El cambio de soporte, que es lo
que caracteriza a toda transposición, ofrece riesgos especialmente cuando se
trata de convertir una novela en teatro el discurso unipersonal en diálogo y
las metáforas en imágenes visuales y
sonoras. Pompeyo Audivert y Rodrigo
de la Serna, adaptadores de El farmer de Andrés Rivera superan con
éxito todas estas dificultades y condensan en
noventa minutos las ciento cinco páginas del texto fuente. Seleccionan
algunos de los ejes del relato.
La relación entre Rosas y sus mujeres
(las mujeres, la esposa, la hija, las prostitutas, las yeguas) definen una
esfera privada, que sin embargo permite
explicar conductas públicas: el tránsito entre paternalismo y patriarcado, el uso del poder y la
necesidad de dominio sobre las voluntades ajenas, pero también la necesidad de
afecto y admiración por parte del otro. Como en el texto fuente las dos
esferas, pública y privada son
abordadas: su comparación con Sarmiento -al mismo tiempo par y
contrario-, la elección del condado de
Swanthling en el reino de la
Gran Bretaña como el lugar de un
exilio que lo llena de impotencia y nostalgia, su poder absoluto que lo
convierte en dueño de voluntades, y un “guardián de los sueños” que conoce los secretos de todos los habitantes. Es el gobernante que se rige
por un concepto del honor como prestigio social no como índice de conducta
ética (lo que importa es evitar el escándalo, no interferir en lo que sucede
puestas adentro. Es el farmer que favorece con medidas confiscatorias a otros farmers,
“socios y compadres” como Don Nicolás de
Anchorena, Don Juan Nepomuceno
terrero, Don Félix de Álzaga o Don
Ángel Pacheco.
En la adaptación se soslaya un punto que sí se
marca con claridad en el texto de Rivera, que fue el militar que trazó los planes
de la Campaña del Desierto y arrebató al indio ganado y tierras o que mandó “degollar a los indios más ariscos”[1].
Y se ubica en un lugar central, a diferencia de la novela, la espada que le
entregara San Martín, lo que contribuye a diseñar un Rosas que en su juventud defiende la patria y un Rosas
moribundo, para quien es prolongación de su cuerpo y no puede abandonarla
nunca. Estas y otras diferencias enriquecen porque dan cuenta de las posibles
miradas que todo hecho histórico permite, pero sobre todo, lo que no permite:
la división entre buenos y malos, entre santos y réprobos.
Las contradicciones que emanan de
la propuesta narrativa son subrayadas por varios elementos de la puesta en escena: la presencia del doble cuyas vestimentas y desplazamientos en el
espacio refuerzan los opuestos (juventud/vejez; poder/indefensión,
energía/decrepitud); los gestos y movimientos contenidos de Audivert que diseñan en su manejo de los
libros y papeles a un Rosas racional y
reflexivo frente a los movimientos
desbordantes de energía de Rodrigo de la
Serna que encarna a ese Rosas capaz de afirmar “soy mi propio caballo”[2];
la elección del diseño del programa de
mano, un Rosas sin rostro y un uniforme
con galones y troncos de árboles cuyas hojas de sumergen en un insondable
espacio rojo revelan las ambigüedades que marcaron a este personaje histórico desde
sus comienzos.
La dirección compartida concreta
una puesta en escena sin fisuras: la música propone una imagen acústica en la
que el ritmo pauta gestos y palabras, y la melodía contribuye a narrar la
melancolía y la desesperanza; el espacio central, una rampa inclinada, se
modifica simbólicamente a partir de los desplazamientos de Rodrigo de la
Serna y Pompeyo Audivert, los actores que encarnan, respectivamente,
a Rosas
joven y a Rosas octogenario, y pasa a significar, para el primero el riesgo - sobre todo en su constante caminar por los
bordes-, y para el segundo, su paulatina decadencia hasta la muerte.
Siempre resulta difícil evaluar
el desempeño actoral cuando abandonamos
esos calificativos que describen sobre todo la subjetividad del crítico (o del
espectador): buen actor, excelente actor, o mal actor. ¿Cómo puede el receptor (sea simple espectador o crítico especializado)
describir y analizar lo que los actores realizan en escena? Es decir,
verbalizar lo no verbal ¿Cuáles son las normas que permiten evaluar la
actuación y en general la puesta en escena? Es decir, organizar una
argumentación. Si nos basamos en las tres categorías críticas para la
evaluación del actor que en orden jerárquico propone Ben Ami Feingold: la
habilidad, la intuición y el estilo, podemos afirmar que tanto Rodrigo de
la Serna como Pompeyo Audivert alcanzan la máxima calificación. Poseen no
sólo la habilidad de captar las notas definitorias del carácter de
Rosas, descriptas por Rivera, sino de hacer evidentes los matices que se
evidencian con el paso del tiempo; la intuición de cuáles son aquellos gestos,
movimientos y tonos de voz que revelan unas y otros; y en cuanto al estilo-
concepto ambiguo y paradójico-, lograr un equilibrio notable en tres niveles:
entre lo que les propone el personaje ficcional producto de la lectura y las
diferentes versiones de textos canónicos y revisados, como así también la
iconografía, y sus personales modos de
decidir qué tipo de pasiones serán reveladas a partir de sus propios cuerpos.
Ambos actores, con una precisa elección
de gestos, posturas y voces, enriquecen el texto desde sus personales
propuestas. Rodrigo de la Serna puede transformarse rápidamente en Manuelita y
en un lord inglés subrayando así la
importancia que su hija e Inglaterra tuvieron para Rosas; Pompeyo Audivert, revelando el desencuentro europeo
que sufre el hispanoamericano, un desajuste que
pone en evidencia una nueva arista del conflicto civilización y
barbarie, ya no desde la perspectiva de
Sarmiento, sino del desterrado Rosas.
Teatro histórico, ficción e
historia, El farmer en la
versión de Audivert- de la Serna instala tres preguntas: ¿Quién fue Rosas?
¿Quién es Rosas? ¿Qué es Rosas para cada
uno de nosotros? Y hace confluir el pasado y la contemporaneidad y
convierte la misma historia en otra
historia que se abre para ser
decodificada e interpretada por cada uno de los espectadores.
[1]
Andrés Rivera, El farmer, Buenos
Aires, Seix Barral, 2014,
p. 85.
[2]
Op.cit., p. 41.
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