En
el Teatro Anfitrión se estrenó EL HOMBRE QUE DE NIÑO JUGABA CON DINAMITA, texto
y dirección de Pehuén Gutiérrez. Este unipersonal impone al actor una gran exigencia a nivel físico
e interpretativo en el que el
punto fuerte es la voz. Solo, arrojado a
un espacio escenográfico despojado y
sólo recortados por túmulos de piedra, que citan un cerro y una casa aislada, y
luces que marcan temporalidades (diseño de escenografía de Maite Corona y
diseño de luces de Lucas Orchessi).
El
personaje de un hombre anciano que recuerda momentos significativos de su niñez
es enriquecido por la actuación de Ariel Osiris, quien logra revelar las brumas
acumuladas y desatadas en el interior de dicho personaje: el paso del tiempo,
la soledad, la tristeza, el dolor, los sucesivos fracasos de una existencia
patética. Nunca pudo separarse de los recuerdos, los olvidos transitorios no
son sino frágiles suturas: “Las heridas hay que cerrarlas, pero me pasé una
vida salándolas” (Programa de mano).
El actor logra una íntima relación con el
público y una identificación con el texto: con su gestualidad y su voz narra
una historia individual, y la vuelve universal (Coetzee y Pessoa en el LIBRO
DEL DESASOSIEGO señalaban cómo todos los hombres andamos muy carentes de un
buen pasado). Interesa señalar de su actuación, el dominio de los lenguajes
verbales y no verbales, y la interacción que realiza con el diseño sonoro
propuesto por Gabriela Calzada; asimismo su capacidad para subrayar la
teatralidad del texto, y resolver el problema que supone un conflicto en el que
las fuerzas opuestas y el objeto buscado confluyen en un mismo sujeto. Su
dominio de los timbres e intensidades de la voz potencian la propuesta
dramatúrgica, así los susurros y los gritos expresan respectivamente el dolor y
la desesperación; transita entre luces y sombras, oscila entre la inmovilidad y
loso desplazamientos, entre la palabra dicha y los silencios que operan como
pausas significantes.
Su
performance me hace recordar aquellas palabras de Arthur Miller en VUELTAS AL
TIEMPO (Barcelona, Tusquets, 1999), ensayo en el que señala que un tema no es
una idea sino una acción, un proceso incontenible: “destruye mientras cambia y
crea o mata, paradoja que nada puede impedir se desarrolle con todas sus
contradicciones hasta llegar a la resolución, que en ese instante preciso,
ilumina el conjunto desde el comienzo (p. 327).
Su
tránsito entre la rememoración, el sueño y la vigilia abre los intersticios del
texto y convierte a la representación en un encuentro entre varias
subjetividades, la del dramaturgo, la del actor, la del personaje y la de los
espectadores.
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AÑO
VI, n° 269
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