El dramaturgo argentino-croata Ivo Kravik, quien siempre se manifestó interesado por obras de tema histórico (Simón y la República imaginaria y Exodium son, tal vez las más representativas), acaba de publicar Adolf, un cuento de invierno (Buenos Aires, Fundarte 2000, 2017, 49 p.).
Sin duda, escribir sobre Hitler hoy, continúa siendo un estimulante desafío, porque su figura no se limita a ser el ejemplo de un “monstruo” individual, sino que su monstruosidad continuó (y continúa) propagándose en diversos grados según las épocas y las culturas. El autor es consciente de las aristas conflictivas que ofrece el tema y precisamente por ello es que encuadra el texto entre un prólogo y un epílogo. En el primero no se detiene a explicar los motivos de su inspiración, pero sí a justificarse frente a las críticas recibidas (y rebatirlas) en especial las referidas a la “ambigüedad” atribuida a la obra. Un breve Posfacio aporta dos claves no sólo para la lectura sino para una potencial puesta en escena: los personajes son definidos por sus acciones y no por aspectos sicológicos, el texto es tratado como mensaje.
La tapa, un pasaje invernal, acuarela de Dora del Pino, ilustra visualmente lo que enuncia el subtítulo “Cuento de Invierno” que tiene que ver no con la obra shakespereana, sino con la estación cuya representación iconográfica muestra árboles desprovistos de hojas, y los colores elegidos remiten a esa salamandra (símbolo del fuego) que también suele referirse a esa estación.
Otras dos ilustraciones aportan indicios. La primera es la de Odín, dios principal de la mitología nórdica, cuya ambigüedad (poesía e inspiración /furia y locura) lo acerca significativamente al Hitler histórico (pintura/ locura, engaño y violencia). Odín, padre de los dioses era capaz de poner en trance a sus seguidores antes de la batalla; Hitler figura paterna para los alemanes de su época, dominaba mentes y corazones; Odín, podría adoptar la forma de un águila; Hitler adoptó la figura del águila como un símbolo de la nobleza heroica, del rayo, y de la actividad guerrera, que posee el poder de dominar y destruir lo “inferior”; finalmente, ambos se relacionan con los sacrificios humanos. La segunda ilustración también se conecta con la historia y la ficción: Ostara, antigua divinidad germánica, tal como lo señala Jacob Grimm (Mitología alemana, 1935), asociada con la primavera, es la diosa del amanecer o del despertar de las fuerzas germinativas.
La obra nos presenta a un Adolf que participa en la primera Guerra Mundial, interesado por la pintura y en cuyos primeros discursos despunta una perversa ideología. Un líder que, caminando entre los mitos, se comporta con “solemnidad mesiánica”, y se presenta ante quienes lo reciben como el ser al que estaban esperando; capaz de amar los animales, las plantas y los edificios, soñar con sus acuarelas y despreciar a los hombres.
Si bien las mujeres adquieren un gran protagonismo (Clara joven, Clara vieja, La enfermera y la escritora aparecen como motores de la acción o hitos de la intriga) es, según mi lectura, en Hans -el joven hijo de Clara, testigo de los inicios de Adolf- en quien aparecen depositadas ciertas claves de lectura: la importancia que tuvo la juventud alemana en el proceso de consolidación del régimen nazi; el desprecio por el comunismo; a adhesión a una guerra según quién sea el que la convoca; el poder persuasivo y alienante del discurso en peculiares circunstancia de enunciación. Hans aprende a dar órdenes precisas y propone echar “la escoria” -el cuentamonedas alojado en el hotel (el judío)- al “chiquero del fondo”.
El Hotel funciona como metonimia y metáfora de Alemania: primero se lo restaura, y hace rentable; el paso siguiente, establecer un plan sobre la ciudad en la que está enclavado. Por su parte, Clara totalmente seducida por Adolf aspira a llenar el hotel de “hijos florecientes y rubios como la primavera. El Hotel restaurado permite que sobre la fachada las antorchas iluminen de modo bien visible las gárgolas que representan a monstruos.
Pero mientras mujeres y jóvenes son persuadidos y seducidos por ese “cuento de invierno” que fue Mi lucha, los subordinados y hasta sus pares le temen: el Comisario no soporta la mirada de Adolf y no lo interroga a pesar de la investigación de un crimen. Sin embargo ese Adolf que sólo generó muerte y destrucción, no es presentado como un superhombre: fracasando como acuarelista (símbolo es el lienzo en blanco) se consuela robando las pinturas de los consagrados.
En la obra no encontramos ni confusión ni incertidumbre. La metáfora árbol (nación) con sus tumores o excrecencias del árbol (personas que marcaron rumbos en el devenir histórico ) elimina cualquier ambigüedad. Kravic soslaya la opción de demonizar a su protagonista y permitir que el espectador pueda ejercer racionalmente un juicio crítico sobre un oscuro período de la historia alemana que no sólo alentó la maldad, sino que la justificó al mejor estilo sofista.
Más allá de los valores que ofrece desde el campo de la teatralidad, Adolf propone un ejercicio crítico interesante: reflexionar acerca de los porosos límites entre historia y ficción que se ponen de manifiesto en el llamado “teatro histórico”, y analizar las complejas relaciones entre las decisiones individuales y lo social colectivo. Y desde el comienzo, un Odín al que vemos acompañado con sus cuervos Hugin y Munin, encarnación de la memoria y del pensamiento, nos conmina precisamente a recordar y a reflexionar sobre la posición de Hitler y de gran parte de la sociedad alemana de su momento. No hay ambigüedades: como sostiene Vargas Llosa en El lenguaje de la pasión (Bs. As. 2003, p. 50) para Hitler la condición judía “no era reversible, por eso había que liquidarla físicamente”. En momentos en que el nazismo sigue intentando resurgir, la obra de Ivo Kravic nos muestra cuán peligrosas son las palabras, y cuán revelador puede ser el teatro.
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Año II, n° 103
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