En la Sala CELCIT, lugar que hace década convoca a los mejores teatristas latinoamericanos, la bailarina, actriz e investigadora Cecilia Hopkins vuelve a mostrarse como una de las artistas más creativas de la escena argentina contemporánea. Su indagación permanente sobre el teatro, la danza, la música y la plástica, y la unión imbatible de T-T (Talento y Trabajo) convierten a La memoria de Federico en un espectáculo perfecto y cautivante. Esto es lo que primero que puedo escribir al regreso de la función. Lo que sigue es el intento de justificar (y explicarme a mí misma) qué lo hace perfecto y cautivante.
En la entrevista de Hilda Cabrera (“Ritos para una ausencia. La memoria de Federico de Etelvino Vázquez”), Hopkins nos informa que se trata de una versión de la pieza original creada en el marco del Proyecto Xirgu-Lorca y ganadora de Iberescena -a modo de coproducción. En una primera versión estrenada en España, el autor encarnaba a Lorca; en Argentina se ofrece como unipersonal en el que Cecilia Hopkins encarna a Federico, a Margarita y a los personajes femeninos lorquianos.
Si bien Hopkins destaca la autoría de Etelvino Vázquez, “porque a él le corresponde la estructura del espectáculo” y es quien “aportó mayor cantidad de textos”, ella enriquece la dramaturgia con textos propios que hacen más “visible” la figura de Margarita Xirgu, incorpora materiales significativos para entender la popularidad y prestigio de García Lorca en la Argentina, como la carta firmada por intelectuales y escritores (entre ellos Borges), en la que repudiaban el asesinato.
Pero el aporte de nuestra actriz se extiende a un campo estrictamente teatral y abarca la música, el vestuario y la actuación. La selección musical que acompaña a cada uno de los fragmentos de las obras elegidas (La casa de Bernarda Alba, Mariana Pineda, Yerma, Bodas de Sangre, Doña Rosita la soltera) es una parte decisiva de la creación y responde, en este caso a un “pensamiento sonoro” de la puesta. No se trata sólo de recrear el mundo de García Lorca, sino de generar una lectura política. Las letras de las canciones y el momento en que fueron compuestas apuntan a este objetivo, logrado a la perfección con el encuadre que implica el silencio que impone Bernarda Alba en el comienzo del espectáculo y el canto de la actriz al cerrarlo[1]. El sonido alumbrado por su voz es siempre indicación de la vida interior de los personajes por ella evocados y genera una emoción semejante a la de quien contempla la tabla del Altar de Gante compuesta por los hermanos van Eyck, “Angeles músicos”.
El vestuario, cuyo diseño le corresponde, le permite explorar las posibilidades significativas que dicho elemento puede adquirir. Resulta notable, en especial, el que emplea en la secuencia referida a Mariana Pineda, en la que funciona como manto, mortaja, y bandera, o el vínculo creado “a través de la danza (…) entre un velo negro y una sombrilla como si fuese bandera” (Entrevista de Hilda Cabrera)
La obra lorquiana adquiere en la versión Vázquez-Hopkins un cariz político. Desde el inicio una Bernarda con su luto e imperativo de silencio no es sólo, como los sostiene Francisco Ruiz Ramón, “la hembra autoritaria, tirana, fría y cruel” sino el “instinto de poder de valor absoluto que niega la misma realidad”: es decir, nos introduce en lo que generó el franquismo, es su prefiguración; Yerma no es sólo la maternidad frustrada sino que –siguiendo el pensamiento de Carlos Rincón- expresaría la tragedia del pueblo español frustrado, no fecundado. Asimismo, la lectura que a partir de su actuación de Mariana, revierte aquella postura asumida por Díaz Canedo ( … Mariana Pineda es un fantasma que borda su bandera, no como signo de libertad, sino como poesía de amor; y sólo cuando comprende que en el alma de su enamorado triunfa el amor por la libertad por sobre el de ella, se transfigura y convierte en símbolo de la libertad misma”[2]) y la presenta como el símbolo de las palabras que aparecen en la bandera que borda y por lo que es fusilada: Ley, Libertad, Igualdad. La Madre de Bodas de Sangre es la mítica imagen de la tierra pero también símbolo de la opresión que ofrece la muerte (Parcas y Plañideras) como única salida al acto libertario; la eterna novia de Doña Rosita la Soltera confirma la situación de la mujer en una sociedad que juzga y reprime y cuya única libertad es la murmuración.
Su actuación incorpora de manera integral todo el entrenamiento realizado durante años en distintas disciplinas orientales: la posibilidad de disociar los movimientos de los distintos miembros del cuerpo, desafiar las leyes del equilibrio, no como exhibición de técnicas, sino como instrumento para su interrelación con el vestuario y los objetos; y un minucioso trabajo con las manos para subrayar expresivamente el discurso verbal. Asimismo su diseño espacial (en diagonal la silla con el vestuario donde encarna a Margarita y la valija con los testimonios que exhibe y comenta al público y un eje destinado a los personajes -fotos, cartas simbólicamente escritas en tinta roja-) le permite realizar un recorrido que simbólicamente cubre tiempos (pasado, presente y futuro), lugares (Europa, América), categorías (historia, ficción) y artes (poesía, música, canto, danza, teatro).
Con sentido de la proporción, sutiliza, gracia y energía, Cecilia Hopkins asume “el recuerdo del recuerdo” de Federico García Lorca y Margarita Xirgu. Mi deseo es poder asumir “el recuerdo del recuerdo” de un espectáculo que no debería ser efímero.
www.goenescena.blogspot.com.ar
año II, n° 99
[1]
En la citada entrevista declara: “Decidí
que las canciones debían ser puente
entre una y otra escena. Elegí “Tres Morillas” (o “La moricas de Jaen”) y otras
de la Guerra Civil, de las huelgas en Cataluña y el himno popular de los mineros
de Asturias “Santa Bendita”.
[2]
Crítica aparecida en El Sol, Madrid, 13 de octubre de 1927)
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