lunes, 20 de febrero de 2023

LOLA MORA, UN ÁNGEL AUDAZ, DE CARLOS VITTORELLO Y PUESTA DE LEANDRA RODRÍGUEZ.

 

 

Varios parecen ser los objetivos que movieron al autor Carlos Vittorello a escribir esta obra, y a la directora Leandra Rodríguez a ponerla en escena.  El programa de mano revela algunos de ellos a los espectadores: contribuir al redescubrimiento de la obra de Lola Mora “diseminada desorganizadamente por el país”; a través de una mirada “que sólo podrá ser contemporánea” reconstruir los “momentos cruciales” de los días finales de la artista; recrear un contexto social que le fuera, por momentos, decididamente hostil. El comunicado de prensa añade otros: “La vejez para el Estado. La vejez en el arte, las condiciones de trabajo y de supervivencia del artista en Latinoamérica. La autonomía económica y social del género femenino. Las consecuencias personales derivadas de un Estado que no asume el social del arte”.

El texto genera un viaje en el tiempo que nos remite a un pasado (1936) en el que algunos de sus problemas aún se hacen presentes como dilemas: la situación del artista, los prejuicios, la mujer frente a los mandatos familiares, las exigencias de una profesión y la vocación personal.[1]

La no linealidad del texto obliga al receptor permanente cambios de dirección en sus percepciones sobre lo público y lo privado, lo presente y lo pasado, lo vivido y lo deseado. Así como la escultora plasmaba en mármol sus intuiciones sobre la importancia de la libertad, el autor plasma en frases de estilo y sintaxis que acercan la prosa a la poesía, el precio que se debe pagar por la fidelidad a dicha creencia. La utilización de bellas metáforas como aquella que nos presenta un mar inagotable que pugna por salir convertido en lágrimas (cita aproximada) son transpuestas por la directora de modo que lo bello también adquiere funcionalidad escénica; y se sirve de las despojadas paredes del escenario del Teatro Payró para exponer los efectos del encierro y la soledad (el hecho de hallarse en un subsuelo es un plus).

La actriz María Marchi, en el papel de la protagonista, logra exteriorizar el remolino de pensamientos que dominan a Lola Mora en su vejez, ya con sus violentos desplazamientos, ya con un trágico hieratismo. Su cuerpo se convierte en un afinado instrumento que revela el debate entre la debilidad y la fortaleza y a la llamada locura como fuerza de la naturaleza y el arte como fuerza espiritual que da vida a quien puede crearlo a quien lo sabe gozar. Un perfecto manejo de su voz hace que sucesiva- y a veces simultáneamente- afloren emociones como el temor, la pena, el gozo, la desesperación resignificando y dando una nueva densidad así a las palabras del texto. Ya no existen palabras “comunes y corrientes”, y la ironía funciona como denuncia. La sucesión de nuevas esperanzas y nuevas amarguras se revelan en el paso de susurro a gritos, pero como decía el novelista sueco Henning Mankell, a veces los susurros son en realidad gritos.

La directora subraya aquellos elementos que le propone el dramaturgo con su elección del espacio (“escenografía que trae las paredes grises del encierro”), el sonido (“campo sonoro que nos guía por el constante devenir de la salteña intrépida”), la iluminación (diseño de Damián Monzón,  que facilita la decodificación  de los tiempos cronológico e interior), el vestuario  (diseño de  Susana Zilbervarg, “que trae el mármol espumoso de su arte”), las dos ubicaciones de la  pintura de las  Nereidas (Nicolás  Miranda) en el inicio al fondo, en el final al  frente identificando obra y artista;  y los desplazamientos –por momentos coreográficos- de los dos  actores Hugo Cosiansi y Junior Pisanú, quienes, como hábiles y dúctiles “partenaires” rodean a la protagonista y se convierten en potentes interlocutores.

En resumen, un espectáculo de calidad en el que dramaturgo, directora e intérpretes confluyen para recordar la importancia de la memoria, cómo el replegarse en la propia soledad, permite recuperar gestos, palabras, caricias, pero también cómo un puñado de recuerdos pueden trascender lo personal y proyectarse.

 



AÑO VI, n° 264

pzayaslima@gmail.com



[1] En las primeras décadas del siglo XX otras mujeres como Julieta Lanteri (1863-1932) y Cecilia Grierson (1859-1934) también tuvieron que luchar contra una sociedad que intentaba marginarlas. A esa generación de mujeres rebeldes y luchadoras que mostraron a sus contemporáneos bajo qué condiciones aceptaban vivir, perteneció Lola Mora.

Esta situación era semejante a la europea.  La escritora Almudena Grandes, sostiene que en  España  el  Estado y la  Iglesia  desataban sobre las mujeres una  “Represión íntima, invisible en apariencia, que las encarceló por dentro e intervino su vida privada, que coartó ferozmente su libertad para impedir que fueran felices mientras  trabajaban como mulas a cambio de salarios de hambre y si derechos de ninguna clase, que las indujo a avergonzarse de su propio cuerpo hasta el punto de convertir la manga corta en pecado” (LA MADRE DE  FRANKENSTEIN,  Bs. As.,  2020).

Ante esto es fácil entender el escándalo ante los desnudos realizados por la nuestra escultora.

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