El amor es un bien, dramaturgia y dirección de Francisco Lumerman, se presenta en su cuarta temporada en El Camarín de las Musas, coproducida por Moscú Teatro Escuela y con el apoyo del Instituto Nacional del Teatro y Proteatro. Está precedida de una crítica unánime en sus elogios tanto en lo que se refiere al texto como a la actuación y puesta en escena, opiniones que también comparto, y premios a nivel nacional.
Mi interés en esta oportunidad es referirme al texto por las singularidades que este ofrece. Lleva como subtítulo “A partir de Tio Vania”, elección que el autor considera “el punto de partida para construir un nuevo universo que refleje nuestro presente, para cuestionarlo y por qué no modificarlo”.
De Tío Vania rescata a cinco personajes con sus nombres y sus principales roles, como asimismo el conflicto de la venta de la casa y el clima de fracaso, los amores no correspondidos, y la presencia de un deterioro (físico y moral). Pero, hábilmente introduce cambios en la trama: el destinatario del amor de Iván/Vania es aquí el médico; y su Sonia al comienzo ofrece en el comienzo una fuerza y una apuesta a su propia realización que la aleja de la Sonia chejoviana (su canto y su interacción con el entorno son significativos). Esto determina que Iván y Sonia compartan el protagonismo de la historia desde la misma instancia del título. Ya no se trata de lo que le sucede a Ivan/Tio Vania, sino de la convicción de ambos sobre que “El amor es un bien”
Dos vías confluyen. Al texto fuente se le suma la experiencia personal del autor (los veranos infantiles en Carmen de Patagones) y en este caminar sobre sus propias huellas el autor diseña un espacio en el que “cinco vidas a la deriva” revelan angustias, ambiciones, frustraciones; atraído por “esa peligrosa relación de fuerzas que se establece entre los protagonistas” –propia de Chejov, según Lumerman-, introduce significativamente cuatro monólogos interiores que revelan qué tipos de amor cada uno de ellos puede concebir y que deseos secretos los motivan.
Los apartes protagonizados por Elena, Pablo, Iván y Sonia muestran la posibilidad de una introspección y de sensibilidad de la que carece el padre, a pesar de su profesión. Iván y Sonia son los más capaces de valorar aquellas cosas amadas y familiares que sostienen sus vidas y por ello el llanto final y el abrazo que los une frente a la tristeza que genera un amor desesperanzado. Pero también, junto con Pablo, a través del diálogo, alcanzan a plantear problemas socio políticos que aquejan a la región. El autor, sabiamente, soslaya los dos peligros: respectivamente, caer en un romanticismo que se deslice hasta lo melodramático, y focalizarse en un discurso político que opaque el teatral.
Queda claro el juego dialéctico que se instala entre los que se quedan y los que se van, que se corresponde con la oposición entre los que son capaces de amar y tomar responsabilidades, y los que optan por mantenerse en un estado de insatisfacción frente a la posibilidad de tener que asumirlas. Por ello, a pesar del fracaso, Iván y Sonia se elevan frente a la mediocridad y aceptación de Elena, la imposibilidad del compromiso sostenido de Pablo o el egoísmo y el autoritarismo del padre.
La escenografía se aleja totalmente del realismo y su fondo blanco que permite la entrada y salida de los personajes y una tribuna de dos escalones en la que sentados o de pie dialogan y monologan, sin marcas de geografía o época alguna da cuenta de la universalidad de los conflictos que se plantean. Sólo los datos históricos, políticos y sociales que fluyen de los parlamentos la permiten situar en Carmen de Patagones y en una época actual.
Deseos muertos, esperanzas muertas, voluntades muertas sintetizadas en la escena en que todos los personajes espantan a las moscas que los atormentan; un hallazgo de la puesta que puede ser leída como cita o reminiscencia de Las Moscas de Sartre[1],
Al comienzo de la obra y a raíz de la secuencia musical que la precede, el padre instala una pregunta que Sonia no puede o no sabe responder –tampoco quien la formula-: “¿Qué es el talento?”. Y de manera sutil, a partir de su reiteración, el dramaturgo la traslada a los espectadores.
Creo que es el espectáculo el que da la mejor respuesta: Lumerman integra idoneidad técnica para un montaje sin fisura, intuición acertada en la elección de los actores, inteligencia en la elección de un texto fuente que internaliza y le permite generar uno nuevo y original, y capacidad para transmitir una profunda comprensión de la naturaleza humana .
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Año II, N° 114
pzayaslima@gmail.com
[1] Primer
soldado.- No sé que tienen las moscas hoy. Están enloquecidas.
Segundo Soldado.- Huelen a los muertos y eso las
alegra. (Acto I)
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