El Diccionario de María Moliner obtuvo un merecido éxito en el ámbito nacional e internacional. La
concurrencia del público (siempre teatro lleno), las críticas periodísticas y
los premios obtenidos consagraron a Manuel Calzada Pérez (dramaturgia), a Oscar
Barney Finn (director), y a los integrantes del elenco: Marta Lubos, Roberto
Mosca y Daniel Miglioranza.
Mi interés se centra aquí en la
figura del director, porque a partir de ella se puede reflexionar sobre
diversos aspectos del espectáculo teatral. Barney Finn ha sabido encontrar un
riquísimo material textual:
“La obra, más
allá de un personaje tan excluyente como el de
María Moliner nos habla de otras cosas. ¿Qué son esas cosas que atraen a
un director para sostener sus búsquedas estéticas y dramáticas? Diría en
principio que la firme defensa de la palabra como libertad y como vehículo de la
memoria colectiva. Hay en ella un clima de una época que la condiciona, que la
sacude, que la hace vivir un exilio interno por el que padece largos años, y
para sobrevivir comienza la ciclópea tarea de componer un diccionario. De allí en más sus días serán un continuo de
sacrificios que la llevarán al final del camino constituyendo un todo con su
obra”. (Programa de mano).
El texto le permite, en
consecuencia, trabajar sobre lo individual (la lengua como configuración del
lugar simbólico de origen de un sujeto), y lo colectivo (la historia de las
lenguas conjugada con la historia de la civilización). Pero también sobre la
importancia del lenguaje con el arte, la filosofía, la ciencia, la religión y
la política. Las definiciones que el autor elige desarrollar a través de la
protagonista (isquemia, libro, oxímoron, arteriosclerosis cerebral, mujer,
padre, dictador) son dispersadas visualmente en el fondo blanco de la
escenografía; esta duplicación, lo que ella dice y lo que el espectador puede
leer, sintetiza sutil pero acabadamente la relación que existe entre el
lenguaje oral y la escritura. El color elegido cita simultáneamente lo
funcional (la página de los libros, el espacio de una clínica), y lo simbólico
(la claridad/verdad/honestidad en la casa de la protagonista). El empleo del
espacio escénico es modélico: crea el clima, favorece y conecta el desarrollo
de las diferentes secuencias (el consultorio médico, la casa familiar, el del
discurso de la protagonista en el área central) y completa la caracterización
de los personajes; la selección de pocos objetos (medias y fichas) es criteriosa, porque no sólo
subrayan momentos en el desarrollo de la acción, sino que su empleo por parte
de la protagonista dirige la mirada del espectador. Barney Finn
pone acertadamente en función el triángulo de miradas del que hablaba Joan
Abellán: “el espectador ve el objeto y ve la mirada del personaje hacia el
objeto” y alcanza siempre la efectividad dramática ya que “en cada momento de la acción provee (al
espectador) el grado de correspondencia entre la propia valoración y la que
supone que hace el personaje sobre eso”[1].
Al no haber tenido la oportunidad
de presenciar los ensayos no es posible saber qué aportó la actriz y que fue
sugerido por el director en lo que se refiere al empleo de la voz, por lo que me limito a
describir lo logrado. Marta Lubos maneja a la perfección los diferentes tonos y
sonoridades y dota a su cuerpo de una inusual proyección en el espacio, hace
inteligible cada palabra; es capaz de convertir su voz en “una mano invisible que sale del cuerpo y
puede golpear, tocar, acariciar, cercar,
buscar y empujar”[2] .
Pero también hace un uso magistral de los silencios: por momentos equivalen a
ruptura, olvido o muerte; en otros, a emoción contenida, alegría, pasión.
Tampoco sé si el director sugirió la “imaginería visual” o aceptó las
propuestas de iluminación de Leandra Rodríguez y el vestuario de Mini Zuccheri,
que tanto aportan a la compresión y coherencia del espectáculo. De lo que sí
estoy segura como espectadora es que Barney Finn cumple con lo que denomino el “decálogo” del buen director.
1)
Desecha todo lo superfluo.
2)
Reconoce una dramaturgia de calidad.
3)
Sabe leer el texto fuente
4)
Elige los actores capaces de potenciar la
riqueza de los personajes.
5)
No cede a las modas ni cae en clichés.
6)
Optimiza el espacio y opera como catalizador del
montaje.
7)
Maneja con precisión el ritmo del discurso
verbal (acentos y agrupaciones).
8)
Reconoce el tiempo suficiente que cada personaje
debe emplear para que los espectadores
puedan recibir el “mensaje”.
9)
Domina un profundo conocimiento de lo que
implica la teatralidad.
10)
Equilibra sabiamente palabra e imagen, sonido,
cuerpo y movimiento.
[1]
“La vida dels objects”, Estudis Escenics, Quaderns del´Institut del Teatro
de la Diputació de Barcelona, 27, 1985, p. 115.
[2]
Eugenio Barba, Más allá de las islas flotantes,
Buenos Aires, Firpo y Dobal Editores, 1987, p. 80.
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