Enrique Dacal, profundo conocedor de las obras de Juan Mayorga, realiza una sugerente y estimulante puesta en escena de Reikiavik, obra que con mucho éxito se estrenara en Madrid bajo la dirección del autor en 2015. Muchas fueron las críticas que mereció dicha obra, por lo que prefiero soslayar tanto un resumen de su argumento como los unánimes comentarios sobre sus valores y la calidad de Mayorga como dramaturgo. Prefiero reflexionar sobre cómo Dacal aprovechó el material y cuáles fueron sus opciones a la hora de plasmar las metáforas textuales en imágenes.
El diseño espacial fue realizado en colaboración con Martín Mouesca y Néstor Pérez Vidal y el blanco es elegido para el piso la plaza y el árbol a cuyo pie transcurre la acción, que remite al color que se asocia a esa “bahía humeante” que es Reikiavik, al tiempo que simboliza la totalidad y la síntesis de lo distinto. La elección de un único árbol y no la arboleda en una plaza lo refuerza como símbolo de la vida, de la generación y regeneración que propone el texto (uno de los jugadores deteriorado por la enfermedad morirá pero un joven cuyo nombre es especialmente significativo - , ocupará su lugar). A diferencia del cartel madrileño, en el que lo central era una ficha de ajedrez, en el programa de la puesta argentina, es precisamente un árbol a cuyo pie se reúnen los personajes.
Se trata de tres seres que se diferencian por los mundos que representan (comunismo, capitalismo), por su relación con la fama (campeones consagrados, principiante) y por pertenencia generacional (adultez, adolescencia), pero que poseen una ligazón que los conecta (individualidades fuera de serie, seres capaces de consagrarse con pasión excluyente a un objetivo). Lo visual opera nuevamente como vía de acceso al sentido: los tres personajes llevan anteojos cuya forma anticuada y tamaño los definen como “nerds”[1].
Dacal reemplaza, asimismo el espacio sonoro creado por Mariano García en la puesta escena madrileña, por fragmentos de “Tomorrow´s del joven músico y compositor islandés Olafur Arlands quien con gran talento ha sido capaz de integrar “lo viejo” y “lo nuevo” y se presta de modo coherente a la intimidad y contacto cercano que ofrece el CELCIT Teatro a los actores y espectadores; pero no funciona como ”atmósfera”, sino estrechamente conectada con el estatuto de los personajes
Para un texto complejo, denso, que no sólo acumula capas de significado (el ajedrez, la competición, la fama, la política y la guerra, el individuo y las presiones sociales, que es lo que hace libres a los hombres y qué los esclaviza), sino que exige de los intérpretes continuos cambios de roles y tipo de discursos, el director acertó en la elección de los actores que encarnan a Bobby Fischer y Boris Spasski. Julian Howard aporta su formación como acróbata y su participación en el grupo Los Volatineros, y revela aspectos que, por momento remiten al mundo del clown a partir de pautados desplazamientos coreográficos y sobre todo con sus juegos con el sombrero, lo que contribuye a subrayar las características que definieron a Bobby Fischer; Julio Ordano opera minuciosamente sobre los diferentes timbres vocálicos y posturas corporales que corresponden al campeón ruso y a los diferentes personajes que le toca asumir; Nicolás Martuccio, trasciende el diseño del nerd como tipo plano, le otorga profundidad y lo enriquece a medida que avanza la acción. Howard y Ordano exhiben una especial capacidad para mostrarse simultáneamente como Fischer y Spasski, como sus espejos y contrafiguras, y Martuccio, el oficio y la sensibilidad para alejarse del estereotipo. La puesta en escena aparece marcada, así, por un trabajo con el cuerpo como instrumento que potencie la palabra, como otro lenguaje expresivo.
Los tres personajes (Bailén, Waterloo, Leipzig) llevan anteojos: cada uno ve el mundo a través de sus propios cristales. Los tres orinan (la orina es el fuego de la “naturaleza inferior”) contra el tronco del árbol a cuyo pie se realizan las partidas, árbol que me recuerda el Arbor elementalis de Ramón Llull cuyo tronco simboliza la sustancia primordial de la creación, las ramas sus nueve accidentes y la cifra total, “la suma de todo lo real que puede determinarse por números” (Cirlot). El director sintetiza así de manera completa el pensamiento de Mayorga, filósofo y matemático.
Este dramaturgo se refería a sus personajes como “aquellos seres frágiles (que) aspiran a la dignidad, la belleza y la libertad y que se enfrentan a poderes enormes, interiores y exteriores que los amenazan”: precisamente en la puesta de Dacal los elementos cómicos puntuales que incorpora contribuyen a subrayar esa insostenible levedad del ser de la que hablaba Jean Émelina en su estudio Le comique, y pone de manifiesto un mundo en el que el triunfo y la fama se pueden volcar en esas situaciones angustiantes propias del drama.
Como afirmaba al comienzo, Dacal es un director que con notable profundidad lee e interpreta (soy consciente de la complejidad que entraña este último término) las obras de Mayorga :sus puestas en escena de Cartas de amor a Stalin en 2007, El chico de la última fila en 2014, y Los yugoslavos en 2016, son prueba de ello; y en esta oportunidad, con Reikiavik, logra que los actores transmitan las contradicciones y ambivalencias más sutiles ocultas en el texto dramático que implica convertir en triunfos las derrotas que llevan implícitas sus nombres,[2] y lograr una identidad a partir de la alienación.
