domingo, 18 de diciembre de 2016

TEATRO Y RELIGIÓN EN EL SIGLO XXI


 

            A pesar del nivel alcanzado por la humanidad en el campo de la ciencia y de la técnica  (y del conocimiento en general), los hombres encuentran dificultades para responder satisfactoriamente los interrogantes planteados por Kant: qué puedo saber, qué debo hacer, qué me cabe esperar, cómo es el hombre y su mundo. La Metafísica, la Moral, la Religión y la Ciencia han aportado desde sus campos específicos posibles respuestas.

            Pero ha sido el arte y, en especial,  el teatro, el que ofreció desde hace más de veinticinco siglos, a todos los hombres de las más dispares culturas, si no respuestas  concretas, las preguntas adecuadas, y ha revelado adonde pueden conducir los caminos elegidos. 

Porque el teatro es un acto de representación, la construcción de una ficción que pone frente a frente a un actor y a un espectador al que se le ofrece una nueva posibilidad de descubrir un relación diferente con la realidad cotidiana o no, inmanente o trascendente, individual  o colectiva, del presente o del pasado. Y  en  este proceso entran en juego las sensaciones, las emociones, el intelecto, la imaginación, los modelos culturales, el imaginario colectivo. De allí, las estrechas relaciones entre el teatro y la vida, el teatro y el destino de los hombres.

Quienes temieron  el poder  revelador del teatro lo llegaron a comparar con la peste y con el fuego por los terribles efectos que sobre la sociedad podía acarrear  un discurso que ponía en acción cuerpos y mentes. Sin embargo, la historia mostró lo contrario. En el mundo griego, Aristóteles, vio en el teatro era no sólo representación de la realidad sino mostración de lo que la realidad podía (y debía ser); la tragedia, el género más excelso ofrecía como modelo a imitar a los mejores, y tanto Esquilo como Sófocles exaltaron los valores de la nobleza y la virtud en las relaciones de los hombres,  como así el temor y la piedad en relación con los dioses. Inclusive Eurípides, para quien lo divino aparece ya desdibujado, presenta seres movidos por un insaciable afán de justicia. Como lo comprueba Werner Jaeger, el teatro  aparece asociado a una  paideia.

El mundo medieval percibió con claridad  esa relación entre vida y teatro cuando en Pascua y Navidad transforma el altar en escenario al tiempo que- tal como lo describe M Berthold -el coro, la nave transversal y el crucero encuadran la acción litúrgica.

Misterios, Milagros y Moralidades se desplazarán, luego, a los pórticos de las iglesias, a los patios de los monasterios y a las plazas de los mercados en escenarios múltiples verticales o sobre carros. En todos lo casos, la vida triunfa sobre la muerte porque la palabra de los profetas es trasmitida y, como sus profecías se cumplen, la salvación es posible. Los Milagros de la Virgen alcanzan a sus devotos y lo sobrenatural anima a la naturaleza; la Misericordia Divina puede alcanzar aún al más terrible pecador. El teatro aparece asociado a la difusión de la doctrina católica, a  lo didáctico.

Hablar de evangelización  en el siglo XXI puede sonar  anacrónico en muchos oídos, aún entre los católicos. Y más aún si  para la propuesta de hacerlo a través del teatro elegimos tres géneros que -salvo para los especialistas- son considerados antigüedades: el Auto Sacramental, los Milagros de la Virgen y la Vida de Santos Creemos, por el contrario, que estos tres géneros pueden ser tan eficaces a la hora de transmitir valores éticos y religiosos. Los Autos Sacramentales “obras teatrales de un solo acto representadas en / o  alrededor de la festividad del Corpus  Christi con el fin de exaltar el misterio de la  Eucaristía” -definición de Domingo Yndurain- permitían representar cuestiones difíciles de entender a través de la razón. El teatro permitía acceder a cuestiones teológicas y hacerlas comprensibles al heterogéneo público que  cada año asistía a esas representaciones, con su representación de conceptos ponían en cuestión la relación entre el pecado, la culpa y el libre albedrío, el poder de la gracia y su relación con la ley natural y la ley escrita, la presencia del mal (existencia de Luzbel) y la salvación, como así también, la vigencia de la responsabilidad moral de nuestras acciones y la relación.  Todo esto constituye un argumento incontrastable que demuestra la vigencia que este género podría tener en nuestros días, en los que los temas antes señalados continúan vigentes. Por ello, creo que la recuperación de una matriz medieval puede constituirse en una situación de partida para (re)construir y (re)significar  el drama de nuestro tiempo y un puente para comunicarse con los hombres de hoy  y no sólo católicos.

