2. Historia como memoria, como diseño de lo identitario.
Historia como voz. Historia y política.
En trabajos anteriores mostré
como el teatro histórico puede ser entendido un subgénero
hipercodificado (Barthes, 1970) en tanto que implica lengua, obra,
literatura e historia, y suele llevar como marca la interdiscursividad, en
tanto capaz de imbricar el discurso histórico con el literario, el religioso,
el político y el jurídico, entre otros posibles. Lo intertextual -entendido
como marca de desciframiento- funciona en varios niveles, ya sea ratificando la
consagración de ciertos textos como fundacionales, ya sea mostrando cómo estos
se han vueltos insuficientes para nombrar la realidad. Los personajes, procedan o no de los textos
“oficiales”, aparecen contaminados tanto
en la instancia de la producción
como en el de la recepción por el mayor o menor grado de conocimiento
incorporado en el aprendizaje formal, la herencia de la tradición o por la
recepción de otras producciones artísticas
(literarias, escénicas, plásticas, escultóricas). Es decir, lo que
aparece inscripto en el extratexto global de la cultura funciona como una
predeterminación y contribuye a aventurar la identificación entre el concepto
de héroe y el de personaje.
En prólogos, declaraciones registradas
en los programas de mano y en entrevistas, los autores suelen explicitar sus
ideas sobre el texto ficcional, su relación con la historia, las fuentes
utilizadas, los objetivos buscados al elegir tal o cual personaje o determinada
época y, en ocasiones, hasta su filiación política. El empleo
de la cronología (nada haya tan real como las fechas) y la toponimia
refuerza ese efecto de realidad del
que hablaba el citado Barthes, al lograr un anclaje referencia en
un espacio verificable, subrayar el destino del personaje y condensar roles.
Se instala el concepto de Verdad. Se espera del autor autenticidad y
objetividad y a la obra verosimilitud (concordancia con el patrón de
pensamiento del espectador). La idea que este tiene del héroe en cuestión tiene
que corresponderse con las acciones internas y externas del personaje creado;
consciente o inconscientemente el receptor se inclina a imponer criterios de
veracidad cognoscitiva a los enunciados ficticios, a pesar de que la
ficcionalidad está claramente manifestada tanto en la publicación (subtítulos
como “drama histórico”, “pieza histórica”, “estampa”), como en la
representación (lista de actores y personajes del programa de mano). Confluyen
así términos considerados opuestos: la verdad (la historia) y la mentira (la
ficción dramática) -términos que aparecen invertidos en las obras inspiradas en
el revisionismo- y también tareas disímiles: un ordenamiento de hechos
acaecidos que rescaten y respeten el criterio de causalidad
(la historia) y una conexión con lo real, mediada por la imaginación (la
ficción dramática).
Mientras para Barthes, el discurso histórico no sigue la
realidad sino apenas la significa, Hayden
White ve a la historia como una
“protociencia”; por su parte, Borges revela cómo la historia realiza una
selección arbitraria de datos entre los múltiples que la vida le ofrece, por lo
que más que de historia cabría hablar de leyenda (basta con releer “Pierre
Menard, autor del Quijote” y “Examen de la obra de Herbert Quain”, en Ficciones,
y “Formas de una leyenda” y “El pudor de
la historia “, en Otras Inquisiciones).
De los ´60 en adelante, pero sobre
todo a partir de los ´80 los dramaturgos pretenden ofrecer nuevas líneas de
interpretaciones de la realidad histórica nacional[1].
Andrés Lizarraga (Trilogía sobre mayo)
reúne documentos, los analiza, los coteja y propone al lector sus conclusiones
como resultado de una actividad científico/literaria. El saber histórico cumple
una función social: organizar el pasado en función de los requerimientos de su presente. Gustavo Levene (Teatro histórico Argentino) deposita en el
teatro la posibilidad de mantener viva
la memoria de generaciones futuras y presentar las verdaderas relaciones entre
el clima de una época histórica y la “temperatura de los personajes; el teatro
se erige así como fuente irremplazable
de conocimiento. Los personajes de David Viñas (Lisandro, Poder, apogeos y
escándalos del Coronel Dorrego y Tupac Amaru) integran la larga serie de “heterodoxos sublevados” que cuestionan la
historia oficial, pero se aparta del
historicismo y apunta –según sus propias declaraciones a “un teatro explícitamente político”. Carlos
Somigliana (Historia de una estatua)
pone de relieve la tensión dialéctica entre verdad y ficción; si bien no está
interesado en realizar reconstrucciones del pasado y trabaja con libertad los
documentos, genera el “efecto de realidad” al incluir fragmentos de
de los documentos consultados. Con las citas directas no sólo la polémica se
desplaza a la cuestión de las fuentes, sino que el receptor las asocia con la objetividad del mensaje. Y lo
que no es histórico sirve de metáfora a la historia y la ilumina,
sobreimprimiendo así la idea de relato de hechos verdaderos sucedidos a la idea de ficcionalidad del teatro. Bernardo
Carey (El sillico de Alivio o el retrete real) confirma una relación dialéctica entre el hecho
teatral y el contexto histórico-social y cultural en el que se produce y se
consume, privilegiando el análisis de los procesos económicos sociales, los
hechos políticos y sus vinculaciones con
el mundo de la cultura y el arte. Considera que “el teatro aspira a crear un
mundo inaceptable fuera del espacio escénico”, “plantea una organización
distinta de la realidad, reflejándola contradictoria” y “descubre la vida”
(Programa de mano). En consecuencia, la historia se acopla fines estéticos y no
interesa analizar si existen o no discrepancias entre los datos históricos y
los ficticios y su resultado es así un
“material cuasi literario”.
