miércoles, 5 de julio de 2017

TEATRO E IDENTIDAD: PROBLEMAS EPISTEMOLÓGICOS, METODOLÓGICOS ESTÉTICOS (II)


1)      La voz de las minorías: la exclusión del indígena y la negación del negro.

1.1.El término “indígena” involucra imágenes diversas generadas por estereotipos que provienen de la ecuación  blanco/europeo portadora  de una cultura hegemónica que fue aceptada desde el comienzo por la mayoría de los indígenas/americanos, condenados a una marginación que les impidió, inclusive, participar del publicado “crisol de razas”, noción de alcance relativo, verdadero cliché que dominó los estudios migratorios hasta los años  ´60.

Los argentinos han cultivado  históricamente  una nociva práctica de alterización que los llevó a ejecutar  desde la política del  Estado, pero con el acuerdo explícito o tácito de un sector significativo de la ciudadanía, la desaparición y cultural del “otro”.  De esta práctica de exterminio da cuenta el teatro de Luisa  Calcumil[1], que puede asociarse a la corriente indigenista que reconoce a las comunidades originarias de América una prioridad cronológica y una jerarquía equiparable a otras: esa voz propia de  América es la que habría que recuperar como raíz.[2]

La producción de Calcumil ya fue analizada en  otros  trabajos (Ormeño, 1998; Zayas de Lima, 1998); me interesa ahora enfocarla desde el punto de vista de la enunciación y de la lengua. Decía Octavio Paz: “Las lenguas son visiones del mundo, modos de vivir y convivir con nosotros mismos y con los otros”, y agregaba: “Hablar una lengua es participar de una cultura: vivir dentro, con o en contra, pero siempre en ella” (1987).

Resulta claro que la incorporación que del idioma mapuche realiza  Luisa  Calcumil en sus obras funciona como punto de partida de toda elaboración sobre la pertenencia, es decir, para la construcción de su identidad individual y la identidad colectiva de su pueblo (“Mi expresión nace de las tristezas, recuerdos y ganas de seguir siendo de mi gente”). En Es bueno mirarse en la propia sombra (1987) el bilingüismo hace cohabitar  dos tradiciones y dos espacios, el de los dominadores y el de los dominados. El eje de este monólogo femenino  se ubica en la voz de la víctima que se presenta como víctima. Desde una narrar autobiográfico, la incorporación de relatos, poemas y canciones escuchados en su comunidad  que se integran naturalmente  a textos propios, le permite a la autora/actriz /directora trabajar sobre la alternacia memoria/ olvido, aceptación/ rebeldía, reconocimiento/ transformación.

La utilización de la lengua mapuche no apunta a una reconstrucción folklórica sino que responde a una concepción del lenguaje como elementos estructurador de una manera propia e intransferible de comprender y pronunciar al mundo (esto ya lo había experimentado en 1987, en su Monologo de raíz  mapuche). Tampoco busca que el bilingüismo sea un instrumento  para que el blanco entienda lo que dice el indígena (o a la inversa) sino para mostrar los efectos del paso de una cultura a otra, sus diferencias, el acto de traducir. Este bilingüismo refuerza la construcción de un contradiscurso que permite el rescate  de una tradición el  redescubrimiento del poder  y de la necesidad de la memoria, la utopía de la transformación (“La idea es revalorizar nuestra cultura e incorporarla a estos tiempos, para recuperar valores que nos permitan crecer, sin cambiar”). Asimismo este bilingüismo le permite generar un espacio ritual que no sólo estructura el espectáculo (emplea el mapuche en el comienzo de la obra y la cierra con el español) sino que pone en escena aquellos personajes (loa curandera, la abuela, la adivina) que se conectan con la palabra-poder y generan una narración/conjuro. Desde un locus de enunciación femenino se rebela contra memoria social hegemónica en la que  el indígena está ausente, y su discurso escénico subvierte ideologemas que están en la red del resto de los discursos sociales que durante décadas han circulado (y aún circulan) tanto entre los mapuches como entre  los blancos.

El mito aparece asociado a una praxis: hacer que el indígena entre en la historia para que  haya un lugar para él en el futuro. Calcumil trabaja sobre la identidad individual vinculada al origen (mujer mapuche), que se va modificando a lo largo de un proceso social (marginación, pobreza, exclusión), se afirma en la identidad de un grupo étnico portador de cultura, y se moldea con las herramientas que aporta el  teatro para la expresión, el auto conocimiento y la rebeldía (“Mi trabajo no es para separar indígenas de no indígenas. Tenemos que aprender a vivir con las diferencias, pero las diferencias que tienen que ver con lo cultural, no con las injusticias, no con la falta de dignidad”)[3]. Su teatro constituye un ser y un definirse mediante la escritura y la representación, una indagación a través de su propio discurso, un yo propio, individual y comunitario, una confrontación con una escritura de la historia concebida por un sujeto masculino y blanco que ocultó en la penumbra a los  “otros”.

La investigación sobre la identidad y el papel del indígena en su conformación es continuada en este siglo en las principales zonas del país, especialmente en el Norte, donde es de destacar la labor realizada por el  Centro de  Investigaciones sobre  Cultura  no ha aparecido aún la sucesora  de  Luisa Calcumil en el teatro.

