Paula
Herrera Nóbile, Sandra Durán y Carola
Reyna se reúnen para adaptar el libro de
Mori Ponsowy, OKASAN (2019), y llevarlo
a escena en el Teatro Picadero (2023).
Resulta
clave el subtítulo “Diario de viaje de una madre”, porque el texto nos propone
un estimulante itinerario por un país básicamente alejado geográfica, cultural
y lingüísticamente del nuestro; otro, en el que los receptores comparten etapas
de la vida de una madre y, finalmente, son motivados a realizar un viaje
personal por el interior de sus respectivas vidas.
El
texto instala estimulantes interrogantes sobre la memoria y el olvido: ¿se
revela la memoria como una organización del olvido? (así lo entiende Henry Rousso), o debe hablar
de una “oposición entre distintas memorias rivales, cada una de ellas
incorporando sus propios olvidos” (posición de Elizabeth Jelin).
La
protagonista aparece situada en varios “entre”: entre dos culturas (la japonesa y la
argentina), entre dos escrituras (la alfabética latina y el ideograma japonés)
entre dos generaciones (la de su madre, la de su hijo) y entre tres temporalidades:
el pasado, el presente y el futuro. La transposición propone una poética
dialógica en varias direcciones, y lo narrativo se impregna de teatralidad, y
rescata la necesidad de recorrer otro itinerario paralelo al “turístico”, el
del conocimiento como acceso al autoconocimiento
El
espectáculo adquiere con el aporte de todos quien en él participaron una
infrecuente perfección. La actuación (Carola Reyna), la escenografía (Cecilia Zuvialde), la iluminación (Matías Sendón) el vestuario (Ana Markarian), la música (Gingo Ono), y los efectos visuales (Ivana
Kairiyama) bajo la coordinación de Paula
Herrera Nóbile) logran plasmar el
criterio de belleza que el Japón sintetiza a través de cuatro términos: “miyabi (elegancia refinada),
mono no aware (pathos de la naturaleza), wabi (gusto tranquilo) y sabi (elegante
sencillez)”[1].
Carola Reyna ofrece su cuerpo como portador de
un estilo que refleja tanto “el humus” de la tradición oriental como el
occidental y los cambios que se operan una vez producido el encuentro entre
ambos mundos. Su decir fluidamente transita entre lo literario y lo coloquial
del texto de Mori Ponsowy, pero otorgando una lugar especial a los poético.[2] Subraya los puntos de tensión
y desconcierto que genera la trama, y reconoce
el valor especial que ofrece cada instante. Materializa en el personaje los
efectos del acto contemplativo (el árbol de un templo, el cuerpo femenino) y
con su manipulación con los mínimos objetos (lúcida selección de la escenógrafa)
genera imágenes contundentes que revelan tanto el mundo interior como el de la
cultura japonesa: la piedra, el cuenco del agua, la cinta que coloca en el
árbol. Agua, piedra, árbol, símbolos que comparten en casi todos sus aspectos
orientes y occidente (símbolo de vida y purificación; solidez, cohesión, morada
de lo divino; árbol de la vida).
La
actriz logra una simbiosis perfecta con los dos tipos de vestuario: zapatillas,
pantalones “occidentales” y kimono; fue acertada la decisión de Ana Markarian
de no reproducir al detalle el kimono y elegir para el OBI el color rojo, como
el del árbol del templo, pero también el del paraguas. Si para la cultura japonés
el rojo –color sagrado en la religión- representa el poder de las emociones, la
vitalidad, el calor, el poder y la fuerza de la vida y la energía en las
personas; para Occidente, la energía, la excitación, la pasión, el sentimiento,
el principio unificador, y en Jung se asocia a la herida y sublimación. El
color no funciona aquí como elemento decorativo sino definitorio de muchos
aspectos de la conducta de la protagonista. Con enorme talento y pulido oficio,
Carola Reyna logra imponer , vestida, la
imagen de un cuerpo desnudo, moverse como una geisha; con la mirada, la voz y
la gestualidad representar el dolor indecible,
diseñar el tamaño de una pérdida, apostar por la esperanza. Dos itinerarios, el
de la madre y el del hijo. Dos
historias. Dos futuros. Dos mundos.
Nos
aproxima al “lado”, lo interioriza, lo describe, lo narra, lo actúa, lo
interpela,.. Y casi mágicamente incorpora al espectador en ese viaje en el que
lo teatral se revela, como lo entendía Artaud, “poesía en el espacio”.
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AÑO
VI, n° 270
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