Desde el campo de la lingüística se considera que al tratar de la relación entre textos se habla de intertextualidad; cuando se trata de la relación entre enunciados, nos hallamos en el campo de la “interdiscursividad”, que opera en una dimensión más amplia que el texto; al ser el método mediante el cual se dota de sentido a las acciones del relato, y opera en la cultura. El discurso se halla entre la lengua y el habla pero también remite al encuentro entre lengua e ideología; por su parte, el conjunto de enunciados conforma esas zonas opacas en las que se define la inteligibilidad. Podemos hablar, entonces de un discurso político, religioso, histórico, jurídico, científico, etc.
Las fronteras entre ficción y no ficción se vuelven lábiles, en el caso del teatro, desde el comienzo de la modernidad. De hecho, el discurso de la historia y el de la política condicionaron la escritura de los llamados “teatro histórico” y “teatro documento” respectivamente, y algunas de sus variantes como el “teatro foro”. A partir del 2000 encontramos que a estos discursos no ficcionales imbricados con el teatral, se le han incorporado el de la ética y el de la ciencia, los que generalmente confluyen en una misma obra polemizando, en ocasiones con las creencias religiosas. En diferentes partes de este trabajo ejemplificaré algunas de estas modalidades con producciones nacionales que considero paradigmáticas, y en las conclusiones, con aquellas en aquellas concebidas en los últimos años, ya que nos permitirán reflexionar, asimismo, sobre la recepción del público y los parámetros de la crítica.
En su ya clásico libro La interpretación de las culturas, Clifford Geertz sostenía que la definición del arte en cualquier sociedad nunca es intraestética por completo, y muchas veces lo es sólo marginalmente; y definía a la cultura como un conjunto de sistemas de comunicación, ordenamiento, conocimiento experimentación, creación: precisamente un conjunto de sistemas y no un magma en el cual son ilegítimas las contraposiciones y las escisiones. Pero reconocía que el fenómeno de la fuerza estética independientemente de su forma y de las destrezas investivas ofrece un problema central: cómo ubicarlo en relación con otras modalidades de la actividad social, cómo incorporarlo a la textura de un sistema de vida particular. Problema que aún no está resuelto y sobre el que Beatriz Sarlo (1988, 91) se plantea algunos interrogantes: ¿Es posible hablar del arte como nivel específico de la dimensión simbólica del mundo social?¿Es lícito buscar en la experiencia estética rasgos particulares frente a otras experiencias discursivas y prácticas?¿Las formas de circulación de los productos estéticos son distinguibles, aunque se crucen permanentemente con otras redes del sistema?
Mientras que desde el campo de los estudios culturales estos cruces y porosidades están vistos como un problema sobre el cual se debe reflexionar, en el campo de la praxis escénica esto se percibe como un hecho de “apropiación” y de integración tanto en el campo de la producción como en el de la recepción.
El histórico es uno de los discursos que conforman de modo significativo los textos escénicos del teatro argentino contemporáneo[1]. El llamado “teatro histórico” supone la reunión de términos considerados opuestos: verdad (la historia) y mentira (la ficción dramática), al tiempo que implica tareas disímiles: un ordenamiento de hechos acaecidos que rescate y respete el criterio de causalidad (la historia) y una conexión con lo real, mediada por la imaginación (la ficción dramática) Y se conforma como un subgénero en el cual lo intertextual –entendido como marca pragmática de desciframiento- funciona en varios niveles, ya ratificando la consagración de ciertos textos como fundacionales, ya mostrando cómo éstos se han vuelto insuficientes para nombrar la realidad, ya introduciendo personajes y situaciones procedentes de otros textos. Los numerosas obras publicadas y/o estrenadas en las últimas décadas revelan diferentes estrategias (explícitas e implícitas) para hacer presente el pasado (“Escribir teatro histórico es inventar la historia sin destruirla” sostenía Buero Vallejo, 1994: 826; la función del teatro histórico “es reinterpretar ese pasado desde la mirada de la cultura que sustenta el discurso teatral”, según Villegas, 1999: 248[2]) Algunas piezas se constituyen como texto/relato/testimonio de una parte de nuestra historia desconocida o soslayada; otras ofrecen nuevas aproximaciones a los hechos, poniendo en tela de juicio la versión consolidada y canónica de la historia oficial poniendo en crisis las versiones ritualizadas de ese pasado; las menos, retoman y reafirman la necesidad del culto a los héroes; en los 90, la mayoría sigue el camino abierto por la micro historia que les permite abordar el mundo cotidiano y reconstituir un espacio de posibles, al tiempo que jerarquizan las fuentes orales, la memoria. Dos