A pesar del nivel alcanzado por la
humanidad en el campo de la ciencia y de la técnica (y del conocimiento en general), los hombres
encuentran dificultades para responder satisfactoriamente los interrogantes
planteados por Kant: qué puedo saber, qué debo hacer, qué me cabe esperar, cómo
es el hombre y su mundo. La
Metafísica , la
Moral , la
Religión y la
Ciencia han aportado desde sus campos específicos posibles
respuestas.
Pero ha sido el arte y, en
especial, el teatro, el que ofreció
desde hace más de veinticinco siglos, a todos los hombres de las más dispares
culturas, si no respuestas concretas,
las preguntas adecuadas, y ha revelado adonde pueden conducir los caminos
elegidos.
Porque el teatro es un acto de representación, la construcción de una
ficción que pone frente a frente a un actor y a un espectador al que se le
ofrece una nueva posibilidad de descubrir un relación diferente con la realidad
cotidiana o no, inmanente o trascendente, individual o colectiva, del presente o del pasado.
Y en
este proceso entran en juego las sensaciones, las emociones, el
intelecto, la imaginación, los modelos culturales, el imaginario colectivo. De allí,
las estrechas relaciones entre el teatro y la vida, el teatro y el destino de
los hombres.
Quienes temieron el poder revelador del teatro lo llegaron a comparar
con la peste y con el fuego por los terribles efectos que sobre la sociedad
podía acarrear un discurso que ponía en
acción cuerpos y mentes. Sin embargo, la historia mostró lo contrario. En el
mundo griego, Aristóteles, vio en el teatro era no sólo representación de la
realidad sino mostración de lo que la realidad podía (y debía ser); la
tragedia, el género más excelso ofrecía como modelo a imitar a los mejores, y tanto
Esquilo como Sófocles exaltaron los valores de la nobleza y la virtud en las
relaciones de los hombres, como así el
temor y la piedad en relación con los dioses. Inclusive Eurípides, para quien
lo divino aparece ya desdibujado, presenta seres movidos por un insaciable afán
de justicia. Como lo comprueba Werner Jaeger, el teatro aparece asociado a una paideia.
El mundo medieval percibió con claridad
esa relación entre vida y teatro cuando en Pascua y Navidad transforma
el altar en escenario al tiempo que- tal como lo describe M Berthold -el coro,
la nave transversal y el crucero encuadran la acción litúrgica.
Misterios, Milagros y Moralidades se desplazarán, luego, a los pórticos de
las iglesias, a los patios de los monasterios y a las plazas de los mercados en
escenarios múltiples verticales o sobre carros. En todos lo casos, la vida
triunfa sobre la muerte porque la palabra de los profetas es trasmitida y, como
sus profecías se cumplen, la salvación es posible. Los Milagros de la Virgen alcanzan a sus
devotos y lo sobrenatural anima a la naturaleza; la Misericordia Divina puede
alcanzar aún al más terrible pecador. El teatro aparece asociado a la difusión
de la doctrina católica, a lo didáctico.
Hablar de evangelización en el
siglo XXI puede sonar anacrónico en
muchos oídos, aún entre los católicos. Y más aún si para la propuesta de hacerlo a través del teatro
elegimos tres géneros que -salvo para los esp ecialistas-
son considerados antigüedades: el Auto Sacramental, los Milagros de la Virgen y
la Vida de Santos Creemos, por el contrario, que estos tres géneros pueden ser
tan eficaces a la hora de transmitir valores éticos y religiosos. Los Autos
Sacramentales “obras teatrales de un solo acto representadas en / o alrededor de la festividad del Corpus Christi con el fin de exaltar el misterio de la
Eucaristía ” -definición de Domingo Yndurain- permitían
representar cuestiones difíciles de entender a través de la razón. El teatro
permitía acceder a cuestiones teológicas y hacerlas comprensibles al heterogéneo
público que cada año asistía a esas
representaciones, con su representación de conceptos ponían en cuestión la
relación entre el pecado, la culpa y el libre albedrío, el poder de la gracia y
su relación con la ley natural y la ley escrita, la presencia del mal
(existencia de Luzbel) y la salvación, como así también, la vigencia de la resp onsabilidad moral de nuestras acciones y la
relación. Todo esto constituye un
argumento incontrastable que demuestra la vigencia que este género podría tener
en nuestros días, en los que los temas antes señalados continúan vigentes. Por
ello, creo que la recuperación de una matriz medieval puede constituirse en una
situación de partida para (re)construir y (re)significar el drama de nuestro tiempo y un puente para
comunicarse con los hombres de hoy y no
sólo católicos.
