Algunas propuestas escénicas.
Considero esclarecedor el hacer
referencia a una serie de espectáculos que al tiempo que contribuyeron a
completar el contexto espectáculos de la década del ´60, permiten verificar el tipo de de ruptura propuesto de
los patrones escénicos consagrado. Selecciono (y completo) aquí los comentarios
aparecidos en tres diferentes momentos[1],
sobre espectáculos que tuve oportunidad de presenciar y que califiqué de
“vanguardia” entendida como el producto “bélico” - metáfora que también remite al combate- de una
generación cuyos postulados se centraron en un esencial internacionalismo y
anti tradicionalismo.
Un juego de transposiciones.
En septiembre de 1961 se presentó Candonga, en el Museo
Nacional de Bellas
Artes. Concebido sobre un poema de Jorge Garat, confiado en su aspecto
narrativo a Roberto Villanueva, contó con la participación de los arquitectos Miguel Asencio y Rafael Iglesia, quienes fueron los encargados de
proyectar y realizar el sistema de cuatro proyectores de diapositivas,
sincronizados entre sí y con la banda sonora. Este espectáculo incitaba al
público a reconocer un nuevo teatro que
integraba la música, la pintura y la escultura. El intento de lograr la
correspondencia del teatro con otras artes, exigía un texto que trazara una
estructura verbal paralela a la idea escenográfica. Se lograba, entonces, una
suerte de comedia de magia verbal, musical y plástica que respondía al intento de un teatro
“total”.
La lectura actualizada de los
clásicos.
Lectura: lectura del texto
fuente, preparación las condiciones de producción, tipo de concretización
propuesta por el director; actualizada en referencia a lo estético, a lo social
y a lo cultural; clásicos: cualquiera de las treinta y una tragedias en griego
y las diez en latín con las que hoy
contamos.
La actualización de obras
clásicas fue llevada a cabo con regularidad a lo largo de cinco temporadas. No hay piedad para Hamlet
(Shakespeare-Trejo-, en 1965; Hamlet (versión reducida de
Marowitz-Trejo) y El burlador (Tirso
de de Molina- Montero), en 1966; Timón
de Atenas (Shakespeare-Villanueva,
en 1967); La Orestíada (Esquilo-
Teatro del despojamiento), en 1968; y Las
Nubes (Aristófanes- Romeo, en 1969).
Si bien -parafraseando a Francisco Ruiz Ramón- no existe otra lectura actual de los clásicos que aquella
que consiste en representarlos por los hombres de teatro actuales para los públicos actuales, aquí nos
referimos a estas indagaciones escénicas que parten de la confrontación autor/dramaturgo versus director/actores,
como un reto entre texto/propuesta de
montaje.
Los espectáculos citados
coincidieron en el sentido de crear a los personajes “en contra” o “al margen” del texto fuente,
los signos lingüísticos perdieron su primacía y fueron desplazados por signos visuales, sonoros y gestuales (gestos
rítmicos y gestos descriptivos). Ante el interrogante sobre cuáles eran las
vías de comunicación más aptas para acercarse a las obras del pasado, todos
privilegiaron el movimiento y una gestualidad intencionalmente codificada, pero
no llegaron a generar las condiciones
necesarias para que pudieran ser descifrados
por aquellos que los debían
percibir. En consecuencia, las fuentes se hicieron casi irreconocibles y el
espectáculo produjo variadas y
contrapuestas interpretaciones por parte de los receptores, abrumados
y sorprendidos por “el vacío semántico” de
los signos (como diría Kristeva).
El cuerpo como signo y como
creador de espacios.
Se impone aquí hablar de Ángel Elizondo y sus Imágenes
del Circo (1965). Este director
puso de manifiesto en sus producciones los dos principales objetivos
perseguidos: la liberación del cuerpo y
la posibilidad de decir a través del cuerpo algo más que la palabra,
separar el cuerpo del texto y luego evocarlo alusivamente. “El cuerpo es una
estructura en libertad que permite decir cosas que no pueden decirse a través
de la palabra. Hay un universo para el cuerpo de lo no comunicado hasta ahora”- fueron sus declaraciones[2].
Este espectáculo le permitió desarrollar la importancia de un lenguaje específico de acciones (antes que
gesticulaciones) y crear un “teatro total” apoyado por los equipos sonoros y
visuales del ITDT y la música de
Víctor Pronzato. En este punto se
aparta del lema de su maestro francés
Ettiene Decroux (“El mimo es el arte del
silencio”). Para Elizondo, lo que
comúnmente llamamos silencio es una combinación de sonidos o ruidos, un
movimiento en espacio produce ya ciertas vibraciones que son las que, a veces,
en un estado especial de sensibilidad auditiva, nos hace oír a alguien sin que
este, aparentemente, haga ruido. En Imágenes del Circo, sin desechar lo mimético destaca el carácter performático;
el espectáculo mostraba claramente que su autor/director apuntaba a algo más
que una habilidad
artesanal-imitativa. Al mismo tiempo, aparece interesado en la instancia de la
recepción: “nos planteamos el interrogante de si el espectador actual es capaz
de deducir un mensaje a través solamente
de lo que se ve sin que se lo guíe o se
le imponga como un panfleto (…) Llegamos a la conclusión de que el
espectador es capaz de deducir, de
pensar y de ver una forma de comunicación no explícita algo más que lo
que en principio nos proponemos: una satisfacción estético artística”[3]. Y su idiolecto estético se reconoce por su
capacidad de potenciar lo alusivo de las asociaciones sinestésicas (por
ejemplo, gestos sonoros); el cuerpo puede ser una sensación cromática, un tono
vocal, un símbolo, un signo icónico, un instrumento lúdico que diseña
permanentemente el espacio escénico. Realiza así el acto comunicativo en un
casi exceso de polifonía.
