lunes, 27 de abril de 2020

JUAN CARLOS GENÉ DENTRO DEL PANORAMA TEATRAL ARGENTINO Y LATINOAMERICANO (II)





RITORNO A CORALLINA fue escrita en Caracas y Bogotá entre julio y noviembre de 1991 y estrenada en Venezuela y en España (en el marco del Festival de Cádiz, 1992) en “homenaje a cuantos vinieron alguna vez a hacer la América”. Un taxista italiano -los taxistas en Caracas eran en su mayoría italianos arribados a principios de la segunda mitad del siglo XX- se construye una Italia personal y reproduce en Venezuela, ante la imposibilidad del regreso, una patria que siente como propia, la Italia; y así como la pequeña Iglesia de San Ponciano en su pueblo natal, posee murales atribuido al Giotto, él, Franco Di Fiore, inspirado por Leonardo pintará murales, dejará a la posteridad el legado de su arte y contribuirá a que también el Nuevo Mundo tenga un legado que entregar a la generaciones futuras.

Ante esta historia “verídica” de italianos (se podría haber tratado también de canarios o portugueses), la más venezolana de sus producciones (pero que podría tener por escenario a México a la Argentina), Gené afirma que en ella aparecen mitologías internas propias: “El personaje también soy yo”. Es un Franco que vive en el exilio, que ha debido romper con los vínculos familiares, recomponer, rearmar su vida, y para quien el arte se convierte en un arca de salvación, el espacio en el que se pueden depositar gozosamente las “fantasías y obsesiones”. El protagonista es el inmigrante derrotado en sus sueños de triunfo, quien en su juventud veía en Venezuela una “piccola Veneza, “un´Italia piccolina e tropicales; un´Italia ardente dove noi possiamo prendere il futuro colle nostre mani”. Y este personaje es quien al final de su vida elige un doble exilio, interno y territorial, en el que su enorme capacidad de sublimación le permite a través del arte la afirmación de su identidad (identidad entendida como posibilidad de permanecer él mismo pese a las transformaciones producidas por la historia personal como por la colectiva).

El Renacimiento italiano no es vivido por Franco como complacencia melancólica con el pasado, sino como estímulo para la construcción de su yo desde el arte, sino como resistencia frente a la sociedad que lo rodea y que funciona como prodigiosa máquina destinada a excluir a los diferentes y que condena al silencio y al olvido el discurso del loco. Es que para ser diferente basta con hablar otros idiomas, tener otro acento o llevar otras ropas, y, en un mundo regido por el éxito económico, la opción por el arte es una especie de locura.

La presencia del hijo determina que sus recuerdos sean removidos al primer plano de su memoria y pase revista a momentos importantes de sus últimos cuarenta años: su nuevo casamiento en Venezuela, el trabajo duro y alienante la política económica que le cierra la posibilidad de una regreso a la patria, la muerte de su compañera, los desencuentros generacionales y culturales con el hijo y la nuera.

Las apariciones de Corallina, su primera esposa (por momentos, desdoblamiento de la Dolorosa) y las intervenciones de Salustiana (poderosamente sensual y a la vez poderosamente mística) le permite a este (ex)taxista- filósofo-artista (discípulo de Leonardo Da Vinci, otra de sus apariciones) penetrar en esa zona sagrada, donde lo inmaterial es visible, las alucinaciones se entrecruzan con los ensueños, donde el Paráclito -como dice la oración- padre de los pobres, dador de las gracias, lumbre de los corazones, envía desde el cielo un rayo de su luz. Para Franco, pintar “el sol sobre el plumaje del Espíritu”, terminar “el único retrato auténtico del Espíritu”, le dará acceso a la santidad y a la dicha, y podrá alcanzar con Corallina, la “bienaventuranza”. Por eso, aparece instalado en una “antiquísima, ruinosa y polvorienta capilla abandonada y por sí misma perdida en algún postergado camino”, cercada por “paisajes ardientes y arenosos, poblados de cardones y de chivos solitarios”.

El arte “naif” de las pinturas murales de una “visualidad desbordante con opulencias tropicales, fondos selváticos, flores rutilantes y frutos desconocidos en profusión fantástica” contribuyen a revelar la esencia dl continente americano. Un imbricado tramado de opuestos: civilización y barbarie, historia y naturaleza, barroquismo y elementariedad, religiosidad y paganismo, oscuridad y luz cegadora, racionalidad y locura. En este heterogéneo espacio pictórico, signo del espacio social sudamericano y del universo histórico en el que se inscribe el texto, aparecen pintadas también figuras que simbolizan las dolorosas historias personales de Franco, su mujer y su hijo, Salustiana y la Señora. Quienes habitan la capilla han creado un adentro opuesto al afuera; a ese adentro pertenecen la libertad, la locura, lo sagrado, el arte, y es el ámbito propio de las virtudes máximas, la fe la esperanza y la caridad. Al afuera pertenece Pascual, el triunfador, el poseedor de bienes materiales, fruto de una sociedad indiferente injusta y condenatoria, que vigila y castiga a los que no se ajusta a sus normas. Por eso es que Salustiana lo confunde con un policía.

Al comienzo de la acción, ella realiza una danza pagana cargada de sensualidad mientras reza, acompañada por los sones de un armonio y un especial resplandor dorado en el sagrario que desaparecen con la llegada de Pascual; en el final, protagoniza una nueva danza en círculos mágicos mientras vuela el Paráclito. Este sincretismo católico-pagano alejado de toda “ratio” es presentado como verosímil, como la única solución “razonablemente” posible y deseable.

Desde el principio, y a lo largo de toda la obra, los espectadores, como Franco y Salustiana, ven y oyen a la Señora; sólo Pascual, el hijo que viene de afuera, no puede hacerlo, resulta excluido de la visión, del conocimiento de la verdad. Para él, el mundo de la capilla, el adentro es misterioso. Pero a pesar de su afirmación en la racionalidad, en el dominio de los acontecimientos (cuenta con el apoyo de las autoridades, de la policía), no puede evitar que lo Otro negado (o al menos, excluido) lo acompañe inexorablemente con su sombra y se constituya, a la vez, en su remordimiento y su verdad fundante. Por ello, al final de la obra, no sólo puede abrazarse y reconciliarse con su padre, sino descubrir y reconocer con todos sus sentidos a Corallina, dialogar con ella en un acto de comunicación perfecta en el que ambos hablan la misma lengua. Ha tocado el plumaje del ave, sobre él se cine una luz nacarada: está “inspirado (en el decir de la Señora), ha entrado “en razón” (en el decir de Salustiana).

En este conflicto de espacios, un afuera y un adentro que representa, respectivamente, los territorios de la razón y la locura, la opción es abandonar el lugar hostil que cosifica y conquistar otro que lo dignifica. Este último se jerarquiza al convertirse en espacio de reconciliación; el otro queda relegado al fuera de escena.

Gené, preocupado por hallar un vehículo que lo conecte con los receptores, elige el despojamiento y la sencillez, la poesía de las palabras y el lenguaje corporal en un espacio escénico que reúne simultáneamente, lo cotidiano y lo milagroso, lo cristiano y lo profano, la razón y la locura, la vigilia y el ensueño; crea una atmósfera en la que conviven la ternura y el humor; y transitando una íntima historia de amor, revela algunos de los mecanismos sociales de nuestro continente, las contradicciones y fracasos de la modernización, que en Venezuela y en muchos países americanos aparece como un proceso socioeconómico polémico y poco confiable


AÑO V, n° 217






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