La escritura de Patricia Suárez siempre ofrece agradables sorpresas, por los temas elegidos, por su trabajo con el humor que le otorga un estilo personalísimo, por el diseño de los personajes. La cajita de jaspe, estrenada en Tadron Teatro bajo la dirección de Herminia Jensezian y la actuación de Susana Di Gerónimo, vuelve confirmar las cualidades antes mencionadas.
“Veamos dentro de la caja de cobre/que está marcada con su nombre./ Destraba su cerradura y ábrela, levanta la tapa.” Estas palabras que aparecen en el comienzo del Gilgamesh pueden funcionar como invitación para la descubrir que hay dentro de la cajita de la protagonista, una Elena (sin H), pero que como la troyana obliga al rescate.
No se trata de una caja de uno de los metales más antiguos conocidos por la civilización y que para los egipcios representaba la vida eterna, sino de jaspe, piedra a la que se le atribuye la posibilidad de unificar aspectos de la vida terrenal. En este caso se referiría concretamente a los deseos, recuerdos, obsesiones, miedos y certezas que se enmarañan en la mente de Elena.
La autora ha diseñado un unipersonal en el que lo confesional va conduciendo al descubrimiento de una dolorosa historia individual y paralelamente nos recuerda momentos del pasado que sólo aparentemente nos resultan ajenos: Polonia, la guerra, el despojo y el destierro. El conflicto original: una señora/ madre de familia/ladrona de perfumes resulta atrapada y debe esperar encerrada en un cuarto hasta que la llegada de una de sus hijas solucione el problema. Los símbolos que aparecen lejos de sumergirnos en la ambigüedad subrayan con intensidad y proyectan hacia otros espacios lo que este aparentemente pequeño conflicto implica.
La identidad de la protagonista sólo puede develarse si se rompe el encierro que ofrece la cajita (un diminutivo que remite inmediatamente al mundo afectivo), y que el recuerdo asocia al nombre escrito en el interior del puño cerrado de su mano infantil, vuelve en el presente a tener vigencia. ¿Quién es en realidad esta mujer? ¿Por qué roba y por qué perfumes?
Lo que parecía simple se vuelve complejo; lo extravagante de sus razonamientos, lógico; lo que aparentemente no tiene salida, esperanza; la queja, apelación; la falta absolución. Las referencias bíblicas ordenan un mundo que nada tiene que ver con lo religioso. El buen ladrón crucificado no sólo es perdonado sino que estará a la diestra del Dios Padre. El perfume opera en tres niveles: en la Biblia se relata como Jesús lo a acepta como algo no superfluo; en el plano psicológico remite a un pensamiento cargado de sentimientos y recuerdos (Proust nos ha dejado memorables ejemplos); en el plano de la acción dramática de esta obra es precisamente el símbolo-perfume el que mejor puede guiar la mirada del receptor: sólo la presencia constante de aromas puede disolver esos olores del pasado (ratas muertas, cerdos, establos) que marcaron la niñez de la protagonista.
El patético grado de infortunio de la protagonista conduce al receptor a un profundo grado de comprensión que no implica identificación. Si su historia personal (polacos, sobrevivientes, inmigrantes) puede ser compartida por algunos, hay dos elementos que sí involucran a todos: el ejercicio de la memoria y la necesidad del propio reconocimiento identitario como puente necesario para integrar una identidad colectiva (identidad como herencia pero también identidad como construcción). De allí la importancia que para Elena (sin H) tiene su nombre propio y su apellido del que la cajita de jaspe y su puño aparecen como salvaguardas.
La puesta en escena reconoce y se focaliza en dos subtextos: la marca del despojo y encierro al presentar un escenario a nivel de las plateas que lo cercan en todo el contorno, sin utilería fuera de una deteriorada mesita ubicada en un costado para ofrecer un efímero reposo a quien espera ser liberada, y la fuerza de lo confesional que se manifiesta en la permanente actitud apelativa que la actriz asume para con el público, a través de lo verbal, lo gestual y lo proxémico.
En esta obra como en la mayoría de las anteriores, Patricia Suárez demuestra una notable capacidad para combinar a través de la ironía, opacidad y transparencia, cita y distorsión[1] -en especial la versión que da la protagonista a episodios bíblicos y al sentido del perdón. Es precisamente el uso que la escritora da a la ironía el que le abre la puerta a una lectura que permite simultáneamente dirigirse hacia lo dramático o a lo cómico, y percibir cómo la derrota aparece como acceso a la esperanza. La posición que ella adopta le permite ser “creativa y crítica, subjetiva y objetiva, entusiasta y realista, emocional y racional, inconscientemente inspirada y una artista consciente”[2]
pzayaslima@gmail.com
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