El itinerario recorrido por Les
Luthiers desde su aparición en la temporada
1967 del instituto Di Tella se ha caracterizado por obtener éxitos
inusuales en nuestro país y en el exterior, tanto por parte del público como de
la crítica. Todos y cada uno de los espectáculos ofrecidos estuvieron
acompañados de aplausos y ovaciones por parte de quienes se convirtieron en
fervorosos seguidores y comentarios laudatorios publicados en diarios y
revistas. En 1991, Daniel Samper Pizano publicó Les
Luthiers de la L a la S (Buenos
Aires, La Flor) en el que aporta
datos estadísticos, detalles de cómo trabajan, cómo elaboran sus partituras, e
incluye la explicación que el sicoanalista Fernando Ulloa -estrechamente
vinculado al grupo durante la gestación de cada espectáculo- ofrece para
explicar cómo se crea en el público un clima casi mágico y una relación de
amor. En nuestro libro[1]
sobre la relación de los distintos lenguajes que operan en diferentes puestas escena
analizamos el aporte de Les Luthiers
como un modelo para mostrar la relación entre la música y el humor.
Hoy, Viejos Hazmerreíres, me estimula
a reflexionar sobre cuáles son los motivos que hacen de este espectáculo
una obra “perfecta”. El primero que encuentro es un difícil equilibrio entre
música, palabra y cuerpo de modo que ninguno de estos medios de comunicación
opacan al otro. Emplean instrumentos tradicionales (como la guitarra, el piano,
la batería) con los inventados por ellos
a partir de ollas y sartenes o cocos con los que logran nuevas sonoridades.
Dentro de un hilarante collage,
sobresale la “cumbia epistemológica” que
compone la secuencia “Amor a primera vista” capaz de sacudir todas las
teorías sobre la alta y la baja cultura.
La luz y el movimiento son
empleados como verdaderos “complementos rítmicos”, expresión empleada por Tomás
Navarro Tomás para referirse a los recursos expresivos relativos al
orden y disposición de las palabras, y que yo aplico, en este caso, a los paralelismos,
repeticiones, simetrías de los gestos y
la disposición de los cuerpos de estos seis performers
en el escenario. Paralelamente, la palabra alcanza un lugar protagónico con la
combinación de formas lexicalizadas con
las figuras retóricas (aliteraciones, rimas, juegos onomatopéyicos que imitan
una lengua determinada, paradojas, juego de palabras, ironía), y opera
simultáneamente “en lo racional y en lo emocional, en lo consciente y en lo
inconsciente, en la evocación y en la fantasía”[2] Y, sobre todo un minucioso trabajo sobre las
posibilidades de la parodia, tal el caso de la secuencia “Las majas del Bergantín” donde lo lúdico se sustenta en la
versión escénica del género zarzuela, o la que se titula “Así hablaba Sali Baba”
(subtitulada “verdades hindudables”), en el que un tema “noble” se combina con
un estilo vulgar, y sobre todo, la transposición de la emisión radial (“Radio
Tertulia”) que está presente a lo largo del espectáculo teatral.
Otro de los aspectos que hacen a la perfección antes mencionada es
el dominio vocal: perfecta dicción, manejo de los diferentes registros y
estilos. Cuerpos y voces, textos de las más variadas procedencia interactúan transformando la escena y
movilizando sensorial y emocionalmente al espectador, al tiempo que proponen una “poética del
espacio” basada en el proceso de integración del actor y el personaje que amplia, distorsiona o parodia conductas sociales e individuales (el funcionario
corrupto, el locutor de falso bagaje enciclopédico, el hombre común que evoca
la juventud). Jamás sobreactúan o se
reiteran.
Pero hay algo que me resulta
inexplicable e imposible de teorizar: cuál es el misterio o el secreto por el que mágicamente, trabajando en enormes
teatros que albergan a miles de
espectadores (el Coliseo o el Gran Rex,
son ejemplo de ello) Les Luthiers logran crear un ámbito de comunicación
íntimo, de cercanía física, de complicidad personal como si uno estuviera en
aquellos limitados espacios del café
concert. Con sus voces diseñan un ámbito común entre escenario y
platea, y el espectador queda capturado en un único y
mismo territorio.
Sobre el talento de Carlos
López Puccio, Jorge Maronna,
Marcos Mundstock, Carlos Núñez Cortés y Horacio Tato Turano, ya se ha
expedido la crítica especializada. Me interesa finalizar este comentario con
una referencia a Martín O´Connor, quien recientemente incorporado al grupo aporta una voz deslumbrante y potente como
cantante, y un personal estilo de actuación que irradia simpatía y genera complicidad con el espectador. Mérito
propio, pero también del resto de los integrantes del grupo es que aparece integrado perfectamente a Les Luthiers y todos ellos hacen de Viejos
hazmerreíres un espectáculo de antología.
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