lunes, 28 de noviembre de 2016

OSCAR BARNEY FINN, MAESTRO DE LA ESCENA

El Diccionario de María Moliner obtuvo un merecido éxito  en el ámbito nacional e internacional. La concurrencia del público (siempre teatro lleno), las críticas periodísticas y los premios obtenidos consagraron a Manuel Calzada Pérez (dramaturgia), a Oscar Barney Finn (director), y a los integrantes del elenco: Marta Lubos,  Roberto  Mosca y  Daniel  Miglioranza.
Mi interés se centra aquí en la figura del director, porque a partir de ella se puede reflexionar sobre diversos aspectos del espectáculo teatral. Barney Finn ha sabido encontrar un riquísimo  material  textual:
“La obra, más allá de un personaje tan excluyente como el de  María Moliner nos habla de otras cosas. ¿Qué son esas cosas que atraen a un director para sostener sus búsquedas estéticas y dramáticas? Diría en principio que la firme defensa de la palabra como libertad y como vehículo de la memoria colectiva. Hay en ella un clima de una época que la condiciona, que la sacude, que la hace vivir un exilio interno por el que padece largos años, y para sobrevivir comienza la ciclópea tarea  de componer un diccionario.  De allí en más sus días serán un continuo de sacrificios que la llevarán al final del camino constituyendo un todo con su obra”. (Programa de mano).
El texto le permite, en consecuencia, trabajar sobre lo individual (la lengua como configuración del lugar simbólico de origen de un sujeto), y lo colectivo (la historia de las lenguas conjugada con la historia de la civilización). Pero también sobre la importancia del lenguaje con el arte, la filosofía, la ciencia, la religión y la política. Las definiciones que el autor elige desarrollar a través de la protagonista (isquemia, libro, oxímoron, arteriosclerosis cerebral, mujer, padre, dictador) son dispersadas visualmente en el fondo blanco de la escenografía; esta duplicación, lo que ella dice y lo que el espectador puede leer, sintetiza sutil pero acabadamente la relación que existe entre el lenguaje oral y la escritura. El color elegido cita simultáneamente lo funcional (la página de los libros, el espacio de una clínica), y lo simbólico (la claridad/verdad/honestidad en la casa de la protagonista). El empleo del espacio escénico es modélico: crea el clima, favorece y conecta el desarrollo de las diferentes secuencias (el consultorio médico, la casa familiar, el del discurso de la protagonista en el área central) y completa la caracterización de los personajes; la selección de pocos objetos (medias  y fichas) es criteriosa, porque no sólo subrayan momentos en el desarrollo de la acción, sino que su empleo por parte de la protagonista dirige la mirada del espectador. Barney  Finn  pone acertadamente en función el triángulo de miradas del que hablaba Joan Abellán: “el espectador ve el objeto y ve la mirada del personaje hacia el objeto” y alcanza  siempre  la efectividad dramática ya que  “en cada momento de la acción provee (al espectador) el grado de correspondencia entre la propia valoración y la que supone que hace el personaje sobre eso”[1].
Al no haber tenido la oportunidad de presenciar los ensayos no es posible saber qué aportó la actriz y que fue sugerido por el director en lo que se refiere  al empleo de la voz, por lo que me limito a describir lo logrado. Marta Lubos maneja a la perfección los diferentes tonos y sonoridades y dota a su cuerpo de una inusual proyección en el espacio, hace inteligible cada palabra; es capaz de convertir su voz  en “una mano invisible que sale del cuerpo y puede  golpear, tocar, acariciar, cercar, buscar y empujar”[2] . Pero también hace un uso magistral de los silencios: por momentos equivalen a ruptura, olvido o muerte; en otros, a emoción contenida, alegría, pasión. Tampoco sé si el director sugirió la “imaginería visual” o aceptó las propuestas de iluminación de Leandra Rodríguez y el vestuario de Mini Zuccheri, que tanto aportan a la compresión y coherencia del espectáculo. De lo que sí estoy segura como espectadora es que   Barney Finn cumple con lo que denomino el  “decálogo” del  buen director.
1)      Desecha todo lo superfluo.
2)      Reconoce una dramaturgia de calidad.
3)      Sabe leer el texto fuente
4)      Elige los actores capaces de potenciar la riqueza de los personajes.
5)      No cede a las modas ni cae en clichés.
6)      Optimiza el espacio y opera como catalizador del montaje.
7)      Maneja con precisión el ritmo del discurso verbal (acentos y agrupaciones).
8)      Reconoce el tiempo suficiente que cada personaje debe emplear para que los espectadores  puedan recibir el  “mensaje”.
9)      Domina un profundo conocimiento de lo que implica la teatralidad.
10)   Equilibra sabiamente palabra e imagen, sonido, cuerpo y movimiento.
 Todo ello lo convierte, en mi opinión, en uno de los directores imprescindibles del teatro argentino.
 
 
 


[1] “La vida dels objects”,  Estudis Escenics, Quaderns del´Institut del Teatro de la Diputació de  Barcelona,  27, 1985, p. 115.
[2] Eugenio  Barba, Más allá de las islas flotantes,  Buenos Aires,  Firpo y  Dobal Editores,  1987, p. 80.

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