En nuestro país, la devoción mariana alcanza enormes dimensiones. Basta con  señalar el  fervor  manifiesto a  las distintas advocaciones: Nuestra  Señora de Lujan,  la  Virgen Desatanudos, la Virgen de San Nicolás, Nuestra Señora de Itatí, entre otras. Todas estas manifestaciones de fe podrían enriquecerse y difundirse si paralelamente se apelara a la representación del segundo género medieval al principio mencionado, los  Milagros (en especial los escritos por  Gonzalo de  Berceo), que esclarecen a través de sus símbolos poéticos las verdades teológicas en las que los católicos creen: La Virgen es un prado y el verdor, su virginidad; las cuatro fuentes que allí se ubican son los cuatro evangelios; la sombras son las oraciones de quienes acuden a  Ella y los árboles que dan son sombra, son los milagros que a través de ella se operan; las flores, son los diversos nombres con los que se la invoca ( es estrella y faro de los mares, es la “Reina de los Cielos”, la “estrella matutina”, el “puerto”;  la Virgen protege a los que siguen los mandamientos, pero también a los pecadores que la invocan y a los arrepentidos. Milagros que no se nutren de sentimentalismos sino de acciones concretas de reparación y compromiso.

Las numerosas y variadas corporaciones de comerciantes y artesanos que conformaron la sociedad europea de los siglos XII, XIII y XIV encontraban protección asimismo en sus santos patronos. El que eligieran  sus vidas ejemplares – no sólo para referirse a sus “milagros”-  resulta  inspirador para nuestra época en la que las acciones y conductas exhibidas por los personajes modélicos encarnan de modo casi excluyente valores de signo negativo, y las acciones y conductas dignas de ser conocidas y seguidas son silenciadas o soslayadas. El desconocimiento sobre aspectos fundamentales de la historia de los santos afecta aún a aquellos que son “populares” lo que nos lleva a preguntarnos, por ejemplo: ¿Qué es lo que los fieles seguidores de San Cayetano, patrono del trabajo conocen de su vida? ¿El hecho de que los fieles acudan en su mayoría para agradecer milagros o para solicitarlos es suficiente a la hora de hablar de una religión verdaderamente vinculante con Dios y con el prójimo, o que  implica una posición clara frente a la tríada vocación-trabajo-sociedad? Más allá de ofrendas, pedidos y promesas, ¿qué conocen los fieles de las vidas  ejemplares de tantos santos y santas?

Lope de Vega, Tirso de Molina y Calderón de la Barca retomarán y perfeccionarán en el Siglo de Oro Español el llamado  “teatro religioso”. En el marco de un período transicional,  entre “la praxis medieval y la sociedad burguesa- en términos de Ágnes Heller-, estos autores justificaron la fe cristiana pero mostrando las diferencias entre  la devoción religiosa y la Iglesia como Institución. El teatro aparecía  asociado así  a un espíritu religioso que involucraba a la razón y al conocimiento. Como lo expresaban las coplas de españolas de entonces “Aquel que se salva sabe, el que no, no sabe nada”.

En la segunda mitad del s. XIX Disraelí  lanzó la pregunta “¿Es el hombre un mono o un ángel?”. Los dramaturgos, a fines de ese siglo y a lo largo del XX, dieron disímiles respuestas. Desde el naturalismo al absurdo se presentar como protagonistas  a criminales, locos y suicidas, más cerca de la animalidad que de la humanidad;   el teatro épico y didáctico brechtiano, asociado con el materialismo, se propuso  crear un hombre nuevo, crítico de la injusticia y revolucionario en el campo político, capaz de modificar estructuras que dañaban a la mayoría de los individuos.

Desde el catolicismo, escritores como Gabriel Marcel y Paul Claudel, eliminan   el acta de defunción de las virtudes teologales: en un mundo donde no hay cabida ni para la fe, ni para la esperanza, ni para la caridad, ambos proponen que la vida humana adquiere  sentido cuando se pone al servicio de lo trascendente. El hombre nuevo no es ni aquel que no recuerda donde está o porqué está donde está, ni el condicionado por superestructuras para actuar como actúa, sino el hombre  que asume la responsabilidad de  sus actos, que no le teme al Misterio, que confía en la Gracia, que practica la Misericordia, que se cobija en Fe, y que, en consecuencia, multiplica los dones recibidos.

Considero deseable que en este siglo XXI aparezcan dramaturgos capaces de  volver a poner en escena discusiones teológicas que han quedado interrumpidas, ofrecer como modelos vidas de nuevos santos, plantear  interrogantes que abran la mente de  los espectadores de hoy a un pensamiento metafísico y  a la búsqueda del sentido de la vida, enriqueciendo la tarea siempre inacabada de una “evangelización” que apunte al restablecimiento y fortalecimiento de valores morales. 

 

 

 

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