El diseño espacial fue realizado en colaboración con Martín Mouesca y Néstor Pérez Vidal y el blanco es elegido para el piso la plaza y el árbol a cuyo pie transcurre la acción, que remite al color que se asocia a esa “bahía humeante” que es Reikiavik, al tiempo que simboliza la totalidad y la síntesis de lo distinto. La elección de un único árbol y no la arboleda en una plaza lo refuerza como símbolo de la vida, de la generación y regeneración que propone el texto (uno de los jugadores deteriorado por la enfermedad morirá pero un joven cuyo nombre es especialmente significativo - , ocupará su lugar). A diferencia del cartel madrileño, en el que lo central era una ficha de ajedrez, en el programa de la puesta argentina, es precisamente un árbol a cuyo pie se reúnen los personajes.
Se trata de tres seres que se diferencian por los mundos que representan (comunismo, capitalismo), por su relación con la fama (campeones consagrados, principiante) y por pertenencia generacional (adultez, adolescencia), pero que poseen una ligazón que los conecta (individualidades fuera de serie, seres capaces de consagrarse con pasión excluyente a un objetivo). Lo visual opera nuevamente como vía de acceso al sentido: los tres personajes llevan anteojos cuya forma anticuada y tamaño los definen como “nerds”[1].
Dacal reemplaza, asimismo el espacio sonoro creado por Mariano García en la puesta escena madrileña, por fragmentos de “Tomorrow´s del joven músico y compositor islandés Olafur Arlands quien con gran talento ha sido capaz de integrar “lo viejo” y “lo nuevo” y se presta de modo coherente a la intimidad y contacto cercano que ofrece el CELCIT Teatro a los actores y espectadores; pero no funciona como ”atmósfera”, sino estrechamente conectada con el estatuto de los personajes
Para un texto complejo, denso, que no sólo acumula capas de significado (el ajedrez, la competición, la fama, la política y la guerra, el individuo y las presiones sociales, que es lo que hace libres a los hombres y qué los esclaviza), sino que exige de los intérpretes continuos cambios de roles y tipo de discursos, el director acertó en la elección de los actores que encarnan a Bobby Fischer y Boris Spasski. Julian Howard aporta su formación como acróbata y su participación en el grupo Los Volatineros, y revela aspectos que, por momento remiten al mundo del clown a partir de pautados desplazamientos coreográficos y sobre todo con sus juegos con el sombrero, lo que contribuye a subrayar las características que definieron a Bobby Fischer; Julio Ordano opera minuciosamente sobre los diferentes timbres vocálicos y posturas corporales que corresponden al campeón ruso y a los diferentes personajes que le toca asumir; Nicolás Martuccio, trasciende el diseño del nerd como tipo plano, le otorga profundidad y lo enriquece a medida que avanza la acción. Howard y Ordano exhiben una especial capacidad para mostrarse simultáneamente como Fischer y Spasski, como sus espejos y contrafiguras, y Martuccio, el oficio y la sensibilidad para alejarse del estereotipo. La puesta en escena aparece marcada, así, por un trabajo con el cuerpo como instrumento que potencie la palabra, como otro lenguaje expresivo.
Los tres personajes (Bailén, Waterloo, Leipzig) llevan anteojos: cada uno ve el mundo a través de sus propios cristales. Los tres orinan (la orina es el fuego de la “naturaleza inferior”) contra el tronco del árbol a cuyo pie se realizan las partidas, árbol que me recuerda el Arbor elementalis de Ramón Llull cuyo tronco simboliza la sustancia primordial de la creación, las ramas sus nueve accidentes y la cifra total, “la suma de todo lo real que puede determinarse por números” (Cirlot). El director sintetiza así de manera completa el pensamiento de Mayorga, filósofo y matemático.
Este dramaturgo se refería a sus personajes como “aquellos seres frágiles (que) aspiran a la dignidad, la belleza y la libertad y que se enfrentan a poderes enormes, interiores y exteriores que los amenazan”: precisamente en la puesta de Dacal los elementos cómicos puntuales que incorpora contribuyen a subrayar esa insostenible levedad del ser de la que hablaba Jean Émelina en su estudio Le comique, y pone de manifiesto un mundo en el que el triunfo y la fama se pueden volcar en esas situaciones angustiantes propias del drama.
Como afirmaba al comienzo, Dacal es un director que con notable profundidad lee e interpreta (soy consciente de la complejidad que entraña este último término) las obras de Mayorga :sus puestas en escena de Cartas de amor a Stalin en 2007, El chico de la última fila en 2014, y Los yugoslavos en 2016, son prueba de ello; y en esta oportunidad, con Reikiavik, logra que los actores transmitan las contradicciones y ambivalencias más sutiles ocultas en el texto dramático que implica convertir en triunfos las derrotas que llevan implícitas sus nombres,[2] y lograr una identidad a partir de la alienación.
[1]
El actor Nicolás Martuccio en una
entrevista realizada por señalaba
que deseaba representar a un chico nerd
“distinto de sus compañeros de escuela, abstraído, tímido y solitario, pero
inteligente”, y para ello junto con el
director “cambiamos su postura, el pelo
y le pusimos anteojos con marco ancho” (Adriana Santa Cruz.leedor.com 03/03/2018, “Reikiavik, algo
más que una partida de ajedrez”)
[2]
Bailén fue la primera derrota del ejército en campo abierto, Waterloo, la
última batalla en la que fue derrotado por un ejército anglo holandés, y Leipzig, fue la batalla más importante perdida por Napoleón. Las tres cambiaron el curso de la
historia.
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