La obra de Mariano Cossa, estrenada el 13 de julio de 2017 en el Teatro del Pueblo, ofrece varios ángulos de enfoque: como documentada biografía del Blas Parera, una polémica indagación sobre la estética musical y el arte, una clara indagación sobre “los que mandan”, y una aguda reflexión histórica.
La figura de Blas Parera, olvidada, silenciada e ignorada, ofrece en la obra de Cossa una dimensión nueva y potente. Si bien concuerda con el investigador Carlos Vega[1] en la mayoría de los datos sobre su vida en España y en América, su labor como maestro de música, director y compositor, su descripción como hombre y como artista, y su doble destierro, ofrece un matiz diferenciador fundamental en lo que se refiere a la participación en la creación del himno. Este maestro catalán, compositor culto que habría sido el autor de la Marcha Patriótica, texto de Esteban de Luca (1810), y comprobado creador de la Canción con texto de Saturnino de la Rosa (1912), del Primer Himno cuya letra era de Fray Cayetano Rodríguez (1812) y del Segundo Himno, texto de Vicente López y Planes (1813), en este último caso, a pesar de sus coincidencias con el ideario básico de la Revolución, es, según el dramaturgo Mariano Cossa, obligado, coaccionado a componer la música y no como afirma Vega que “el músico catalán se asoció con sinceridad a una empresa…” (p. 53). Este conflicto conduce directamente a otro que recorre de principio a fin el texto: cuál es el rol de la música en la sociedad, cuál la responsabilidad del artista, cuáles los alcances del arte; interrogantes que plantean desde diversos ángulos los cuatro personajes y que, con maestría y sutileza el autor traslada a los espectadores.
Los personajes Vicente López y Planes y Dosrius, quienes representan en ese momento a “la elite dirigente” de nuestro país y de España respectivamente, revelan claramente quiénes son “los grupos que tienen poder “y cuáles son las características de las “personas que administran ese poder”[2] ; y sus acciones ejemplifican los distintos grados de dominación que son capaces de ejercer. En el caso de la Argentina, este regreso a un lejano pasado (1810-1818): “época de ilusiones y de esperanzas; época de realizaciones trascendentes” (Vega, p. 40) pero también de confusión, caos, violencia y confrontaciones sobre qué es y que implica una revolución, acerca a los receptores a un pasado reciente que todavía tiene implicancias para el presente.
La puesta en escena de Daniel Marcove subraya de modo claro lo que está en el texto y hace patente lo que se sugiere. No sólo la presencia sino la disposición de los músicos en escena (Mariano Cossa y Christian de Miguel) y el diseño de escenografía de Paula Molina con pentagramas y partituras que cubren todo el espacio escénico, sino la marca que previa al inicio del texto dramático ubica en el centro a músicos que ejecutan fragmentos del himno nacional con instrumentos de cuerda y de viento como sucediera en el pasado. El director acierta en la elección de los actores y su marcación espacial. Jorge García Marino en el rol de Dosrius (el Marqués de Castelldorrius, primer Secretario de Estado y del Despacho), tanto desde su discurso desde su sillón de magistrado o su circulación envolvente como en su permanente vigilancia silenciosa en acecho en todo momento impone en un inteligente equilibro de fuerza y sutileza la idea de lo que implica el control sobre el individuo. Juan Manuel Correa encarna Parera, encarna desde su trabajo corporal, gestual y vocal aquellas características que nos transmitieron los documentos escritos, en especial el del citado Carlos Vega: desaliñado, bohemo no muy adaptado y un poco reacio, culto, sensible, con grandes condiciones de compositor y suficientes conocimientos técnicos, ansioso de la gloria y fortuna que proporcionaba la ópera, pero sin ascendiente social. Marcelo Serré es el actor que sabe como cautivar y convencer, imaginar, crear mundos, presentar y desanudar conflictos, y que el teatro es capaz de conmover (mover colectivamente corazones y mentes) pero también es el hombre que sabe sobrevivir en tiempos peligrosos. Finalmente Miguel Sorrentino logra componer un Vicente López y Planes que tanto el autor como el director proponen con facetas ambiguas y contradictorias: joven culto, capaz de salir “del teatro con el cerebro ardiente el corazón palpitante, el pecho henchido de inspiración” -tal como lo describe su nieto Lucio V. López en La gran aldea- escribir el texto que conjuga símbolos capaces de aglutinar a diversos actores de la construcción del país, y al mismo tiempo desde su posición jerárquica coaccionar a otro artista mostrando como en nuestro país “lo político” lo empaña todo (de Imaz, 3).
Coronado de Gloria revela en Mariano Cossa, a un dramaturgo que trata lo histórico y lo biográfico sin caer ni en lo didáctico ni en el panfleto, que incentiva el juicio crítico de los receptores, que no lo subestima “bajando línea”, y que, desde lo teatral, construye un texto/partitura en el que el ritmo y el contrapunto son factores esenciales. Y permite que el director Daniel Marcove vuelva a demostrar su eficacia como lúcido lector de la obra escrita, capaz de diseñar un espacio en el que nada sobra y en el que nada falta.
[1] El Himno Nacional Argentino, Buenos Aires, Eudeba, 1962.
[2] José Luis de Imaz, Los que mandan, Buenos Aires Eudeba, 1964, p. 2.
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