lunes, 29 de julio de 2019

LOS AMANTES DE LA CASA AZUL.

Mario Diament vuelve a mostrar su pericia al combinar historia y ficción, “oscilante entre la realidad de la fábula y la fábula de la historia” (me apropio aquí de palabras de Arturo Roa Bastos). 

El desafío es aún mayor cuando de lo que se trata es de personajes tan polémicos como Trotsky y Kahlo, y de circunstancias tan controvertidas como la revolución rusa y sus efectos. Basta recordar las repercusiones dispares sobre la extensa novela de Leonardo Padura, EL HOMBRES QUE AMABA LOS PERROS (2009), obra precedida entre otras, por los tres volúmenes sobre la biografía de Trotsky de Isaac Deutscher (EL PROFETA ARMADO, 1954; EL PROFETA DESARMADO, 1959; EL PROFETA DESTERRADO, 1963).  

Pero Diament opta por desplazar de un lugar central temas como la democracia obrera, el internacionalismo proletario, el sentido y los alcances de la revolución, o el antagonismo entre Trotsky y Stalin (de hecho queda abierto para el receptor decidir si este fue motivado sólo por razones ideológicas y por no motivos personales) y focalizarse en la relación amorosa entre León y Frida. El título es clave, como lo es en el programa las mayúsculas de AMANTES. Se trata de cuatro seres unidos por el dolor, por distintos tipos de dolor productos de fracasos políticos, exilio, muertes, amores no correspondidos, traiciones, enfermedades. El dramaturgo retoma una vez más el tema, pero bajo un ángulo que le otorga una nueva dirección y trascendencia ya que -como pensaba Bernardo Canal Feijóo- en lo anecdótico se puede descubrir la historicidad verdadera. 

Los aportes de la vestuarista Paula Molina y la maquilladora Beatriz Abrigo resultan insoslayables en varios aspectos. No sólo revelan personalidades sino oposiciones y juegos que revelan los roles a la hora de relacionarse. Los tonos agrisados asociados a la esposa de Trotsky y el oscuro equipo de trabajo que exhibe Rivera se corresponden con su situación espacial preferentemente en las márgenes, mientras que Frida y León ocupan el centro del escenario , ella con sus ropas coloridas, y él con el despojamiento de su severo traje y un audaz y significativo travestismo. La decisión del escenógrafo Daniel Epstein de colocar en un costado el mural de Rivera y en el centro el caballete con el cuadro autobiográfico de Frida es central a la hora de resignificar el texto. 

Silvia Kanter construye con sutileza una impotente y resignada Natalia que sólo puede acompañar y esperar; David Di Napoli, en lo que creo es uno de sus mejores trabajos, nos ofrece un Diego Rivera que revela sus fragilidades a pesar de su máscara machista y exitosa. Roberto Mosca construye un Trotsky despojado de aquellas características convencionales e inalterables que suelen ser asociadas a su desempeño en la revolución, y lo presenta alternativamente ya poderoso ya vulnerable, moviéndose entre el optimismo de proyectos y la desolación. Le bastan modos de desplazamiento, miradas, y gestos sutiles para diseñar su complejidad. 

Maia Francia se convierte en una arrolladora protagonista tal como lo evidencia la imagen del programa, y transita exitosamente todos los desafíos que le propone el texto: dar vida a una artista talentosa, a una mujer capaz de grandes pasiones, de una fuerza vital incontenible que pudo destronar la figura de Rivera ( basta comparar cuántas son las obras de todo tipo que se ocuparon del muralista y cuantas se siguen ocupando de Frida), que pudo atravesar la resistencia de Trotsky (la escena en la que ella se viste con las ropas de él y obliga al revolucionario a vestir las femeninas es una perfecta síntesis, como es perfecta su caracterización) y que supo encontrar un camino para sublimar el dolor. 

Daniel Marcove, como en todos sus trabajos anteriores revela un minucioso cuidado de los detalles al combinar lo funcional y lo plástico, pero también lo significativo: vestuario, maquillaje y escenografía apuntan a dar importancia a lo sensorial, y la música original de Sergio Vainikoff junto con la iluminación de Miguel Morales a intensificar el clima poético. Trabaja potenciando la “creatividad actoral”[1]

Y también el espacio. Daniel Epstein trabaja con un espacio visible que es interior pero también es paisaje Y Marcove explota todas las posibilidades que el escenario y la sala de El Tinglado. La cuarta pared es varias veces perforada y el público puede imaginar el espacio sugerido y con su elección de apertura frente a la clausura que implica una casa, tiene siempre bien en claro de qué manera se va a narrar la estructura textual que le propone Diament. 

En palabras del director, LOS AMANTES DE LA CASA AZUL se inscribe junto a TIERRA DEL FUEGO y FRANZ & ALBERT en una trilogía ya compartida con Mario Diament, en la cual a partir de personas y hechos reales se construye un universo poético-teatral. En mi reflexión final sobre el espectáculo encuentro que MD-DM puede leerse como una marca registrada en la que la integración de texto y puesta en escena genera espectáculos notables por la belleza plástica como por la capacidad de movilizar al espectador a partir de un trabajo actoral capaz de realmente dar vida a esa construcción lingüística que son los personajes generando auténticos receptores activos. 









Año III, n° 185 

pzayaslima@gmail.com 



[1] En el taller-laboratorio “La Odisea: un camino de iniciación”, así la describía: “El actor es el teatro y es actor el eje de todo teatro. Es el actor, su cuerpo (que es su ser), quien hace la lectura del texto dramático literario o lo crea desde su propia fantasía: el teatro es un arte corporal, porque es en el cuerpo del actor donde aquel vive y llega al espectador”

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