Si alguien encarara el proyecto de analizar las producciones de los directores más representativos de los siglos XX y XXI de la Argentina, sin duda tendría que incluir Edipo rey y el nombre de Cristina Banegas.
El montaje de los clásicos siempre es un desafío y su actualización obligatoria (otra lengua, otro tiempo, otro tipo de espacio, espectadores de heterogénea competencia, diferente presencia de la música) obliga a quien decide asumirlo un enorme riesgo.
Como catalizadora del montaje, Banegas sólo genera aciertos. Se podría decir, ante todo, que “traslada eficazmente el texto al escenario”; en qué consiste su eficacia es lo que intento mostrar.
Ante todo la precisa dramaturgia adaptación y versión final que realiza en colaboración de Esteban Bieda a partir de la traducción y versión originales de Alberto Ure y Elisa Carnelli. La organización de la acción en un espacio circular giratorio permite el desplazamiento del coro y los actores desde el centro a los bordes y viceversa y su agrupamiento junto al piano desde el cual Carmen Baliero marca el ritmo de los diferentes discursos. La escenografía y diseño de imágenes de Juan José Cambre junto con la iluminación y video de Jorge Pastorino permiten la convivencia de lo clásico y lo actual. Tras el escenario circular giratorio circular las imágenes no figurativas proyectadas marcan secuencias (líneas verticales y luego diagonales según las peripecias) pero especialmente son los cuadrados de color cambiante (signo de las edades de la vida, de los cuatro puntos cardinales, de aquello que da orden y fijeza al mundo) los que completan el valor simbólico del círculo (emblema solar y signo de perfección) y así se representa el diseño propuesto por Sófocles en su tragedia: el paso de la disonancia a la armonía.
La elección de Guillermo Angelelli como protagonista es otro acierto. Crea un Edipo clásico y a la vez contemporáneo siempre oscilante entre la violencia y la vulnerabilidad, capaz de trabajar el rostro como si fuera una máscara, alejando sus acciones de lo mecánico para dirigirlas a la generación de imágenes en especial en su enfrentamiento con Creonte y el encuentro con sus hijas o, hacia fina, cuando vuelca todo su peso sobre la tierra. Diseña asimismo su propia partitura optimizando las propuestas de Decroux o de Barba y genera ese espacio de quietud externa que permite la aparición de lo invisible que todo gran actor deja ver en la vida del personaje , muestra con maestría, su poder de disidencia, su desnudez y desamparo, la soledad y el desarraigo. Su actuación se corresponde con lo que sugiere la imagen del programa de mano y con lo que propone Sófocles en su discurso “la contradicción entre lo que él creía ser y lo que realmente es” (Karl Reinhardt). Y agrega un plus: con su gestualidad, su mirada y su voz que se prolongan fuera de él mismo se proyecta a los receptores y los involucra e interpela generando una verdadera empatía, una catarsis.
La música en escena con la presencia de Carmen Baliero es factor determinante como generadora de energía (energía que se ramifica que sale al exterior, que impacta como un relámpago) como diálogo rítmico con los actores. La coreografía que Jazmín Titiunik propone al Corifeo (Raquel Ameri) y a los dos coreutas (Liza Casullo y Hernán Franco) dota de teatralidad a la danza; ellos con precisos y provocativos movimientos “extracotidianos” que obligan al cuerpo al desequilibrio y contraposición de fuerzas, potencian esa energía extendiéndose siempre más allá, traspasando contornos. También el vestuario trasciende limitaciones de época: cita, alude pero no busca reconstruir puntualmente una época, no se necesitan ni máscaras ni coturnos.
Esteban Bieda así sintetiza el porqué de la elección de la obra y el objetivo de esta versión en el programa de mano:
“En un presente signado por la valoración hiperbólica de las libertades individuales, Edipo Rey representa una vuelta a los fundamentos de ese ser-en-el-mundo que somos: aun cuando son pocas –o, incluso, ninguna- las decisiones que tomamos voluntariamente en contra de nuestro propio bienestar, nuestra limitada capacidad de comprender el todo del que formamos parte y nuestro desconocimiento de las implicancias derivadas y de las resonancias para nosotros inaudibles de nuestros actos hacen que en muchas ocasiones seamos los colaboradores principales de nuestra propia ruina (…) Si hay algo que resuena en nuestros días de la obra de Sófocles es la denuncia de las opiniones personales infundadas, del empecinamiento en creer tan solo en nosotros mismos, descuidando aquello que nos define: somos falibles, somos limitados, el errar nos constituye”
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Año III, n° 179
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