1.2. “Todos extraños, todos blancos” fue el epígrafe elegido para mi artículo “La negritud negada y silenciada: una mirada desde el teatro”. Estas palabras de un refugiado de  Sierra Leona funcionaba como el posible eco de una contraparte (“Todos negros,  todos extraños”). Pero mientras en el primero  de los casos, el temor ante la extrañeza conducía al aislamiento y la marginación, en el segundo, el temor a lo diferente conducía al aniquilamiento y la negación. Estos procesos fueron registrados por una serie de obras que tomaron al negro como personaje, escasísimas si las comparamos con las que eligieron hablar de  otros  “extraños”, los inmigrantes. En ese artículo, y en coincidencia con Teun van Dijk no buscamos “reducir el racismo a sus prácticas discursivas” (2003, 113) sino subrayar hasta qué punto el discurso oficial sobre temas étnicos, con sus estrategias de negación y actitudes xenofóbicas había enquistado en el discurso teatral estereotipos y prejuicios. A través de una decena de obras mostraba el grado de desconocimiento y la desvalorización de la cultura negra, así como una voluntad de silenciar la participación activa de esa comunidad en la construcción de nuestro estado-nación[4]. La imagen negativa de los negros que finalmente conduce a su invisibilidad por exterminio o blanqueamiento se ha construido a lo largo de nuestra historia por distintos agentes sociales quienes los presentaban como “brutales, poco confiables, taimados”, además de sucios y malolientes, solo aptos como sirvientes, mucamos y ordenanzas (Frigerio, 2006, 91) o como objetos de fantasías eróticas.

Dos obras de muy diferentes épocas, no comentadas en dicho artículo, reafirman los conceptos anteriores.

Los inquilinos, tal como lo señala Silvia Pellarolo (1997) se estrenó en medio de dos importantes acontecimientos de la vida política y cultural de  Buenos Aires: la huelga de inquilinos que movilizó a sectores populares e incluyó a los anarquistas, y el concurso teatral organizado por la empresa editorial Losada y el  teatro Comedia  ocasión en la que la obra de Trejo obtuvo el primer premio y paralelamente alcanzó éxito de público.

 Me interesa destacar que en el enfrentamiento de propietarios y la liga de inquilinos, entre los activistas sociales se destaca el negro  Baltasar, quien define su acción como un grito de libertad similar al del  25 de mayo y quía en los cánticos y consignas a los otros compañeros.  Compositor del  “Tango de los  Inquilinos”, genera la música y el baile propios del género saineteril, pero la letra contamina el ámbito festivo con el reclamo d de justicia y dignidad; es quien convoca a los vecinos a rebelarse en contra de la autoridad y con toda la comunidad festeja el triunfo final.  Tal vez, por primera vez, el negro n o aparece como el  “negro alegre”, ignorante o ingenuo, diabólico o lascivo que presentaba el tango, y se soslaya toda  aquella referencia paródico que las comparsas de los negros-blancos habían contribuido a consolidar.  La obra de Trejo le da no sólo presencia, sino voz.

Un siglo después, Jorge  Gómez coordina una creación grupal, El bufón de Rosas  (2004), pieza estrenada en  el circuito  off y seleccionada para los festivales de  mar del Plata y Azul. El dramaturgo  la resume en estos términos:

En la inmensidad de la pampa dos atores juegan a ser  Rosas y su bufón.  Rosas, exiliado en un corral, se niega actuar y con el ello al recuerdo. Eusebio lo punza en la memoria y obtiene  apenas unos fragmentos del pasado que justifican su existencia. En este vaivén, pendulan períodos de la historia que van de un aparente sosiego a un espiral de sucesos, a veces sangrientos. La fábula se repite cíclicamente y arrastra evocaciones que encarnan a los personajes y los transfigura en tiempo  y espacio sin saber quiénes son” (Entrevista de la autora,  8/9/2005).

 
El título ubica al negro en un espacio protagónico, contrafigura del polémico  Restaurador. Este negro que  Rosas intenta domar como a un caballo y al cual patea con sus botas o aporrea con el poncho, no es aquí un bufón que lo divierte, sino la  Voz  del  Otro que conduce la relectura de un período central de nuestra historia, es quien re instala y cuestiona la polémica polarización civilización y barbarie.  El personaje negro-bufón, ser deforme que abre la obra con una interpelación y la cierra con una orden, se desdobla en el segundo núcleo dramático en el cacique  Chocorí, quien le arrostra a éste el pecado de traición. Son precisamente esas voces enunciativas, tradicionalmente silenciadas, oficialmente marginadas, las que en esta obra estructuran los retazos del recuerdo, las que integran fuentes documentales con las ficcionales, las que nos desafía a revisar la historia.

Lo que producen Luisa Calcumil en el campo indígena, y Nemesio Trejo y Jorge Gómez -entre otros- al abordar el tema de la negritud, excede el campo de las reivindicaciones, abre la posibilidad de completar ese proceso dinámico que es la identidad y  borrar del imaginario la creencia  que los argentinos somos todos  blancos. (Continúa)

 




[1] Un antecedente fue Facundina (1983 de  Graciela Serra  dirigida por  Eduardo  Hall.
[2] Para este tema resulta insoslayable la lectura de los artículos de  Alfredo  A. Rogggiano, “Acerca de la identidad cultural de Iberoamérica (Algunas posibles interpretaciones) y de  Raúl  Dorra “identidad y Literatura” incluidos en  Yurkievich (1986).
[3] Todas las citas aparecen en  Zayas de Lima, 1998.
[4] Si bien dentro del repertorio tanguero hay abundante temática negra, la mirada desde el mundo blanco no hace sino reforzar estereotipos, salvo algunas posiciones reivindicatorias.

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