Estructura
del volumen.
Aproximadamente un
lustro separa la escritura de cada una de las
obras que integran el volumen: Medea en camariñas (2005), Atardecer en Mitilene (2009/2010), y Antígona frente a los jueces (2014). Sin
embargo las tres parecen estar construidas bajo la misma impronta: estar
basadas en sus profundos conocimientos
sobre mundo clásico (Pociña es catedrático de
Filología latina en la
Universidad de Granada) y sobre la pervivencia del teatro clásico en los
teatros modernos y contemporáneos (compilador junto con Aurora López, de Medeas. Versiones de un mito desde Grecia hasta hoy y Fedras de ayer y hoy. Teatro, poesía, narrativa y cine ante un mito
clásico, entre otros trabajos).
La introducción, a
cargo del propio autor, puede ser analizada en dos partes. La primera, su punto
de vista sobre las reescrituras dramáticas, posición que justifica a partir del
análisis de las diferentes versiones del tema grecorromano de Hipólito y Fedra.
Eurípides dejó “la puerta abierta de par”
a “incontables reescrituras” (p. 11); en consecuencia “nos hallamos ante una
eterna reescritura, siempre con la misma historia en la base, pero siempre
distintas en sus recreaciones” (p. 15).
Estas ideas le permiten legitimar sus propias escrituras, que son
comentadas en la segunda parte. Elige el “monólogo dramático”, Medea en Camariñas, para ofrecer una
nueva visión del mito; sus diferentes puestas en escena en castellano, italiano
y griego, y contaron con laudatorias y agudas críticas académicas que aparecen
aquí reproducidas. Atardecer en Mitilene,
no es sólo el producto de sus conocimientos teóricos, sino por “una enorme
afición y una adoración sin límites por la figura de Safo” (p. 23). Antígona frente a los jueces emerge de una experiencia que en el campo
teatral puede considerarse ideal: formar parte de un taller que proponía
reflexionar sobe Mito y Razón, organizado por directores escénicos y en vistas
de generar una representación escénica.
A las 121 páginas que
incluyen el prólogo y las piezas dramáticas, se le suman otras nueve que
incluyen fotos de las distintas representaciones que tuvieron sus obras,
excepción hecha de Antígona, no estrenada al momento de publicación del libro
Una
lectura desde la Argentina de las
reescrituras de tres mitos clásicos hechas por un autor gallego en español.
Medea en Camariñas.
Pociña
decide reemplazar el género tragedia por un monólogo dramático (originalmente
había sido calificado por su autor como
“relato breve”) estrenado en Valencia en el 2005. A pesar de su extrema
reducción (le coro es mudo, la criada, Jasón y Creonte sólo aparecen citados,
se soslaya el episodio con Egeo), mantiene al tiempo que refuta los datos
básicos del mito; el único que queda en pie es el filicidio. Pero respeta la
moderación que propone Aristóteles: una
escenografía sencilla y de gran fuerza poética y simbólica, así como el
reconocimiento de las ventajas de un espacio teatral abierto. La didascalia
inicial informa pormenorizadamente sobre el espacio y el vestuario de los
personajes (el de Medea y el de las lavanderas, su aspecto externo, sus
acciones, los objetos utilizados). Con
sus reflexiones y juicios, esta Medea explicita -así
lo señaló Aurora López- sus reivindicaciones feministas al ofrecer a las
destinatarias de su discurso valores alternativos al orden patriarcal y el
deseo de libertad individual.
Medea habla (pp. 33-60), porque sólo le resta
hablar y lo hace en un registro propio de la vida ordinaria, que ha quedado
reducida a lavar la ropa, limpiar
orines, ordenar la casa, trabajos manuales que devalúan la tradicional imagen
mítica de Medea como descendiente directa del Sol y como reina de las Magas.
Pero no habla en soledad, la presencia de un coro mudo pero cuyas integrantes
son interpeladas individualmente a lo largo de la pieza, configura un peculiar
escenario dialógico en el que a la confesión de un yo que busca superar la
angustia del abandona se suma la interpelación a un ustedes, que implica
repensar cuáles son los vectores de la memoria que merecen ser revisados.
La
protagonista cuestiona el mito a través de los distintos materiales que estructuran
esta fábula: el viaje de Jasón con
los Argonautas, el encuentro de Medea y Jasón, el robo del vellocino de oro, llegada a Corinto, el
abandono de Jasón para casarse con Creúsa, el destierro de Medea de Corinto sin
sus hijos, la ceremonia nupcial, la muerte de
Creúsa y Creonte, y la muerte de los hijos. Pociña
instala un punto de giro fundamental: lo sagrado no irrumpe en la vida,
y el mito sirve para dotar de un carácter trágico circunstancias sociales
específicas como la vida en un ámbito en el que rigen valores arcaicos (un
pueblo gallego de fines del siglo XIX). Medea encarna la denuncia de triple
marginalidad: por ser mujer, por ser pobre y ser extranjera; la entidad de
Jasón como héroe (sin lugar en la escena en el texto[1])
resulta cuestionado; a diferencia de Séneca, su Jasón carece de justificativos
políticos para su acción (en esa perspectiva se acerca a la de Eurípides). A partir de la segunda secuencia
la protagonista desmonta distintas
fuentes míticas y propone su propio discurso sobre los hechos, lo que le
permite reflexionar la relación entre civilización y barbarie, la falacia del
heroísmo de Jasón y las leyendas sobre sus hazañas, la pasión amorosa como
forma especial de maladie, la
importancia de ser dueños de las
palabras.
