lunes, 8 de julio de 2019

LA POESÍA DE LO COTIDIANO. HASTA EL MARTES, DE VERÓNICA MC LOUGHLIN.

La joven dramaturga y directora Verónica  Mc. Loughlin presenta en su segunda temporada,  en el  teatro  Vera  Vera, HASTA EL MARTES, una obra que toma distancia de la estética  posmoderna y retoma  elementos propios del realismo ( incorporación de diálogos cotidianos, desarrollo  lineal y  progresivo de la trama, una escenografía compuesta por objetos de la vida real), pero los dinamiza  hasta  alcanzar un nivel poético  inusual.

La autora sintetiza así el argumento: “Mario, hombre de  60 años, un viudo que vive solo en su departamento repleto de viejos electrodoméstico y objetos olvidados decide contratar a una persona para limpiar  y acomodar ese espacio. Cada martes, Mario y  Azucena, van entablando un vínculo singular. El encuentro  entre ellos demorará lo que un acorde, lo que un mate, lo que una anécdota. O quizás, un instantes más”.

Las individualidades dramatizadas no responden a tipos o a una fácil caracterización: ni él ni ella  a responden a los personajes (empleador y empleada doméstica)  diseñados en  otras  comedias sino que escapan  a la galería de tipos convencionales.

En qué radica la singularidad de su vínculo?  Ambos son capaces de aceptar las adversidades que marcan  sus  vidas  pero también de encontrar las vías para mejorar la vida de ese otro con el que aleatoriamente han entrado en contacto a través de elementos cotidianos (una planta en reemplazo de objetos inservibles, la música que potencia el recuerdo de momentos felices, la comida compartida).

Según un principio Zen “el mayor  refinamiento consiste en la mayor simplicidad”  (nos lo recuerda M. Asensi); en esta aspecto, la  escenografía de  Emiliano Pandelo juega un rol central. La cuidada recreación de del departamento, la profusión de objetos biográficos pertenecientes al empleador y los objetos funcionales que pertenecen a la empleada doméstica van adquiriendo una dimensión simbólica que acompaña al progreso de la acción. La limpieza realizada por la mujer  conduce a un embellecimiento que moviliza todos los sentidos del hombre (los colores de la manta que adorna el sillón, los olores de la comida, el  sabor del pan casero, los sonidos de la música, y la luz recobrada de una lámpara descompuesta) y conduce a un renacimiento de sentimientos olvidados.

La música elegida apunta a tres campos, uno individual, otro colectivo y otro específicamente dramático.

Julio Tahier debe ser recordado como pionero en el uso de la música y la letra  de  la música popular –en su caso los tangos- como elemento central en la organización del material dramático,  y luego seguido por  Silvia Copello y Betty Gambartes, entre otros autores. En este  caso Mc. Loughlin apela a las canciones de Leonardo  Favio  y Sandro,  que no sólo están cargadas de subjetivismo sino que pintan situaciones comunes a una colectividad y  favorecen  el desarrollo de la acción teatral.

Asimismo la creatividad y la posición ética de Mc. Loughlin hace que una pequeña historia alcance  una inesperada trascendencia al plantear sin ambigüedades el tema de un modo posible (y deseable) de  (re) construir  los vínculos interpersonales y la importancia de dotar de intensidad a los sentimientos y generar el espacio propicio para la memoria afectiva.

Los dos protagonistas, Karina  Antonelli y Mauricio Minetti (quien también se destaca en la versión de Hamlet ofrecida en el  teatro  San Martín en los papeles  de Fantasma y  Sepulturero  1) generan una transferencia  inmediata  con el espectador ayudada, sin duda, por el  pequeño tamaño de la sala; la empatía que se genera en el espacio escénico se traslada rápidamente  al espacio ocupado por los espectadores quienes resultan inmersos  en el mundo ficcional que se les ofrece y que paradójicamente es  vivido como verdadero. Ambos  logran plasmar la propuesta de la autora: la vida como instantes  sucesivos, la existencia como “un simple parpadeo”, la utilidad de las palabras (“quién sabe si este mundo no sería un poco más decente si supiéramos cómo juntar unas cuantas palabras que andan por ahí sueltas” –decía  José Saramago en su ENSAYO SOBRE LA LUCIDEZ),  el poder curativo de la música.





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Año  III,  n° 182
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