Encuentro ficcional unidos “en una suerte de
reportaje” (Programa de mano), el espectáculo trasciende ambas categorías por
la confluencia de un texto que combina elementos dramáticos, narrativos y
líricos, una dirección que trabaja con precisión los diferentes lenguajes que
hacen a la teatralidad, y actores que diseñan entrañables personajes escapando
de los estereotipos que la historia y la crítica fueron instalando a través del
tiempo. Y la interacción entre el texto, los actores y el director es perfecta.
El texto propone una estructura descentralizada en la
que coexisten dos temporalidades y dos espacios sociales que entran por
momentos en una relación crítica, que obliga al receptor a despojarse de
prejuicios y creencias. No hay un héroe, nadie totaliza el conflicto ni
moraliza sobre los hechos (así caracteriza Antonio Hormigón este tipo de
estructura). Los dos protagonistas de este encuentro ficcional, Caravaggio
1571-1610) y Passolini cuestionaron las condiciones reales de su existencia y los
mitos de sus respectivamente; ambos fueron expulsados por su heterodoxia
(Caravaggio, de la Orden de Malta; Pasolini, del Partido Comunista), y sus
vidas estuvieron marcadas por hechos de distintos grados de violencia. Muchos
temas jalonan el diálogo, pero hay dos que los vertebra, las relaciones con el
poder y la incomprensión del artista por parte de la sociedad. El claroscuro en
el que ambos artistas estuvieron inmersos, no se refiere sólo al campo de la
estética del cineasta y del pintor, sino que apunta a las sospechas y
ambigüedades que jalonan distintos momentos de su vida e incluso sus
muertes.
En 1991, Jorge Palant, dramaturgo y médico
psicoanalista, afirmaba que para él “un teatro sin lenguaje –mero juego de
imágenes y movimientos- y si escenario- un lugar escénico no específico- es
incompatible con su esencia”[1]. De allí, el sentido de su
elección, no sólo de los personajes revisitados (un artista plástico,
perseguido, y censurado por gran parte de su sociedad, y un cineasta y escritor
que generó durante su vida, hondas controversias), sino de quién debía
concretar su texto en escena, Enrique Dacal. Este director, cuya ductilidad lo
ha llevado a montar obras en espacios convencionales y no convencionales,
abiertos y cerrados de variadas dimensiones.
En este caso, para quien entiende que el teatro es una ceremonia mucho
más íntima de lo que habitualmente se supone, la opción por el Teatro Tadrón es
la adecuada.
Dacal opta por una puesta en escena despojada (lo
mínimo que logra proyectarse hacia lo total) y de fuerte carga simbólica, una
puesta luminosa, abierta, dominada por el blanco que permite descubrir lo que
está oculto, correr el velo sobre lo tapado, mostrar al espectador los
secretos, iluminar. Precisamente su labor como iluminador potencia el vestuario
de Julieta Capece, que identifica y narra; como director propone un desplazo de
los actores en un espacio que soslaya lo mimético y lo costumbrista (Capece
también diseñó la escenografía)
Perfecto es el trabajo de Coni Marino quien opera
sobre la unidad del impulso físico y vocal conectando la voz cantada y la voz
hablada, y generando ecos cuando se halla en silencio, tanto dentro como fuera
del área de juego, y desliza la percepción del espectador al revelar por detrás
de la actriz al personaje.
Marcelo Sánchez en el rol de Caravaggio se revela como
actor capaz de transitar todos aquellos aspectos que caracterizaron al pintor
(satírico, burlón, transgresor, ambiguo) a través de un trabajo corporal y
vocal lleno de matices. Néstor Navarría no sólo logra con su presencia resucitar
al cineasta, sino que a través del texto que pronuncia otorga a la palabra el
valor “de pensamiento y critica”, ese “teatro de la palabra” que proponía
Pasolini en su MANIFIESTO PARA UN NUEVO TEATRO.
Ambos actores diseñan sus personajes de tal modo que
vemos resucitados en ellos al pintor y al cineasta y a sus respectivas
búsquedas de libertad a pesar de la censura; asistimos a esos hecho callados o desfigurados por sus contemporáneos,
y reconocemos las contradicciones de Caravaggio quien creó un David bíblico que mira con
tristeza la cabeza de un Goliat vencido, o revive en un posible autorretrato a
una bestia mitológica que, con su cabeza llena de serpientes, simboliza lo
oscuro y lo fálico. Y admiramos admirar las transgresiones, la versatilidad de
Pasolini como creador de EL EVANGELIO DE SAN MATEO, MEDEA, y LA TRILOGÍA DE LA
VIDA.
Todos los que intervienen en la puesta en escena
logran que por encima (o por debajo) el goce, el espectador deba reflexionar
sobre el bien y el mal, el arte y la verdad.
www.goenescena.blogspot.com.ar
AÑO VI, n° 253
pzayaslima@gmail.com.
[1] Perla Zayas de
Lima, DICCIONARIO DE AUTORES TEATRALES ARGENTINO 1950-1990, Buenos Aires,
Editorial Galerna, 1991, p. 205
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