Se
aparta de sus fuentes primarias,
Eurípides y Séneca. Del primero, en que a la protagonista no le interesa tanto
ser grata a los habitantes como explicar su verdad como mujer y extranjera, y el
que las mujeres del coro no revelen ningún tipo de solidaridad con la
protagonista a pesar de ser también ellas mismas marginadas por cuestiones de género. Del segundo, por la
carencia de ira, furor o pasión y la prevalencia de una absoluta lucidez y
racionalidad.
A
lo largo del extenso monólogo que reemplaza al aria euripiana, Medea aparece
humanizada, y parece perder pierde su característica de
“terribilidad” y sus “peripecias”
implican un mundo en el que no sólo no tienen cabida los dioses, sino los
héroes; asimismo los valores absolutos, se relativizan a tal punto que la
diferencia entre el bien el mal se reviste
de porosidades. Pero a partir del párrafo final, todo se transforma, y
nos precipitamos al ámbito del mito en
el que todos los límites resultan traspasados, con la descarnada confesión del filicidio. La
riqueza del texto escénico se fortalece, finalmente, con la inclusión de las
estrofas iniciales del poema “Epitafio”
-que cierra el espectáculo-, y Yannis Ritsos, compusiera inspirado por la represión
generada ante la manifestación obrera
en Tesalónica en 1936 y que
reviste todo lo anterior de esa tristeza majestuosa que constituye todo
el placer de la tragedia[2]. La obra de Pociña pueda leerse, en
consecuencia como un valioso e insoslayable original más en la larga lista de
Medeas.
Atardecer
en Mitilene
En el prólogo aparece
una extensa crítica y análisis de esta obra, realizada por Lucía Romero
Mariscal, pero creo que es pertinente referirme a algunos aspectos
relevantes a la hora de cómo abordar la lectura de la producción ficcional de Pociña.
En esta recreación de
Safo (pp.61-95), el autor apunta a varios temas relacionados con esta poetisa, integrados
con singular maestría: la convivencia entre mythos
y logos, lo femenino y los conflictos
de género, la autorreferencialidad en el arte. Pero también establecer sutiles puntos
de contacto entre los parlamentos y el discurso crítico de prestigiosos
investigadores. Las irónicas palabras de
Mégara –una de las discípulas de Safo- sobre el tratamiento poético de la
relación amorosa entre Héctor y Andrómaca, como un “cuadro
enternecedor” con G. S. Kirk[3]; y el
tratamiento dramático de cuatro temas que emergen de los diálogos entre la poetisa y las seis
jóvenes que conviven con ella (el círculo sáfico, el eros sáfico, la lírica y
el sentimiento de la vida en comunidad) con las investigaciones de Werner Jaeger[4].
También se aborda el tema de la recepción y de una obra abierta a distintas
interpretaciones (discusión entre Mégara
y Filenis sobre el sentido del epitalamio referido a Faón).
Su Safo es la escritora
experimentada, consciente de la necesidad de corregir la propia obra hasta
eliminar “rugosidades” y “aristas” (p. 65), y que tiene la responsabilidad de asumir
la defensa de la mujer constantemente sometida (a partir del conflicto de
Gongila, destinada por su padre a ser la esposa de un amigo suyo, viudo);
denunciar la sumisión y el silencio al que están sometidas las mujeres casadas,
y proclamar la necesidad de una libre elección en el campo del amor y de una
buena educación que permita prepararse a las mujeres para el día en que se den
las condiciones para el cambio (Safo cree que ese día “tendrá que llegar”, p.
94). Pero también la mujer adulta que
aconseja y aprende, que acepta distintos
tipos de amor y distintos tipos de mujeres, que ha aprendido a vivir con la
tristeza del paso del tiempo y la pérdida de un ser amado, pero que no admite,
la obscenidad, la grosería, o la prostitución de los cuerpos ni de las mentes.
En medio de un
atardecer luminoso (literal y metafórico al mismo tiempo)[5] el autor hace que la protagonista transite
fluidamente por espacios complementarios (memoria y olvido, vida y escritura,
pasado y presente) y contrapuestos (amor
y odio, lealtad y traición, libertad y sumisión); y trasmita dramática y poéticamente ese itinerario a
partir de un doble juego rítmico
determinado, por una parte, por la utilización de la prosa y el verso (poemas
de Safo
auténticos y atribuidos); por otra, por el empleo del español y del griego, que en
el canto a capella son interpretados
con la pronunciación clásica.
