1)
La
voz de las minorías: la exclusión del indígena y la negación del negro.
1.1.El término “indígena” involucra
imágenes diversas generadas por estereotipos que provienen de la ecuación blanco/europeo portadora de una cultura hegemónica que fue aceptada
desde el comienzo por la mayoría de los indígenas/americanos, condenados a una
marginación que les impidió, inclusive, participar del publicado “crisol de
razas”, noción de alcance relativo, verdadero cliché que dominó los estudios
migratorios hasta los años ´60.
Los argentinos han cultivado históricamente una nociva práctica de alterización que los
llevó a ejecutar desde la política
del Estado, pero con el acuerdo
explícito o tácito de un sector significativo de la ciudadanía, la desaparición
y cultural del “otro”. De esta práctica
de exterminio da cuenta el teatro de Luisa
Calcumil[1], que puede asociarse a la
corriente indigenista que reconoce a las comunidades originarias de América una
prioridad cronológica y una jerarquía equiparable a otras: esa voz propia
de América es la que habría que
recuperar como raíz.[2]
La producción de Calcumil ya fue
analizada en otros trabajos (Ormeño, 1998; Zayas de Lima, 1998);
me interesa ahora enfocarla desde el punto de vista de la enunciación y de la
lengua. Decía Octavio Paz: “Las lenguas son visiones del mundo, modos de vivir
y convivir con nosotros mismos y con los otros”, y agregaba: “Hablar una lengua
es participar de una cultura: vivir dentro, con o en contra, pero siempre en
ella” (1987).
Resulta claro que la incorporación
que del idioma mapuche realiza
Luisa Calcumil en sus obras
funciona como punto de partida de toda elaboración sobre la pertenencia, es
decir, para la construcción de su identidad individual y la identidad colectiva
de su pueblo (“Mi expresión nace de las tristezas, recuerdos y ganas de seguir
siendo de mi gente”). En Es bueno mirarse
en la propia sombra (1987) el bilingüismo hace cohabitar dos tradiciones y dos espacios, el de los
dominadores y el de los dominados. El eje de este monólogo femenino se ubica en la voz de la víctima que se
presenta como víctima. Desde una narrar autobiográfico, la incorporación de
relatos, poemas y canciones escuchados en su comunidad que se integran naturalmente a textos propios, le permite a la
autora/actriz /directora trabajar sobre la alternacia memoria/ olvido,
aceptación/ rebeldía, reconocimiento/ transformación.
La utilización de la lengua mapuche
no apunta a una reconstrucción folklórica sino que responde a una concepción
del lenguaje como elementos estructurador de una manera propia e intransferible
de comprender y pronunciar al mundo (esto ya lo había experimentado en 1987, en
su Monologo de raíz mapuche). Tampoco busca que el
bilingüismo sea un instrumento para que
el blanco entienda lo que dice el indígena (o a la inversa) sino para mostrar
los efectos del paso de una cultura a otra, sus diferencias, el acto de
traducir. Este bilingüismo refuerza la construcción de un contradiscurso que
permite el rescate de una tradición
el redescubrimiento del poder y de la necesidad de la memoria, la utopía de
la transformación (“La idea es revalorizar nuestra cultura e incorporarla a
estos tiempos, para recuperar valores que nos permitan crecer, sin cambiar”).
Asimismo este bilingüismo le permite generar un espacio ritual que no sólo
estructura el espectáculo (emplea el mapuche en el comienzo de la obra y la
cierra con el español) sino que pone en escena aquellos personajes (loa
curandera, la abuela, la adivina) que se conectan con la palabra-poder y generan una narración/conjuro.
Desde un locus de enunciación femenino se rebela contra memoria social
hegemónica en la que el indígena está
ausente, y su discurso escénico subvierte ideologemas que están en la red del
resto de los discursos sociales que durante décadas han circulado (y aún
circulan) tanto entre los mapuches como entre
los blancos.
El mito aparece asociado a una
praxis: hacer que el indígena entre en la historia para que haya un lugar para él en el futuro. Calcumil
trabaja sobre la identidad individual vinculada al origen (mujer mapuche), que se
va modificando a lo largo de un proceso social (marginación, pobreza,
exclusión), se afirma en la identidad de un grupo étnico portador de cultura, y
se moldea con las herramientas que aporta el
teatro para la expresión, el auto conocimiento y la rebeldía (“Mi
trabajo no es para separar indígenas de no indígenas. Tenemos que aprender a
vivir con las diferencias, pero las diferencias que tienen que ver con lo
cultural, no con las injusticias, no con la falta de dignidad”)[3]. Su
teatro constituye un ser y un definirse mediante la escritura y la
representación, una indagación a través de su propio discurso, un yo propio,
individual y comunitario, una confrontación con una escritura de la historia
concebida por un sujeto masculino y blanco que ocultó en la penumbra a los “otros”.
La investigación sobre la identidad y
el papel del indígena en su conformación es continuada en este siglo en las
principales zonas del país, especialmente en el Norte, donde es de destacar la
labor realizada por el Centro de Investigaciones sobre Cultura no ha aparecido aún la sucesora de Luisa Calcumil en el teatro.
