Varios parecen ser los objetivos que movieron al autor
Carlos Vittorello a escribir esta obra, y a la directora Leandra Rodríguez a
ponerla en escena. El programa de mano
revela algunos de ellos a los espectadores: contribuir al redescubrimiento de
la obra de Lola Mora “diseminada desorganizadamente por el país”; a través de
una mirada “que sólo podrá ser contemporánea” reconstruir los “momentos
cruciales” de los días finales de la artista; recrear un contexto social que le
fuera, por momentos, decididamente hostil. El comunicado de prensa añade otros:
“La vejez para el Estado. La vejez en el arte, las condiciones de trabajo y de
supervivencia del artista en Latinoamérica. La autonomía económica y social del
género femenino. Las consecuencias personales derivadas de un Estado que no
asume el social del arte”.
El texto genera un viaje en el tiempo que nos remite a
un pasado (1936) en el que algunos de sus problemas aún se hacen presentes como
dilemas: la situación del artista, los prejuicios, la mujer frente a los
mandatos familiares, las exigencias de una profesión y la vocación personal.[1]
La no linealidad del texto obliga al receptor
permanente cambios de dirección en sus percepciones sobre lo público y lo
privado, lo presente y lo pasado, lo vivido y lo deseado. Así como la escultora
plasmaba en mármol sus intuiciones sobre la importancia de la libertad, el
autor plasma en frases de estilo y sintaxis que acercan la prosa a la poesía,
el precio que se debe pagar por la fidelidad a dicha creencia. La utilización
de bellas metáforas como aquella que nos presenta un mar inagotable que pugna
por salir convertido en lágrimas (cita aproximada) son transpuestas por la
directora de modo que lo bello también adquiere funcionalidad escénica; y se
sirve de las despojadas paredes del escenario del Teatro Payró para exponer los
efectos del encierro y la soledad (el hecho de hallarse en un subsuelo es un
plus).
La actriz María Marchi, en el papel de la
protagonista, logra exteriorizar el remolino de pensamientos que dominan a Lola
Mora en su vejez, ya con sus violentos desplazamientos, ya con un trágico
hieratismo. Su cuerpo se convierte en un afinado instrumento que revela el
debate entre la debilidad y la fortaleza y a la llamada locura como fuerza de
la naturaleza y el arte como fuerza espiritual que da vida a quien puede
crearlo a quien lo sabe gozar. Un perfecto manejo de su voz hace que sucesiva-
y a veces simultáneamente- afloren emociones como el temor, la pena, el gozo,
la desesperación resignificando y dando una nueva densidad así a las palabras
del texto. Ya no existen palabras “comunes y corrientes”, y la ironía funciona
como denuncia. La sucesión de nuevas esperanzas y nuevas amarguras se revelan
en el paso de susurro a gritos, pero como decía el novelista sueco Henning
Mankell, a veces los susurros son en realidad gritos.
La directora subraya aquellos elementos que le propone
el dramaturgo con su elección del espacio (“escenografía que trae las paredes
grises del encierro”), el sonido (“campo sonoro que nos guía por el constante devenir
de la salteña intrépida”), la iluminación (diseño de Damián Monzón, que facilita la decodificación de los tiempos cronológico e interior), el
vestuario (diseño de Susana Zilbervarg, “que trae el mármol espumoso
de su arte”), las dos ubicaciones de la
pintura de las Nereidas (Nicolás Miranda) en el inicio al fondo, en el final al frente identificando obra y artista; y los desplazamientos –por momentos
coreográficos- de los dos actores Hugo
Cosiansi y Junior Pisanú, quienes, como hábiles y dúctiles “partenaires” rodean
a la protagonista y se convierten en potentes interlocutores.
En resumen, un espectáculo de calidad en el que
dramaturgo, directora e intérpretes confluyen para recordar la importancia de
la memoria, cómo el replegarse en la propia soledad, permite recuperar gestos,
palabras, caricias, pero también cómo un puñado de recuerdos pueden trascender
lo personal y proyectarse.
AÑO VI, n° 264
pzayaslima@gmail.com
[1] En las primeras décadas del siglo XX otras mujeres como Julieta
Lanteri (1863-1932) y Cecilia Grierson (1859-1934) también tuvieron que luchar
contra una sociedad que intentaba marginarlas. A esa generación de mujeres
rebeldes y luchadoras que mostraron a sus contemporáneos bajo qué condiciones
aceptaban vivir, perteneció Lola Mora.
Esta situación
era semejante a la europea. La escritora
Almudena Grandes, sostiene que en
España el Estado y la
Iglesia desataban sobre las
mujeres una “Represión íntima, invisible
en apariencia, que las encarceló por dentro e intervino su vida privada, que
coartó ferozmente su libertad para impedir que fueran felices mientras trabajaban como mulas a cambio de salarios de
hambre y si derechos de ninguna clase, que las indujo a avergonzarse de su
propio cuerpo hasta el punto de convertir la manga corta en pecado” (LA MADRE
DE FRANKENSTEIN, Bs. As.,
2020).
Ante esto es
fácil entender el escándalo ante los desnudos realizados por la nuestra
escultora.
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