dramáticamente el mundo judío, tanto el que corresponde al primer grupo
inmigratorio, como al de sus hijos nacidos en el país. El conflicto de sus
protagonistas David y Simón, respectivamente, se concentran en cómo conciliar su “ser judío”, con “ser de
aquí”.
El dramaturgo no busca
la reconstrucción de un referente social, político o histórico, sino -como lo
desarrollamos en el libro citado, pp. 125 y siguientes- presentar la dramática
opción que los protagonistas deben realizar respecto del pasado: aceptarlo,
rechazarlo, recrearlo o huir de él. A
diferencia de sus compañeros de generación con los que colaboró en la redacción
de El avión negro, es factor determinante un presencia familiar
que implica relaciones afectivas profundas; tampoco aparece como preocupación central en la vida
de sus personajes, el reconocimiento social a través del dinero o la profesión,
sino la obsesión por hallar respuestas de orden metafísico y religioso, que le
permitan reconocer y construir su propia identidad personal. No son personajes
abúlicos que se dejan arrastrar por las cambiantes circunstancias
–característica que los críticos ya han señalado como características de los “antihéroes”
diseñados por los dramaturgos realistas de los
60- sino seres capaces de tomar decisiones en situaciones límites: dejar el hogar (David en RVN),
abandonar al ser querido y apartarse de la sociedad (Simón en
SB).
Como en el mundo
mitológico, los héroes (en este caso David y Simón) cruzan el umbral, primero
para encontrarse a sí mismos, y luego para encontrar respuestas que trascienda
lo real sensible y engañoso. Parten en la noche, hacia lo desconocido y dejan
atrás el mundo de los afectos (David: el padre y la madre; Simón, la mujer que
ama).
En RVN los padres,
respetuosos del orden antiguo quedan solos, aferrados al pasado y sin
esperanzas para el futuro ya que el hijo rompe la tradición al rechazar el
puesto de cantor sinanogal, no alcanza un título universitario y elige novia y
amigos que no pertenecen a la comunidad.
Su conflicto, cómo conciliar lo judío y lo porteño, no ser un “extranjero”. Por
su parte, el protagonista de SB está obsesionado por un pasado lleno de nobleza
y un presente marcado por la locura y la mentira. En su continuo viaje del delirio a la cordura, es visitado por
seres reales (primo, esposa, siquiatra, enfermeros, comerciante) y por seres de
la fiebre y el delirio un soldado de Solís, su padre, el rabino, el monje, su
abuela) su mundo onírico. No puede ser del lugar de sus abuelos y sus padres,
pero tampoco puede ser de acá. Por eso elabora su propio sueño de grandeza: ser
el descendiente de los primeros
Brumelstein que fundaron este país, ser un caballero de Indias y optar
por el manicomio, antes que volver a un mundo en el que se vive “sin voces y sin culpas”. En su lucha por
erradicar imágenes engañosas los personajes se debaten en medio de la opacidad
de lo real a causa de la ambigüedad de los signos. Pero no hay en Rozenmacher
“ceremonia de la frustración”, sino agonistas que no vacilan en realizar “el
cruce del umbral”.
También se aparte del
realismo en la utilización de signos
escénicos que no tienen por función exclusiva o principal representar un lugar
determinado que reproduzca miméticamente un referente fácilmente reconocible. Escenografía
y objetos participan del desarrollo del conflicto y desencadenan el desenlace a
través de trasposiciones metafóricas, adjudicación de valores simbólicos y
desplazamientos semánticos que en el caso de SB se localizan simultánea y
ambiguamente entre el pasado y el presente, el interior y el exterior, el cielo
y la tierra, la locura y la sensatez, el espíritu y la materia, lo vivido y lo
soñado. Y esta doble imagen de objetos y personajes opera como el símbolo de la
ambivalencia esencial en todos los seres.
Presencia de objetos
que sirven para contener algo (cofre,
caja de música, caja de vidrio, valija baúl) símbolos de la exaltación
imaginativa, pero también del vientre materno; la cruz impuesta en los espacios
reales y en los sueños y alucinaciones; el oro como elemento esencial del tesoro
escondido, la pura luz en un campo religioso, o el “cuarto estado” (la glorificación); las filacterias
cuyo significado y función se explica en el Deuteronomio (6,4-9 y 11,13-2), y
los retratos familiares concebido como “el espejo diacrónico de la familia”
(Baudrillard). En RVN el dramaturgo trasgrede una de las propuestas del
realismo- naturalismo: la ausencia de la cuarta pared, y propone una imagen
final simbólica de velas extinguidas multiplicadas en los espejos de una casa
que simboliza refugio para los mayores y cárcel para David.
En el caso de SB, Simón aparece estrechamente conectado con
objetos simbolizan diferentes mundos y valores aparentemente irreconciliables.
Por su actividad
teatral, sus propias declaraciones, por su deseo de asimilar una estética
realista que le permitiera descubrir y trasmitir su búsqueda de la verdad,
Rozenmacher pertenece a la generación realista del 60. Pero RVN y SB lo separan
de esta y contribuyen a delinear la especificidad de un teatro que presenta
como conflictos importantes que atormentan a sus personajes lo metafísico y lo religioso, apuesta a la elaboración de un
contexto escénico que da relieve a las potencialidades simbólicas de los objetos,
y que propone, la organización de la acción escénica a partir de una relación
aleatoria de los sucesos con personajes y objetos, y una preferencia por los objetos “biográficos”
(Violette Morin), que forman parte de la intimidad activa de quienes los
poseen. No hay representación artificial de una determinada realidad
extratextual sino la explotación de dos características de los signos icónicos no verbales: la movilidad
y la ambigüedad. Con estas obras, German Rozenmacher se sitúa, entre realistas
y absurdistas como un dramaturgo originalísimo, capaz de combinar
magistralmente diálogos propios de la cotidianeidad con un discurso asociado a la alta cultura, y organizar formalmente
tos los medios de expresión de modo inconfundible.
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