En números anteriores del blog
comenté las relaciones entre la historia, la memoria, la identidad, la voz de
los marginados y la política en el ámbito del teatro al referirme a estrenos
producidos en el 2016 y lo que va del 2017 (Luisa Calcumil, Mónica Ottino, Pompeyo Audivert, Stela Camilletti, María Elena
Sardi, entre otros nombres). En todos ellos la indagación sobre el
pasado apunta tanto un medio de
relectura desde una mirada crítica como un descubrimiento de claves para
entender el presente. Se trata de un proceso que aparentemente ha cobrado intensidad,
si tomamos en cuenta los más actuales estrenos de autoras cuyas obras se
inspiran en la historia (presente o lejana): Andrea Juliá, Cristina Escofet, y Beatriz Mosquera.
FUENTES de TEATRO E IDENTIDAD: PROBLEMAS
EPISTEMOLÓGICOS, METODOLÓGICOS ESTÉTICOS (I, II, y III).
Barthes, Roland (1970) “El discurso de la historia,
en AA.VV, Estructuralismo y literatura,
Buenos Aires, Nueva Visión.
Baumann, Gerd (2001) El enigma multicultural. Un replanteamiento
de las identidades nacionales, étnicas y
religiosas, Barcelona, Paidós.
Canal
Feijóo, Bernardo (1951) Burla, credo, culpa en la creación anónima, Buenos Aires, Nova.
De
Certeau, Michel (1996): La invención de
lo cotidiano, México, Universidad Iberoamericana.
De Imaz, José Luis (1984) Sobre la identidad iberoamericana, Buenos Aires, Sudamericana.
Dijk, Teun van (2003) Dominación étnica y racismo discursivo e n
España y América Latina, Barcelona,
Gedisa.
Eriksen,
Thomas Hylland (1993) Ethnicity and
Nationalism Anthropological Perspectives, London & Boulder, Pluto Press
Frigerio, Alejandro (2006) “Repasando
nuestras categorías raciales”, en L. Maronese
comp., Buenos Aires
negra. Identidad y Cultura, Comisión para la preservación de Patrimonio Histórico
Cultural de la Ciudad de Buenos
Aires.
Ormeño, Carmelita (1998) “La dramaturgia de
Luisa Calcumil”, en H. Tahan dir., Drama
de mujeres, Buenos Aires, Ediciones
Ciudad Argentina.
Paz, Octavio (1987) “¿Otra
literatura hispanoamericana?”, La Nación,
Cultura, 21 de julio,
Pellarolo, Silvia, (1997) Sainete criollo. Democracia/
Representación. El caso de Nemesio
Trejo, Buenos Aires, Corregidor.
Proaño, Lola (2002) Poética, política y ruptura, Buenos
Aires, Atuel.
Yurkievich, Saúl (1986) Identidad cultural de Iberoamérica en
su literatura, Madrid, Alhambra.
Zayas de Lima, Perla
(1998) “El teatro como forma de conocimiento”, Cuadernos del Catay, n° 12, Universidad Fujen, Taipei, Taiwan.
---- (2006) “La negritud negada y
silenciada: una mirada desde el teatro”, en
L. Maronese comp. Buenos Aires negra. Identidad y Cultura., Comisión para la Preservación de Patrimonio
Histórico Cultural de la Ciudad de
Buenos Aires.
Año II, n° 83
[1] Por
supuesto hay que tener presente como antecedente insoslayable a David Peña, reconocido
por todos como el fundador del drama histórico nacional, para quien el teatro
era un privilegiado vehículo de divulgación histórica y el medio más idóneo para
transmitir a toda la sociedad la vida y acción de las grandes figuras, pero no
como mero acto celebratorio, sino como oportunidad de reactivar el juicio de la historia, tal como se desprende
de la política entre dicho autor y
Jorge Mitre.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario