domingo, 28 de agosto de 2016

GERMÁN ROZENMACHER: UN CABALLERO EN BUSCA DEL “AOR”

            Un 6 de agosto de 1971 moría Germán Rozenmacher. Ese día, mientras esperaba el nacimiento de mi primer hijo releía en la clínica Requiem para un viernes a la noche.  Desde entonces, Rozenmacher se convirtió en un referente importante en mis investigaciones por esta razón absolutamente subjetiva y personal, pero también por los valores que fui encontrando en su dramaturgia. En 1989 fui partícipe de la compilación Teatro argentino de los ´60 (Bs. As. Corregidor), con el artículo sobre la producción teatral de GR, cuyo título rescato hoy, a cuarenta  y cinco años de su deceso. En esta oportunidad  aspiro a que algunas de las ideas desarrolladas allí tomen una nueva dimensión y se reconsidere la importancia de Rozenmacher dentro del panorama teatral argentino.
GR y la generación realista de los  ´60.
Algunos de los puntos que determinan la existencia de una  “generación” según Petersen, permiten asociar a Rozenmnacher con la generación realista del 60: la coincidencia de nacimiento, el  trato humano, el acontecimiento o experiencia generacional, el caudillaje; coincidencias parciales en los otros dos ítems: homogeneidad de educación  y lenguaje generacional.
Esto último implica un primer interrogante: ¿hasta qué punto se adscribió al realismo?
Por una parte, en una de sus  declaraciones en 1964, afirmaba:
“Lo que yo busco es expresar la verdad. Yo quiero escribir de la misma manera que el hombre de ciencia: trabajando sobre la realidad. El problema está en lograr ese momento delicadísimo en el cual hablar de uno es hablar de todos. Tampoco quiero hacer panfletos o dar soluciones; sino, como decía  Chejov, dar un correcto enfoque de la realidad”.
Por otra, dos textos: Requiem para un viernes a la noche (RVN, 1964) - y Simón Brumelstein, el caballero de Indias (SB, 1970) parecerían sobrepasar esa declaración de principios ya que,  desde una primera lectura, las dos obras nos presentan la apasionada búsqueda de la identidad. Le urge mostrar dramáticamente el mundo judío, tanto el que corresponde al primer grupo inmigratorio, como al de sus hijos nacidos en el país. El conflicto de sus protagonistas David y Simón, respectivamente, se concentran  en cómo conciliar su “ser judío”, con “ser de aquí”.
El dramaturgo no busca la reconstrucción de un referente social, político o histórico, sino -como lo desarrollamos en el libro citado, pp. 125 y siguientes- presentar la dramática opción que los protagonistas deben realizar respecto del pasado: aceptarlo, rechazarlo, recrearlo o huir de él.  A diferencia de sus compañeros de generación con los que colaboró en la redacción de El avión negro,  es factor determinante un presencia familiar que implica relaciones afectivas profundas; tampoco  aparece como preocupación central en la vida de sus personajes, el reconocimiento social a través del dinero o la profesión, sino la obsesión por hallar respuestas de orden metafísico y religioso,  que  le permitan reconocer y construir su propia identidad personal. No son personajes abúlicos que se dejan arrastrar por las cambiantes circunstancias –característica que los críticos ya han señalado como características de los “antihéroes” diseñados por los dramaturgos realistas de los  60- sino seres capaces de tomar decisiones en situaciones  límites: dejar el hogar (David en RVN), abandonar al ser querido y apartarse de la sociedad  (Simón en  SB).
Como en el mundo mitológico, los héroes (en este caso David y Simón) cruzan el umbral, primero para encontrarse a sí mismos, y luego para encontrar respuestas que trascienda lo real sensible y engañoso. Parten en la noche, hacia lo desconocido y dejan atrás el mundo de los afectos (David: el padre y la madre; Simón, la mujer que ama).
En RVN los padres, respetuosos del orden antiguo quedan solos, aferrados al pasado y sin esperanzas para el futuro ya que el hijo rompe la tradición al rechazar el puesto de cantor sinanogal, no alcanza un título universitario y elige novia y amigos  que no pertenecen a la comunidad. Su conflicto, cómo conciliar lo judío y lo porteño, no ser un “extranjero”. Por su parte, el protagonista de SB está obsesionado por un pasado lleno de nobleza y un presente marcado por la locura y la mentira. En su continuo viaje  del delirio a la cordura, es visitado por seres reales (primo, esposa, siquiatra, enfermeros, comerciante) y por seres de la fiebre y el delirio un soldado de Solís, su padre, el rabino, el monje, su abuela) su mundo onírico. No puede ser del lugar de sus abuelos y sus padres, pero tampoco puede ser de acá. Por eso elabora su propio sueño de grandeza: ser el descendiente de los primeros  Brumelstein que fundaron este país, ser un caballero de Indias y optar por el manicomio, antes que volver a un mundo en el que se vive  “sin voces y sin culpas”. En su lucha por erradicar imágenes engañosas los personajes se debaten en medio de la opacidad de lo real a causa de la ambigüedad de los signos. Pero no hay en Rozenmacher “ceremonia de la frustración”, sino agonistas que no vacilan en realizar “el cruce del umbral”.
También se aparte del realismo en la utilización de  signos escénicos que no tienen por función exclusiva o principal representar un lugar determinado que reproduzca miméticamente un referente fácilmente reconocible. Escenografía y objetos participan del desarrollo del conflicto y desencadenan el desenlace a través de trasposiciones metafóricas, adjudicación de valores simbólicos y desplazamientos semánticos que en el caso de SB se localizan simultánea y ambiguamente entre el pasado y el presente, el interior y el exterior, el cielo y la tierra, la locura y la sensatez, el espíritu y la materia, lo vivido y lo soñado. Y esta doble imagen de objetos y personajes opera como el símbolo de la ambivalencia esencial en  todos los seres.
Presencia de objetos que sirven  para contener algo (cofre, caja de música, caja de vidrio, valija baúl) símbolos de la exaltación imaginativa, pero también del vientre materno; la cruz impuesta en los espacios reales y en los sueños y alucinaciones; el oro como elemento esencial del tesoro escondido, la pura luz en un campo religioso, o el “cuarto  estado” (la glorificación); las filacterias cuyo significado y función se explica en el Deuteronomio (6,4-9 y 11,13-2), y los retratos familiares concebido como “el espejo diacrónico de la familia” (Baudrillard). En RVN el dramaturgo trasgrede una de las propuestas del realismo- naturalismo: la ausencia de la cuarta pared, y propone una imagen final simbólica de velas extinguidas multiplicadas en los espejos de una casa que simboliza refugio para los mayores y cárcel para  David.  En el caso de  SB,  Simón aparece estrechamente conectado con objetos simbolizan diferentes mundos y valores aparentemente irreconciliables.
Por su actividad teatral, sus propias declaraciones, por su deseo de asimilar una estética realista que le permitiera descubrir y trasmitir su búsqueda de la verdad, Rozenmacher pertenece a la generación realista del 60. Pero RVN y SB lo separan de esta y contribuyen a delinear la especificidad de un teatro que presenta como conflictos importantes que atormentan a sus personajes lo metafísico y  lo religioso, apuesta a la elaboración de un contexto escénico que da relieve a las potencialidades simbólicas de los objetos, y que propone, la organización de la acción escénica a partir de una relación aleatoria de los sucesos con personajes y objetos, y una  preferencia por los objetos “biográficos” (Violette Morin), que forman parte de la intimidad activa de quienes los poseen. No hay representación artificial de una determinada realidad extratextual sino la explotación de dos características de  los signos icónicos no verbales: la movilidad y la ambigüedad. Con estas obras, German Rozenmacher se sitúa, entre realistas y absurdistas como un dramaturgo originalísimo, capaz de combinar magistralmente diálogos propios de la cotidianeidad con un discurso  asociado a la alta cultura, y organizar formalmente tos los medios de expresión de modo inconfundible.

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