Condiciones materiales del arte de la receptividad.
Me detengo ahora en dos
espectáculos del Grupo Lobo: Tiempo de
Fregar y Casa una hora ¼ (1966/1967).
En el primero, uno de los
intereses principales de los integrantes de este equipo teatral fue modificar
las relaciones tradicionales entre el espectador y los actores y entre el
espectador individual y resto de la audiencia. Para lograrlo procuraron suscitar
además de atención, interés y sorpresa, sensaciones de extrañeza e incomodidad
física. Solicitado desde sus entrada a
la sala por varios estímulos simultáneos (música, ruidos, gritos, efectos
visuales, permanentes desplazamiento), el espectador le resultaba difícil
orientarse en tanto en el “plano interpretativo” como en el “plano pragmático”
(en terminología de Marco de Marinis).
Una vez que el espectáculo ha comenzado, el público continúa preguntando cuál
es su situación, o cómo debe comportarse,
pues el escenario tradicional no
existe y el área de juego se traslada varias veces a lo largo de la
representación. Sobre esta experiencia
“vigilada” por Roberto Villanueva, una crítica periodística afirmaba
“Gústese o no de ellos, los espectáculos que acoge la sala de Experimentación Audiovisual del Instituto Di
Tella son como Sócrates decía de sí mismo, el tábano que pica y mantiene
despierto a un noble caballo”[4].
En Casa
una hora ¼ es el
decorado el que subvierte todo
tratamiento convencional: actores y es espectador caminan y se entrecruzan en un paseo por una casa virtual. Encuentro
en esta propuesta notables coincidencias con varios de los elementos (movimientos, expresiones, gestos) que
identifican al teatro de la crueldad; el espacio explorado en todos los planos,
superposiciones de las imágenes y de los movimientos; silencios, gritos y
ritmos; un lenguaje físico que reemplaza a los signos lingüísticos; intensidad
lumínica e inmersión del espectador en un mundo de vibraciones y agitación material.
Ambos espectáculos fueron
proyectados como obras capaces de
promover en el intérprete “actos de
libertad consciente” (Pousser), y transmitir a los receptores mensajes de
máxima ambigüedad.
La destrucción de la trama.
Ubico en este tramo final Drácula, el vampiro (1966), Aventuras
1 y 2, y Futura (1968), de
Alfredo Rodríguez Arias
(1967). Estas tres obras revelan un progresivo despojamiento de lo
narrativo.
En Drácula
había anécdota, pero transmitida a
través de un diálogo y una acción esquemáticos que sólo la señalaban; el contexto estaba
violentamente cambiado. En este contraste intervenían audazmente combinados lo
visual y lo auditivo (participación activa de técnicos de cabina y un ingeniero
de sonido).
La disociación a la que hace
referencia el subtítulo fue más evidente en Aventuras.
La anécdota esta relatada en toda su extensión pero la acción escénica no
correspondía a la acción narrada. El texto era emitido según tres pautas
convencionales, no expresivas; lo gestual estaba tratado como otro sistema
convencional que no coincidía ni con la anécdota narrada ni con la forma de
emisión del texto. Los tres sistemas de señales (la acción narrada, la formas
de emisión vocal del texto, el proceso gestual) no coincidentes, al ser
simultáneos se modificaban entre sí y generaban un sistema de relaciones
ambiguo. Allí residía, creo, lo específico dramático del espectáculo.
En Futura ya no existía anécdota, y el texto, ni siquiera narrativo, era transmitido de
manera informativa. Rodríguez Arias trabajaba
la acción escénica como una secuencia de señales que a veces parecían coincidir
con el texto, y sólo cuando terminaba el tiempo del espectáculo, el público
caía en la cuenta de la integración absoluta de los dos elementos.
En síntesis, estas tres obras, la
distorsión en el modo de pronunciar el texto, al tiempo que nublaba el
significado de las palabras, valorizaba su nivel significante: el lenguaje
verbal funcionaba básicamente como imagen acústica. Al mismo tiempo, el hecho
de que cada elemento de la representación, después de aislarse de los otros,
lograra establecer un sistema de relaciones elementales, proponía al receptor
una confrontación de los diversos planos de la comunicación escénica.
[1]
Perla Zayas de Lima, Relevamiento del teatro argentino, Bs. As.,
Rodolfo Alonso, 1983; “Nuevos espacios escénicos: una nueva dramaturgia”, en Primeras
Jornadas de Investigación Teatral,
ACITA, 1984; y “El Instituto
Di Tella, coto de vanguardia,
Espacio de Crítica e Investigación Teatral, Fundart.
[2][2]
Entrevista que le realicé a Elizondo en su Estudio en ocasión de la redacción de mi Diccionario de
directores y escenógrafos del teatro
argentino, Bs. As., Galerna,
199º, p. 384,
[3]
Id., p. 385
[4]
Para un análisis más completo de ambas obras, ver Perla
Zayas de Lima, Relevamiento del teatro
argentino (1943-1975). Bs. As. Rodolfo Alonso, pp. 174 a 177.
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