En el diálogo se
depositan todas las claves para aproximarnos a Safo y, al mismo tiempo, entender
el porqué de la admiración de Pociña por ella. Esta décima musa (según los
griegos) no sólo es mostrada como figura histórica y canónica, sino como
nuestra contemporánea que puede expresar “la intensidad misma de la vida individual” y la “libre comunicación de
los más secretos movimientos del alma
(Jaeger, pp. 131 y 132), y denunciar aquellos problemas de género que aún
siguen vigentes en gran parte de nuestro
planeta.
Pociña, así como Safo fue
capaz de convertir en lírica una parte
de la tradición mítica heredada, logró transmutar el mundo lírico de su
protagonista, en palabra teatral.
Y así como Safo logró sacudirse el peso de la tradición, y utilizar de la
mochila del mundo mítico sólo lo que podía estar al servicio de su arte, Pociña,
pudo soslayar la densidad de sus conocimientos teóricos como filólogo e
historiador del mundo clásico y hacer prevalecer su “lectura personal de la poesía de Safo”
y su
“visión de la persona de Safo a partir de su poesía” (Pociña, p. 27).
La figura de Antígona
reviste un especial interés para los argentinos, ya que los mitos
relacionados con ella han servido de claves para entender diferentes momentos
de nuestra historia. Antígona
frente a los jueces (pp. 97-121) ofrece un riquísimo material
latente que espera su aparición en escena, no sólo porque nos habla de una
mujer que lucho por lo que creía justo, sino porque a diferencia de otras
“Antígonas” locales (pienso específicamente en las concebidas por Leopoldo Marechal y Griselda Gambaro), la de Pociña recorta la fuente
griega y la condensa en un episodio que parece hablarnos directamente a los
argentinos.
En el texto fuente, la
heroína sucumbía ante la fuerza creada por el estado-polis, un poder absoluto que se siente superior aún a esas leyes no escritas de los dioses
(para los griegos la recuperación y el entierro de los cuerpos no implicaban
suscribir la causa por la que habían muerto).
A partir de los anacronismos obvios a los que el autor hace referencia
en la didascalia inicial: a) asistimos a un juicio en el que participan cuatro
“Jueces” y - como un coro participante activo de la acción- cuatro “Pueblos”;
b) el tribunal está compuesto por hombres y mujeres; c)predomina un tipo de
discurso jurídico; d) el coro se atreve a desafiar tanto a Creonte (junto con Antígona, los únicos identificados con nombres propios)
como a los jueces. Mientras el Pueblo Cuatro advierte sobre el pánico que
generan las preguntas al poder absoluto, el Uno, el Dos y el Tres, coralmente, el derecho a
VOZ.
La importancia de esta
Antígona es que además de aparecer como nuestra contemporánea, sobrepasa
episodios históricos puntuales. Ella denuncia la crueldad de las guerras
civiles, la injusticia de la justicia sometida a los poderosos, pero también
la volubilidad del pueblo que “cambia de
ideas a la primera se deja arrastrar por palaras y promesas que olvida
enseguida y promesas que olvida enseguida y no es capaz de hacer cumplir,
dejándose llevar como las ovejas de un rebaño” (p. 117). Para aquellos países que han sido víctimas tanto de
dictaduras como de populismos, el texto opera como un espejo que refleja una
imagen que no quiere ser vista. Frente a un pueblo que se calla demasiadas
veces cuando debería hablar (p. 120), la figura de Antígona se eleva,
intransigente a todo pacto, y como en el caso de Medea y Safo, como defensora denunciante de los
tradicionales modelos patrialcales.
Medea en
Camariñas, Atardecer en Mitilene
y Antígona
frente a los jueces, permiten calificar
a Andrés Pociña como un lúcido buceador
de mitos y un fino orfebre del mundo femenino.
[1]
De decidir un director colocarlo en
escena, el personaje cumpliría el papel de oyente, sin capacidad para refutar
el discurso de la protagonista, sin nada para decir.
[2]
“Ce n´est point una nécessité que´il ait du sang et des morts dans une tragédie; il suffit que l´action en soit
grande, que les acteurs en soient héroïques, que les passions y soient
excitées, ett que tout s´y ressente de cette tristesse majestueuse qui fait
tout le plaisir de la tragédie” ( Racine,
Berenice, “Préface”)
[3]
No se trata de ningún accidente, por
ejemplo, el hecho de que uno de los menos logrados poemas de Safo (…) sea un ejercicio rutinario sobre las
bodas de Héctor y Andrómaca, y ello se debe a que Safo, que es
casi un caso único, logró (…) crear un nuevo género de poesía personal, para la
cual no significaban ni podían proporcionar una expresión adecuada los recursos
emocionales intelectuales de la tradición épica y mitica.” (El mito, Barcelona, Paidós, 1970) p. 258.
[4] Paideia, México, Fondo de Cultura
Económica, 1962, pp. 131-135.
[5]
La única
presencia masculina es el portero, que significativamente es mudo y quedará
inmóvil en el final, en medio del patio en penumbras y en contraste con
ese “patio cordobés”, que cita a
Mitilene, lleno de la luz, en el que
dialogan las mujeres.
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