ejemplos límites son los espectáculos producidos en las cárceles en la última dictadura, y el ciclo Teatro por la Identidad que intentan recuperar y representar un pasado traumático, y en los que resulta imposible separar lo ficcional de la no ficción, lo histórico de lo político. Una pieza especialmente interesante para el tema que nos convoca es El síllico de Alivio o el retrete real, de Bernardo Carey, estrenada en 1985. Producto de una investigación histórica sobre nuestra ciudad como sede del contrabando en el s. XVII tuvo como objetivo, según su autor, mostrar “la historia real de la lucha de poderes en el Río de la Plata” (el subrayado nos pertenece). Para ello trabajó con fuentes heterogéneas: místicos españoles, cronistas porteños, testimonios, biografías estudios económicos; es decir, textos poéticos, relatos de testigos presenciales, historias que conllevan profundas marcas de oralidad, formas del yo en las que aparecen imbricados testimonio y ficción, y la teoría económica convertida en historia razonada. Pero, sin duda, sus lecturas de Eric Hobsbawn [3] condicionaron su escritura teatral al establecer una relación dialéctica entre el hecho teatral y el contexto histórico-socio-cultural en el que se produce y se consume, privilegiando el análisis de los procesos económicos y sociales, los hechos políticos y sus vinculaciones con el mundo de la cultura y el arte. B. Carey se nos aparece, entonces, como un escritor que emplea técnicas y métodos desarrollados por las ciencias sociales en una búsqueda de la verdad al tiempo que confía en la ficción la posibilidad de escuchar otras voces, de descifrar vestigios, de (re)significar el pasado construyendo una “Historia real que adoptó las necesidad de la ficción teatral (…pues el teatro aspira a crear un mundo inaceptable fuera del espacio escénico), y que plantea “una organización distinta de la realidad, reflejándola contradictoriamente. Una manera diferente de disponer la vida, que descubre la vida” (el subrayado nos pertenece) (B. Carey, Programa de mano)
Por ello resulta pertinente que el autor hable de un “material cuasi literario”. Nosotros pensamos que igualmente pertinente es sostener que también se trata de un material “cuasi histórico” ya que Carey acopla la historia a sus propios fines estéticos pues el discurso del delirio, la alucinación, el sueño y sobre todo el de la locura cumple un rol protagónico (la locura es la única salida de quien ejercita la memoria y el juicio crítico tanto en su vida pública como en la privada, lo que le permite soportar un monto tan grande de sufrimiento injusticia y violencia) y no se detiene a analizar si existen o no discrepancias entre los datos históricos y los ficticios. La recuperación del pasado implica, así, una evaluación del mismo en el que se impone una visión desesperanzada del mundo y de los conflictos humanos, una clara. Como Fundación del desengaño (obra que Atilio Betti estrenara en 1960) El síllico de alivio, un cuarto de siglo después, reescribe la historia de otra frustración, pero esta reescritura incluye la búsqueda y el cuestionamiento del hacer del hombre como individuo y como ciudadano. Plasma la imagen de los actores sociales desde la mirada crítica a la conquista y colonización en la que unos “señores de la nada” ejercieron “el dominio como represalia” y asumieron “el desengaño como estímulo” [4] como así también al ejercicio de un poder inculto ruin y fanático, lo que marcó el itinerario de una protonación que no posee el vigor suficiente para sostener un proyecto nacional, y en consecuencia, no encuentra el camino para cruzar el umbral que le permita acceder a la categoría nación (Howsbawm, 1990) Es decir, el itinerario de nuestra historia, que en el fondo no ha cambiado porque -para Carey- quienes podían llevar a cabo las transformaciones murieron jóvenes (Mariano Moreno encabeza una larga lista) mientras que permanecieron vivos y actuantes, los viejos estériles y corruptos.
También trabaja con el cruce de discursos -en este caso el político- el Teatro Documento, que a partir de los 60 se instala en Europa y en Latinaoamérica. Al margen de las diferentes estéticas, el común denominador es el deseo de llevar a escena, de la manera más clara y “convincente” un texto no dramático ya existente (una noticia policial o concerniente a la política local e internacional, un texto literario como El diario de Ana Frank, casos famosos como el de J. R. Oppenheimer), es decir documentos sobre casos históricamente típicos a través de los cuales se manifiestan una serie de conflictos generales Las obras resultantes, desprovistas de una estética particular se fundamentan, en consecuencia, en su inherente capacidad para revelar al hombre su propia realidad histórica. No es de extrañar que sea en el teatro documental donde se hayan resulto los afanes de los grupos que sostienen la legitimidad y beneficios de las creaciones colectivas.
