La joven dramaturga y directora Verónica Mc. Loughlin presenta en su segunda temporada, en el teatro Vera Vera, HASTA EL MARTES, una obra que toma distancia de la estética posmoderna y retoma elementos propios del realismo ( incorporación de diálogos cotidianos, desarrollo lineal y progresivo de la trama, una escenografía compuesta por objetos de la vida real), pero los dinamiza hasta alcanzar un nivel poético inusual.
La autora sintetiza así el argumento: “Mario, hombre de 60 años, un viudo que vive solo en su departamento repleto de viejos electrodoméstico y objetos olvidados decide contratar a una persona para limpiar y acomodar ese espacio. Cada martes, Mario y Azucena, van entablando un vínculo singular. El encuentro entre ellos demorará lo que un acorde, lo que un mate, lo que una anécdota. O quizás, un instantes más”.
Las individualidades dramatizadas no responden a tipos o a una fácil caracterización: ni él ni ella a responden a los personajes (empleador y empleada doméstica) diseñados en otras comedias sino que escapan a la galería de tipos convencionales.
En qué radica la singularidad de su vínculo? Ambos son capaces de aceptar las adversidades que marcan sus vidas pero también de encontrar las vías para mejorar la vida de ese otro con el que aleatoriamente han entrado en contacto a través de elementos cotidianos (una planta en reemplazo de objetos inservibles, la música que potencia el recuerdo de momentos felices, la comida compartida).
Según un principio Zen “el mayor refinamiento consiste en la mayor simplicidad” (nos lo recuerda M. Asensi); en esta aspecto, la escenografía de Emiliano Pandelo juega un rol central. La cuidada recreación de del departamento, la profusión de objetos biográficos pertenecientes al empleador y los objetos funcionales que pertenecen a la empleada doméstica van adquiriendo una dimensión simbólica que acompaña al progreso de la acción. La limpieza realizada por la mujer conduce a un embellecimiento que moviliza todos los sentidos del hombre (los colores de la manta que adorna el sillón, los olores de la comida, el sabor del pan casero, los sonidos de la música, y la luz recobrada de una lámpara descompuesta) y conduce a un renacimiento de sentimientos olvidados.
La música elegida apunta a tres campos, uno individual, otro colectivo y otro específicamente dramático.
Julio Tahier debe ser recordado como pionero en el uso de la música y la letra de la música popular –en su caso los tangos- como elemento central en la organización del material dramático, y luego seguido por Silvia Copello y Betty Gambartes, entre otros autores. En este caso Mc. Loughlin apela a las canciones de Leonardo Favio y Sandro, que no sólo están cargadas de subjetivismo sino que pintan situaciones comunes a una colectividad y favorecen el desarrollo de la acción teatral.
Asimismo la creatividad y la posición ética de Mc. Loughlin hace que una pequeña historia alcance una inesperada trascendencia al plantear sin ambigüedades el tema de un modo posible (y deseable) de (re) construir los vínculos interpersonales y la importancia de dotar de intensidad a los sentimientos y generar el espacio propicio para la memoria afectiva.
Los dos protagonistas, Karina Antonelli y Mauricio Minetti (quien también se destaca en la versión de Hamlet ofrecida en el teatro San Martín en los papeles de Fantasma y Sepulturero 1) generan una transferencia inmediata con el espectador ayudada, sin duda, por el pequeño tamaño de la sala; la empatía que se genera en el espacio escénico se traslada rápidamente al espacio ocupado por los espectadores quienes resultan inmersos en el mundo ficcional que se les ofrece y que paradójicamente es vivido como verdadero. Ambos logran plasmar la propuesta de la autora: la vida como instantes sucesivos, la existencia como “un simple parpadeo”, la utilidad de las palabras (“quién sabe si este mundo no sería un poco más decente si supiéramos cómo juntar unas cuantas palabras que andan por ahí sueltas” –decía José Saramago en su ENSAYO SOBRE LA LUCIDEZ), el poder curativo de la música.
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Año III, n° 182
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