Este libro del dramaturgo Alberto
Wainer presenta una serie de particularidades: lleva por subtítulo “poemas y
etcéteras” dando por sentado la dificultad (¿o inutilidad?) de las
clasificaciones; está dedicado a un
amplio “nosotros” y al tiempo; y la misma imprecisión baña los datos
editoriales: “Buenos Aires, Argentina, Edición limitada. Sólo para que los
amigos se hagan una idea. Finales del
2015 (e inicios del 16)”. Obra
que de alguna manera puede leerse como un eco transformado y enriquecido de
aquella voz paterna que el autor destaca como prefacio a la primera parte, “Precuela”. Los cuatro poemas que la
integran le permiten desandar el camino iniciado, atrapar momentos del pasado
en los que se funden realidad y mito, literatura y exilio, afrontar un sobrevuelo
que lo enfrenta a “la enormidad de la noche/la enormidad del tiempo”, pero
también renovar el desafío que le había propuesto a su hijo, la práctica
peligrosa de la entrega.
Los tres poemas que integran “Que
tan obstinado amor tiene un sentido” aparecen atravesados por cuatro palabras
clave: vida, memoria, pasión y sentido, y pueden ser leídos desde la
fenomenología de Husserl, ciencia de esencias que se hace posible por la reducción eidética, cuya tarea es (según
la definición de Nicola Abbagnano) “purificar los fenómenos psicológicos de sus
características reales o empíricas y de llevarlos hacia el plano de la
generalidad esencial”.
Lo autobiográfico aflora de
manera potente en la tercera parte “Y si dejara de ser todo”. El yo y la
capacidad de generar una palabra poética epifánica, reveladora, y la
fusión pensamiento-emoción se manifiesta
en el poema “Porque humo es nuestro
aliento”, en mi opinión una de las más bellas
manifestación de la poesía contemporánea argentina. Esta parte incluye
también un breve escrito en prosa que
significativamente se titula “Entropía”: irreversiblidad del tiempo,
transformación que conlleva una degradación de la energía, por lo que entre en
un rico diálogo con los poemas que lo enmarcan.
“Música vieja” propone variaciones
rítmicas, prosa y verso, consonancias y asonancias en composiciones que revelan
el arduo ejercicio de la memoria. Y “Al final se acaban las palabras” reúne
textos, que sin concesiones ni lugares
comunes, reflexiona sobre el conflicto palestino-israelí con
referencias esclarecedoras sobre la pieza teatral de Mario Diament,
Tierra del Fuego; y se interroga sobre el horror y
la violencia de Auschwitz, Sabra,
Treblinka, Chatila, Nahar al Bared,
Dachau, Chelmo, Gaza. Pero también se atreve a proponer en “Y
ahora Hamlet…” una praxis “en la que el
odio al mal es tan importante como el amor si queremos que el mundo no se
acabe”.
El libro se cierra con “Siete razones para no releerse,
que paradójicamente funcionan como siete
razones para que este libro sea releído. Y con “Pistas y Misterios”, donde el
discurso autobiográfico expone su itinerario artístico desde su papel como
animador del grupo poético El pan duro y, buscando que el tiempo se
proyecte desde el pasado al presente y desde el presente al pasado, convoca
a “gentes inolvidables”, poetas,
ensayistas y dramaturgos con los que el autor de este libro convivió antes de
su exilio.
A lo largo de sus diferentes
partes Wainer también convoca a personajes (Ulises, Robinson Crusoe, Tarzan),
creadores de personajes (Flaubert, Elliot, Faulkner), pensadores
(Benjamin, Horacio) y un texto religioso canónico como la Biblia, y los integra
en un discurso personal sobre el hombre
frente a la nada y el silencio, pero también sobre el valor de la palabra.
Dos datos suministrados por el
autor son importantes de incluir.
El primero, el significado que aquí adquiere “Precuela”:
“La palabra es en realidad un
neologismo, viene del inglés, y significaría todo lo contrario de secuela. Es
decir: habla de lo que ocurrió antes de la historia principal. La pequeña
sección que llamo así en el libro, incluye cuatro poemas que, en realidad, por
circunstancias e incluso por estéticas preceden a los del cuerpo central del
poemario. Incluso dudé en incluirlos, algunos, por ejemplo el que le dediqué,
en 1963, a mi hijo de, por entonces, cuatro años, me resultan como ajenos
formalmente e, incluso como perspectiva de vida, pero me sigue resonando
entrañable y, biográficamente, casi imprescindible. Ocurre lo mismo con El lamento de Poll, escrito en 1981
durante el exilio. Algo, sin embargo, me compulsó a incluirlos. Yo hace
muchos años que no publico poesía -hay una antología que en 2006 publicó el
gobierno de Buenos Aires en una colección dedicada a los poetas del 60, pero yo
no fui el selector de los poemas de dicha antología. Nunca dejé de escribirla,
sin embargo, pero pasó a ser como una ocupación privada, urgente pero
íntima. Algo, muy misterioso o, por lo menos, momentáneamente inexplicable, me
urgió a editar "Para futuro olvido".
El segundo la tapa, que
bellamente sintetiza a este escritor como viajero/peregrino, fue consecuencia
del trabajo sobre una foto que
abarca parcialmente la contratapa, sacada por
el hijo de Alberto Wainer en un muelle sumamente largo que se
interna en el mar, en el estrecho de Juan de Fuca, en Victoria, B.C. (Vancouver
Island), enfrente del estado de
Washington, EE.UU.
Abrenuncio, uno de los
personajes de Del
Amor y otros demonios, de
Gabriel García Márquez, afirmaba:
“Cuanto más transparente es la escritura más se ve la poesía”. En este libro
de “poemas y etcéteras”, varias son las
palabras claves, que permanentemente afloran: partidas, llegadas, palabras,
humo, memoria. Precisamente es la labor poética de Alberto
Wainer la que permite que quien lo lee, pueda “hacerse una idea” de
los valores artísticos y personales del
autor y cómo su poesía y su prosa cargadas de elementos autobiográficos es la
vía para “autocicratrizar” las heridas
dejadas por el exilio.
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