A treinta años de la muerte de Carlos Somigliana y cincuenta de la escritura de Homenaje al pueblo de Buenos Aires deseo rescatar la figura de este dramaturgo, cuyas obras, inexplicablemente no forman parte del repertorio de los teatros oficiales, tanto de las provincias como de la ciudad de Buenos Aires, y sólo logran esporádicas representaciones. En el caso de Homenaje al pueblo de Buenos Aires, escrita en 1967, en 1995, aún no había sido estrenada. En lo que va de este siglo, en el 2007, la Fundación Somi, como homenaje en el 20° Aniversario del fallecimiento del dramaturgo la presenta en su Ciclo Leído, bajo la dirección de Hugo Urquijo, quien en el 2017 la monta en escenarios capitalinos.
A lo largo de casi dos décadas Somigliana cumplió con el objetivo expreso de despreciar la falsa historia y cumplir con la responsabilidad de ahondar en el presente y el pasado del país para sacar a la luz lo oculto. Y así, tomando como punto de partida lo histórico lo sometió a las exigencias propias del teatro, imbricando la realidad del país, la historia y la ficción escénica.
Me centraré ahora en dos obras de disímil factura y distintas épocas.
El avión negro (creación colectiva en la que intervinieron Roberto Cossa, Germán Rozenmacher, Ricardo Talesnik y Carlos Somigliana) fue el producto de una amistad personal, una coincidencia generacional y la intención de escribir una parábola sobre las “posibles y previsibles reacciones de algunos representantes de la sociedad argentina, ante una inesperada manifestación peronista, que aparecería inundando las calles, al estilo de las de antes” (declaración de Ricardo Halac, otro miembro de la generación y también amigo personal de los autores). El propio Somiglina, en una conversación con la periodista Diana Castelar, relata aspectos de su gestación y opina sobre el valor anticipatorio que lo ficcional tuvo sobre la realidad, ya que esta prefiguración del retorno de Perón, se estrena en 1970, varios años antes de que el hecho histórico se produzca:
“Discutimos bastante. Lo más difícil fue establecer la columna vertebral, la ideología del espectáculo. Ese retorno de Perón forma parte de la mitología popular y sirvió de punto de partida para elaborar una trama sobre todas las luchas intestinas que se desarrollaron dentro del peronismo y mostraba también cómo el movimiento popular que crecía dentro del mismo peronismo resultó masacrado y aniquilado. Cuando ese regreso hipotético -que en la obra nunca se llega a saber si era real o imaginario- se registró en la realidad, nuestra pieza resultó ser anticipatorio, tal vez por eso del determinismo histórico. Y también porque las antinomias prosiguen”.
Esta obra, al margen de la directa intención política, presenta una doble visión de Buenos Aires, la de 1945 y la de 1970; los espacios abiertos y los cerrados señalan los límites territoriales de las distintas clases sociales y queda de manifiesto cómo su cruce sólo se puede realizar a través de la transgresión pasajera (el carnaval) o de un cambio profundo (la revolución). Se trata, en consecuencia, de una ciudad dividida por muros invisibles pero sólidos.
Si bien se los autores nunca señalaron que parte de la obra les correspondía a cada uno de ellos, puedo afirmar que las canciones protagonizadas por la murga y que enlazan las distintas escena fueron compuestas por Somigliana, lo que me permite analizar su personal visión sobre la ciudad. Baso esta afirmación en que es el único del grupo que tenía antecedentes como poeta, en las coincidencias temáticas y de estilo que se hallan entre las letras que aparecen en El avión negro y las que se incluyen en sus otras producciones teatrales, y finalmente, las coincidencias que se encuentran al leer los libretos que Somigliana realizara para el ciclo televisivo “Cosa Juzgada”.
“La canción del nuevo 17” sobreimprime a la melodía de una canción infantil (la de la ronda “Ahí va la bruja montada en una escoba”) un texto que presenta una ciudad festiva en las inmediaciones de la Casa Rosada: Perón en el balcón, la multitud en la plaza -algunos bañándose en la fuente, otros comiendo panchos y empanadas, bebiendo café y cerveza- que grita o canta al son de pitos y cohetes.
La segunda canción apoyada en la melodía carnavalesca “A nuestro director le duele la cabeza” presenta una Buenos Aires dividida: de un lado “el pueblo argentino” y del otro “las señoras pitucas y turcos con Torino”.
