domingo, 31 de julio de 2016

Helena Tritek dirige Filomena Marturano.

Guillermo Heras entiende al director como un autor del espectáculo a partir de la creación de un texto dramático proporcionado por un autor de la propuesta literaria y encarnada por unos actores que se  convierten en autores del denominado  personaje teatral.
Helena Tritek legitima este aserto. Crea una nueva y al mismo tiempo, verdadera, Filomena Marturano. Se reconocen las  principales marcas que definen la dramaturgia de  Eduardo De  Filippo, su pertenencia al realismo italiano y su filiación con el teatro popular napolitano que lo precediera y con el que convive, pero también su superación en lo que se refiere al modo en que elabora  la fijeza de roles y  la presencia del melodrama.
Asimismo se reconocen las huellas que la directora deja en sus puestas en escena. Sabe leer el texto como un sistema y no se conforma con representar una fábula, aparentemente, sencilla. Maneja el  tiempo, a partir de una sabia combinación de ritmos que va desde lo vertiginoso a la inmovilidad; potencia las cualidades de los actores de modo que al mismo tiempo destacan sus individualidades conforman un ensamble; captura al espectador sin recurrir a la artificiosidad o a la espectacularidad;  trabaja sobre  el principio de la organicidad de todos los lenguajes que operan en la escena. En esta oportunidad, creo que supera  la versión fílmica: se atreve a jugar con el empleo de gags, en una mini- escena con las mucamas, pero no se refugia en la pura  comedia, sino que dosifica adecuadamente los momentos dramáticos, y hasta se hace espacio para la crítica, al subrayar a partir de su trabajo con la protagonista rémoras patriarcales, sumisiones y humillaciones femeninas.
He aquí donde entra la conjunción de talento y oficio de la actriz Claudia  Lapacó. Supera el realismo que supone interpretar a una ex prostituta, que desea legitimarse como esposa para poder completar su rol de madre, en una  Italia conservadora y patriarcal,  a partir de la creación de un campo de fuerza  emocional que lo trasciende.  Convierte la escena en una atrapante situación teatral y concreta la hazaña de redoblar la apuesta a medida de que se suceden las escenas: una mirada cómplice al público, el canto regocijado junto con la palabra musitada, un tránsito de lo cómico a lo dramático sin fisuras y sin contradicciones:  a lo que desde un punto de vista racional puede resultar artificial, en esta ficción escénica Lapacó lo convierte no sólo en  verosímil, sino en absolutamente coherente habida cuenta de cómo diseña a su personaje.
Antonio Grimau imprime a su Doménico de los gestos culturales que marcan al hombre,  sin caer  nunca en estereotipos ni en énfasis superfluos, y compone un personaje que en ningún momento remite al que en su momento nos ofreciera  Marcello Mastroianni, sino  que parece encarnar al Domenico que cada  lector imaginó cuando lee el texto. Y su actuación nos replantea un problema a la hora de “evaluar” la actuación: qué significa ser buen actor (o excelente actor, o un actor único); tal vez esa cualidad en Grimau pasa, en parte,  por su estilo –término  polémico y hasta ambiguo- pero que aquí revela una dosificación exacta entre su personalidad y la que emana de la construcción que realiza a partir del texto.
Como cita a lo que mostraba el realismo italiano (o según otras calificaciones, el neorrealismo),  el resto de los personajes encarnan en sus apariciones en escena diferentes tipos de la sociedad napolitana de su momento (la enfermera, la mucama y el abogado); con el mismo criterio aparecen los tres hijos exhibiendo, además de su personalidad, su profesión  (escritor, sastre y plomero); pero quienes tienen a cargo la interpretación de esos personajes (Natalia Cociuffo, Milagros  Almeida, Abian Vainstein, Ignacio Pérez  Cortés,  Victorio D´Alessandro y Matías Mayer, respectivamente) soslayan la seguridad que ofrece reiterar la macchietta heredada sobre esos roles y dotan a los “tipos” que propone el autor y los enriquecen con sus propios códigos actorales
La versión de Dany Mañas tiene la virtud de alcanzar un equilibro entre ese texto fuente lejano en el tiempo y en lo cultural (la lengua y cultura italianas  presente en los primeros descendientes de las distintas corrientes inmigratoria no está incorporada  con la misma intensidad en aquellos  que nacieron en los ´60 y ´70, y que también forman parte de los espectadores). De tal modo, el lenguaje y la organización de las secuencias permiten tanto un (re)conocimiento del mundo evocado que aparentemente nos es ajeno, como de la sociedad en la que estamos inmersos.
El tratamiento del espacio, una escena a la italiana, que sin embargo  permite que  el público sea envuelto por la representación y dota a la escenografía propuesta por  Eugenio Zanetti, única y fija, de un claro valor simbólico, mientras que la música y canciones -la impecable ejecución al piano de Matías Mayer y la hermosa voz de Milagros  Almeida-  aparecen como un guiño a la nostalgia  aunque también como una clara cita de la vigencia de lo popular.
El teatro, como celebración de la vida. Así puedo resumir a esta Filomena Marturano, que por obra y gracia de Helena Tritek  y sus actores, se convierte en un punto brillante dentro del panorama escénico argentino actual

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