En nuestro país, la devoción mariana alcanza enormes dimensiones. Basta
con señalar el fervor
manifiesto a las distintas
advocaciones: Nuestra Señora de
Lujan, la
Virgen Desatanudos, la Virgen de San Nicolás,
Nuestra Señora de Itatí, entre otras. Todas estas manifestaciones de fe podrían
enriquecerse y difundirse si paralelamente se apelara a la representación del
segundo género medieval al principio mencionado, los Milagros (en esp ecial
los escritos por Gonzalo de Berceo), que esclarecen a través de sus
símbolos poéticos las verdades teológicas en las que los católicos creen: La Virgen es un prado y el
verdor, su virginidad; las cuatro fuentes que allí se ubican son los cuatro
evangelios; la sombras son las oraciones de quienes acuden a Ella y los árboles que dan son sombra, son
los milagros que a través de ella se operan; las flores, son los diversos
nombres con los que se la invoca ( es estrella y faro de los mares, es la
“Reina de los Cielos”, la “estrella matutina”, el “puerto”; la
Virgen protege a los que siguen los mandamientos, pero
también a los pecadores que la invocan y a los arrepentidos. Milagros que no se
nutren de sentimentalismos sino de acciones concretas de reparación y compromiso.
Las numerosas y variadas corporaciones de comerciantes y artesanos que
conformaron la sociedad europea de los siglos XII, XIII y XIV encontraban
protección asimismo en sus santos patronos. El que eligieran sus vidas ejemplares – no sólo para referirse
a sus “milagros”- resulta inspirador para nuestra época en la que las
acciones y conductas exhibidas por los personajes modélicos encarnan de modo
casi excluyente valores de signo negativo, y las acciones y conductas dignas de
ser conocidas y seguidas son silenciadas o soslayadas. El desconocimiento sobre
aspectos fundamentales de la historia de los santos afecta aún a aquellos que
son “populares” lo que nos lleva a preguntarnos, por ejemplo: ¿Qué es lo que
los fieles seguidores de San Cayetano, patrono del trabajo conocen de su vida?
¿El hecho de que los fieles acudan en su mayoría para agradecer milagros o para
solicitarlos es suficiente a la hora de hablar de una religión verdaderamente
vinculante con Dios y con el prójimo, o que
implica una posición clara frente a la tríada vocación-trabajo-sociedad?
Más allá de ofrendas, pedidos y promesas, ¿qué conocen los fieles de las
vidas ejemplares de tantos santos y
santas?
Lope de Vega, Tirso de Molina y Calderón de la Barca retomarán y
perfeccionarán en el Siglo de Oro Español el llamado “teatro religioso”. En el marco de un período
transicional, entre “la praxis medieval
y la sociedad burguesa- en términos de Ágnes Heller-, estos autores
justificaron la fe cristiana pero mostrando las diferencias entre la devoción religiosa y la Iglesia como
Institución. El teatro aparecía asociado
así a un espíritu religioso que
involucraba a la razón y al conocimiento. Como lo expresaban las coplas de
españolas de entonces “Aquel que se salva sabe, el que no, no sabe nada”.
En la segunda mitad del s. XIX Disraelí
lanzó la pregunta “¿Es el hombre un mono o un ángel?”. Los dramaturgos,
a fines de ese siglo y a lo largo del XX, dieron disímiles respuestas. Desde el
naturalismo al absurdo se presentar como protagonistas a criminales, locos y suicidas, más cerca de
la animalidad que de la humanidad; el
teatro épico y didáctico brechtiano, asociado con el materialismo, se propuso crear un hombre nuevo, crítico de la
injusticia y revolucionario en el campo político, capaz de modificar
estructuras que dañaban a la mayoría de los individuos.
Desde el catolicismo, escritores como Gabriel Marcel y Paul Claudel, eliminan
el acta de defunción de las virtudes
teologales: en un mundo donde no hay cabida ni para la fe, ni para la
esperanza, ni para la caridad, ambos proponen que la vida humana adquiere sentido cuando se pone al servicio de lo
trascendente. El hombre nuevo no es ni aquel que no recuerda donde está o
porqué está donde está, ni el condicionado por superestructuras para actuar
como actúa, sino el hombre que asume la
responsabilidad de sus actos, que no le
teme al Misterio, que confía en la
Gracia , que practica la Misericordia , que se
cobija en Fe, y que, en consecuencia, multiplica los dones recibidos.
Considero deseable que en este siglo XXI aparezcan dramaturgos capaces
de volver a poner en escena discusiones
teológicas que han quedado interrumpidas, ofrecer como modelos vidas de nuevos
santos, plantear interrogantes que abran
la mente de los espectadores de hoy a un
pensamiento metafísico y a la búsqueda
del sentido de la vida, enriqueciendo la tarea siempre inacabada de una “evangelización”
que apunte al restablecimiento y fortalecimiento de valores morales.
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