1.2. “Todos extraños, todos blancos”
fue el epígrafe elegido para mi artículo “La negritud negada y silenciada: una
mirada desde el teatro”. Estas palabras de un refugiado de Sierra Leona funcionaba como el posible eco
de una contraparte (“Todos negros, todos
extraños”). Pero mientras en el primero
de los casos, el temor ante la extrañeza conducía al aislamiento y la
marginación, en el segundo, el temor a lo diferente conducía al aniquilamiento
y la negación. Estos procesos fueron registrados por una serie de obras que
tomaron al negro como personaje, escasísimas si las comparamos con las que
eligieron hablar de otros “extraños”, los inmigrantes. En ese artículo,
y en coincidencia con Teun van Dijk no buscamos “reducir el racismo a sus
prácticas discursivas” (2003, 113) sino subrayar hasta qué punto el discurso
oficial sobre temas étnicos, con sus estrategias de negación y actitudes
xenofóbicas había enquistado en el discurso teatral estereotipos y prejuicios.
A través de una decena de obras mostraba el grado de desconocimiento y la
desvalorización de la cultura negra, así como una voluntad de silenciar la
participación activa de esa comunidad en la construcción de nuestro estado-nación[4]. La
imagen negativa de los negros que finalmente conduce a su invisibilidad por
exterminio o blanqueamiento se ha construido a lo largo de nuestra historia por
distintos agentes sociales quienes los presentaban como “brutales, poco
confiables, taimados”, además de sucios y malolientes, solo aptos como sirvientes,
mucamos y ordenanzas (Frigerio, 2006, 91) o como objetos de fantasías eróticas.
Dos obras de muy diferentes épocas,
no comentadas en dicho artículo, reafirman los conceptos anteriores.
Los inquilinos,
tal como lo señala Silvia Pellarolo (1997) se estrenó en medio de dos
importantes acontecimientos de la vida política y cultural de Buenos Aires: la huelga de inquilinos que
movilizó a sectores populares e incluyó a los anarquistas, y el concurso
teatral organizado por la empresa editorial Losada y el teatro Comedia ocasión en la que la obra de Trejo obtuvo el
primer premio y paralelamente alcanzó éxito de público.
Me interesa destacar que en el enfrentamiento
de propietarios y la liga de inquilinos, entre los activistas sociales se
destaca el negro Baltasar, quien define
su acción como un grito de libertad similar al del 25 de mayo y quía en los cánticos y consignas
a los otros compañeros. Compositor
del “Tango de los Inquilinos”, genera la música y el baile
propios del género saineteril, pero la letra contamina el ámbito festivo con el
reclamo d de justicia y dignidad; es quien convoca a los vecinos a rebelarse en
contra de la autoridad y con toda la comunidad festeja el triunfo final. Tal vez, por primera vez, el negro n o
aparece como el “negro alegre”,
ignorante o ingenuo, diabólico o lascivo que presentaba el tango, y se soslaya
toda aquella referencia paródico que las
comparsas de los negros-blancos habían contribuido a consolidar. La obra de Trejo le da no sólo presencia,
sino voz.
Un siglo después, Jorge Gómez coordina una creación grupal, El bufón de Rosas (2004), pieza estrenada en el circuito
off y seleccionada para los festivales de mar del Plata y Azul. El dramaturgo la resume en estos términos:
En la inmensidad de la
pampa dos atores juegan a ser Rosas y su
bufón. Rosas, exiliado en un corral, se
niega actuar y con el ello al recuerdo. Eusebio lo punza en la memoria y
obtiene apenas unos fragmentos del
pasado que justifican su existencia. En este vaivén, pendulan períodos de la
historia que van de un aparente sosiego a un espiral de sucesos, a veces sangrientos.
La fábula se repite cíclicamente y arrastra evocaciones que encarnan a los
personajes y los transfigura en tiempo y
espacio sin saber quiénes son” (Entrevista de la autora, 8/9/2005).
El título ubica al negro en un
espacio protagónico, contrafigura del polémico
Restaurador. Este negro que Rosas
intenta domar como a un caballo y al cual patea con sus botas o aporrea con el
poncho, no es aquí un bufón que lo divierte, sino la Voz
del Otro que conduce la relectura
de un período central de nuestra historia, es quien re instala y cuestiona la
polémica polarización civilización y barbarie.
El personaje negro-bufón, ser deforme que abre la obra con una
interpelación y la cierra con una orden, se desdobla en el segundo núcleo
dramático en el cacique Chocorí, quien
le arrostra a éste el pecado de traición. Son precisamente esas voces
enunciativas, tradicionalmente silenciadas, oficialmente marginadas, las que en
esta obra estructuran los retazos del recuerdo, las que integran fuentes
documentales con las ficcionales, las que nos desafía a revisar la historia.
Lo que producen Luisa Calcumil en el
campo indígena, y Nemesio Trejo y Jorge Gómez -entre otros- al abordar el tema
de la negritud, excede el campo de las reivindicaciones, abre la posibilidad de
completar ese proceso dinámico que es la identidad y borrar del imaginario la creencia que los argentinos somos todos blancos. (Continúa)
[2] Para
este tema resulta insoslayable la lectura de los artículos de Alfredo
A. Rogggiano, “Acerca de la identidad cultural de Iberoamérica (Algunas
posibles interpretaciones) y de
Raúl Dorra “identidad y Literatura”
incluidos en Yurkievich (1986).
[4] Si bien dentro del
repertorio tanguero hay abundante temática negra, la mirada desde el mundo
blanco no hace sino reforzar estereotipos, salvo algunas posiciones
reivindicatorias.
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