Un ejemplo paradigmático es el del grupo Libre Teatro Libre que desarrolló entre 1970 y 1976 una experiencia creativa signada por un contexto cultural politizado en la que no sólo la obra de arte se constituyó como Teatro Político, sino que sus integrantes asumieron un modo politizado de vida traspasando la experiencia individual[5].En 1969 un grupo de estudiantes de teatro de la Universidad Nacional de Córdoba, liderados por la directora María Escudero, se planteó la tarea de hacer llegar este arte al pueblo. Para ello rompen con los esquemas ofrecidos por el teatro tradicional y lo reemplazan por la tarea de equipo (creación colectiva); al mismo tiempo emprenden la lucha contra una educación que ellos dieron en llamar “castradora y academicista” (Zayas de Lima, 1983: 195) Uno de sus espectáculos paradigmático fue Contratanto (1972) –obra que representó a la Argentina en el Festival Mundial de Teatro de Manizales, Colombia en 1973 y que ese mismo año obtuvo el pr. Trinidad Guevara y fue publicada por la Revista Rescate, de Buenos Aires, y la Revista Primer Acto, de Madrid-. Se trató de un trabajo de teatro documental sobre el sistema educativo (no sólo de la Argentina sino de toda Latinoamérica) realizado en conjunto por el grupo LTL y la Unión de Educadores de Córdoba. Se basó en documentos periodísticos que relataban la desaparición de la maestra Norma Morellos e incluía la Cantata para los maestros de Mendoza; y distintos episodios, a manera de esquicios (la parodia de la maestra tradicional, las represiones y los movimientos obreros), se ensamblaban en torno de este suceso. Este espectáculo, nutrido de la realidad de un sector de la clase obrera fue considerado un instrumento modificador de la sociedad e incluye un mensaje explícito: educación para la libertad. No interesaba tanto la búsqueda estética como la concreción de un teatro popular-político-contingente y el establecimiento de dos categorías el “ser joven de Agnes Heller” y la “categoría ética del hombre nuevo ambas encarnadas en el proyecto existencial que se configura en la época” (Villegas, op. cit).
BIBLIOGRAFIA
Buero Vallejo, (1994) “Acerca del drama histórico”, en Obras Completas, Madrid, Espasa Calpe, II, 826-870)
Carey, Bernardo (1985) El Síllico de Alivio, Bs. As, TMGSM, 10.
Geertz, Clifford (1987) La interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa.
Sarlo, Beatriz (1988) Lo popular en la historia de la cultura, CINA, 13.
Spang, Kurt (1991) Teoría del drama. Lectura y Análisis de la obra teatral, Pamplona EUNSA.
----- (1997) El drama histórico. Teoría y Comentarios, Pamplona, EUNSA.
Villegas, Juan (1999) “El teatro histórico latinoamericano como discurso e instrumento de apropiación de la historia”, en Romera Castillo/ Gutiérrez Carbajo (eds.) 1999, Teatro histórico (1975-1998) Textos y representaciones, Actas VIII Seminario Internacional del Instituto de Semiótica Literaria, Teatral y Nuevas Tecnologías de la UNED, Cuenca, UIMP, 25-28 de junio 1998, Madrid, Visor Libros, pp. 233-249.
Zayas de Lima, Perla (1983) Relevamiento del teatro argentino (1943-1975), Bs. As. , Rodolfo Alonso.
----,(1995) Carlos Somigliana. Teatro histórico-Teatro político, Bs. As., Fray Mocho.
[1] Para un
estudio exhaustivo ver Zayas de Lima (1995)
[2]
Villegas sostiene que las características del teatro histórico en la
posmodernidad registra cuatro líneas: la historia como mito, como escritura y
su desconstrucción, como factor de la memoria histórica, y como representación
degradada de las grandes narrativas históricas.
[3]
Este autor también se manifestó deslumbrado por los escritores de la Escuela de Frankfurt, por
Foucault, Hauser y el primer Enzesberguer; asimismo movilizado por la revolución estudiantil del 68, y el
Cordobazo.
[5]
Silvia Villegas confirma como uno de los referentes más preciados por los
teatristas cordobeses, entres los que se encuentra María Escudero, la
revolución cubana, “que está presente en el horizonte existencia de forma modélica
como emblema político” (Tesis de maestría, inédita, trabajo que tuvo como una
de sus fuentes, una Entrevista a María Escudero realizada en Quito, Ecuador en
enero de 1998)
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