La obra de Jordi Casanovas, adaptada y dirigida por
Daniel Veronese en el inicio de
la temporada 2017 en el Teatro El
Picadero se ha convertido en una exitosa convocatoria, y la obra ofrece algunos
puntos interesantes sobre los cuales reflexionar. Ante todo lo que se refiere
al título ya que su relación con el texto implica un tratamiento específico de
la referencialización. Mientras que en
el teatro del absurdo título y texto solían contradecirse, y los referentes
quedar neutralizados, en este caso el texto se refiere al título y viceversa,
al tiempo que se juega con la evaluación que del título realiza el espectador.
El código implícito la “idiotez”, que
parece estar encarnada en Carlos Varela (Luis Machín), se enrique a lo largo
del desarrollo de la acción un sistema de referentes que permite su aceptación
por parte de los receptores y se termina de completar con la explicación que da
la Doctora Edeltraud (María José Gabin) sobre el éxito de un proyecto de investigación -su sigla también se identifica con el título
de la obra- sobre el nivel de tolerancia a los autoritarismo por una parte de
la humanidad (se trate de españoles –según el autor- o de argentinos-según esta
versión. La idiotez como resultado de una mezcla de mediocridad, carencia de valores espirituales, cobardía e individualismo.
Nos encontramos frente a un
teatro realista del siglo XXI, realismo entendido en el sentido que le diera en los años ´80 el director español Jordi
Mesalles, no como reflejo de la realidad sino capaz de mostrar la realidad como
teatro y demuestre cómo funciona lo real; una teatralidad que ayude a desmontar algunos mitos actuales, y los
mecanismo de reproducción ideológica (El
Público, Verano, 1984, p. 50).
La puesta recurre a puntuales
“apartes” que congelan el tipo y amplía el espacio al tiempo que convierten al
público en un destinatario específico. Las proyecciones con sus primeros planos
y su evidente contemporaneidad con lo que sucede en el afuera y lo que está
sucediendo en el escenario funcionan como elementos determinantes del
desarrollo de los acontecimientos. La marcación en el cómo encarar la
representación de los personajes refuerzan las oposiciones sobre las que
originariamente fueron concebidas por el autor: hombre y mujer (mitos sobre lo
que supone es propio de lo masculino y de lo femenino), el ignorante manipulado
y la investigadora manipuladora; el sujeto al que una crisis lo modifica y pone
en evidencia, la profesional que se mantiene inalterable ante los
acontecimientos. Los cuerpos de los actores, con sus actitudes posturales y
gestualidad (y por momentos su carencia),
los tonos y el volumen de la voz subrayan este diseño de campos polarizados.
La elección del espacio
escenográfico luminoso pero cerrado, aséptico, y gobernado tecnológicamente
desde un afuera que no se puede controlar permite el tránsito desde un
optimismo triunfante a la irracionalidad despiadada; como en el barroco -pero en este caso a través de elementos
tecnológicos del siglo XXI- se propone un juego de espejos que permite aflorar
en el individuo lo primitivo, el desengaño, y la soledad. Los logros de la
ciencia y la razón no contribuyen al progreso sino a potenciar “crisis”, que no
siempre los seres humanos están preparados para resolver. Si el motivo del
encierro remite a Sartre; la existencia de un afuera amenazante y desconocido
para algunos de los personajes, a Pinter.
El texto desde los comienzos
ofrece una acción que progresivamente se va convirtiendo en una historia; es
mérito de esta puesta en escena que la acción temática se convierte en un desarrollo que atrapa al
espectador hasta el final; convierte a las palabras del texto en un efectivo “verbo
proferido y activo” (Ghéon), la relación inseparable que motoriza entre los
personajes y la escenografía genera “una impresión única y armoniosa” (Rouché). Veronese se ubica así en un afinado
intérprete de Casanovas.
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