“Sí, sí, señores, yo soy de Boca” profundiza esta división y advierte la posibilidad de una guerra: los obreros enfrentados a la oligarquía y la clase media, que en esos momentos (en 1970 como en 1945) forman un frente común. “Aquí están, estos son” individualiza a los representantes de ambos bandos: por un lado, los villeros, “los que vienen del montón”; del otro, los políticos, artistas, militares, dentistas, tenderos, industriales, dirigentes gremiales, personas honorables, yiros finos, tragasables, abogados, lenguaraces, ex ministros, capataces. Ambos grupos separados por un odio irreductible que se materializa en hechos concretos, tal como se aprecia en la “Canción de las profanaciones”. Esa música de brindis que es “Chupechupe” es utilizada por Somigliana para describir la destrucción del Barrio Norte y señalar los reductos de la oligarquía: el Jockey Club, el Plaza hotel, Callao y Santa Fe, la Avenida Alvear (sitio elegido para violar a las pitucas) y Palermo Chico (lugar al que se irá a quemar basura).
Esta obra, de clara ideología peronista, concibe personajes delineados sin fisuras, representativos de los diferentes sectores en pugna, y las imágenes grotescas carnavalescas formalizadas configuran la polarización de Buenos Aires aparece como una ciudad devastada por el odio y la muerte, en la que blancos y “cabecitas negras” (o sea, antiperonistas y peronistas; civilizados y bárbaros; gorilas y descamisados; traidores y compañeros) se enfrentan no sólo por lo que creen que son sus derechos o por la llegada del líder exiliado, sino por el dominio territorial de una urbe que parecía sagrada y por ello puede ser profanada.
Si en sus primeras obras, mostraba un país en el que todo se tambaleaba y Buenos Aires como una ciudad estéril, deteriorada y próxima a desaparecer, en Homenaje al pueblo de Buenos Aires pone al descubierto el discurso mítico generado por los porteños: Gardel, el tango, el futbol, la familia como una unidad “donde se practica el culto de las virtudes domésticas y se fortalece la moral pública y privada”, donde “se cimenta la grandeza de esta ciudad”, y en la que palpita el mito de la revolución (alimentado en esta oportunidad por El Cantor). Resulta central la figura de El Viejo, quien a pesar de que el acto preparado para el homenaje ha sido prohibido por las autoridades va a intentar realizarlo en una nueva oportunidad:
“… Porque, a pesar de todo, el pueblo de Buenos Aires merece un homenaje. Supongo que no ha nacido nimbado por nada en especial, pero ha sobrevivido, ha sobrevivido a dos fundaciones azarosas, catorce revoluciones, ochenta y siete motines, ocho inundaciones importantes, cuarenta y tres epidemias de cierta entidad, diecisiete presidentes civiles y once militares. Ha sobrevivido. Sobrevive”.
El Viejo , organizador del acto, con prosa modernista propone una representación alegórica que desde la perspectiva del autor queda insertada en el contexto de la pieza como una parodia a la “Oda a los ganados y las mieses”. El Cantor contratado para amenizar el intervalo propondrá distintas canciones que son rechazadas por el Viejo: la milonga “Digo que quiero a Buenos Aires”, porque es demasiado simple y no alude a la alegoría; el valsecito criollo “La libertad es como una botella”, porque el tema y la forma de encararlo es peligroso y demasiado comprometido; la tercera “Que se pierda lo que se pierda”, porque inquieta al público. Uno no puede menos que asociar estas ideas con lo sostenido por Jaime Rest, pocos años antes, sobre el arte que está en condiciones de convertirse en propaganda en la media en que se supone una transmisión explícita o implícita de ideas, lo que incluye también a la música, “pues si bien por sí misma carece de contenido ideológico, posee no obstante una fascinación rítmica y un caudal de asociaciones que resultan fácilmente aprovechables” por parte de otros designios.
Somigliana no hace concesiones. Muestra una ciudad donde las llamadas “fuerzas viva (el Club de Leones, los Scouts, los intelectuales) son en realidad, una rémora que fosiliza a los habitantes, y las “señeras virtudes” de los porteños que esta “pública alabanza” pretende destacar no son sino los atávicos defectos que históricamente entorpecieron las relaciones de sus habitantes entre sí y con los del resto del país. Individualismo, egoísmo, frivolidad, aceptación de las mentiras como si fueran verdades, obsecuencia con la autoridad de turno, falta de amor a la tierra natal, consumismo, exitismo. La obra permite también reconstruir parte de los problemas entre los que se debatían los habitantes de la gran ciudad: conflictos generacionales, el éxodo de jóvenes al exterior, fuertes polémicas entre los que defendían distintas concepciones sobre el arte (un ejemplo, el enfrentamiento entre los miembros de la llamada generación realista del ¨60 y los integrantes del Instituto Di Tella), el comunismo, la guerrilla, los hippies, el autoritarismo y la censura.
No se refugió en los mitos, sino que los cuestionó; tampoco oficializó los vicios de los porteños como virtudes. Pero amó profundamente a los habitantes de esta ciudad a la que percibía sombría, dura, a veces fantasmal, muchas veces hostil, demasiadas veces corrompida.
www.goenescena.blogspot.com.ar
Año II, N° 96
pzayaslima@gmail.com
No hay comentarios.:
Publicar un comentario