La obra dirigida por su autor propone una reflexión sobre el teatro, pero no para dar una lección sobre los métodos de actuación o sobre las distintas teorías sobre el mismo, sino para revelar la vulnerabilidad del actor y la lucha por su supervivencia. La figura del protagonista recrea a quién al frente de una compañía itinerante en los años cuarenta recorría los pueblos del “interior”; rebelde y solitario, elegía el repertorio, adaptaba y recortaba textos, luchaba para mantener el elenco, soportaba contratiempos económicos, y debía enfrentarse a un auditorio muchas veces indiferente (o a su ausencia), y competir con los circos. Evocación y homenaje, memoria de la memoria; huellas que marcan la entrega y grandeza del actor aún desde sus debilidades, fallas y decadencia (la vieja actriz que aún en su agonía aspira a representar Antígona es un momento emblemático), el valor simbólico siempre vigente de El enemigo del pueblo, la representación de las obras de Sófocles, Ibsen, Shakespeare o Chejov como pruebas que deben sortear los artistas para validar su talento.
La escenografía y el vestuario de Alejandro Mateo subrayan desde lo visual el grado de marginalidad y deterioro que define el mundo a que ese actor nómade estaba destinado. Los espectadores que rodean por tres lados el espacio del juego escénico que la pequeña sala del subsuelo del Teatro del Pueblo son rápidamente capturados por la presencia y la voz del protagonista. El actor Manuel Vicente transita por las diferentes secuencias de este unipersonal en la que predominan simultánea y sucesivamente, lo confesional y lo informativo, lo narrativo y lo dialógico. Trabaja minuciosamente los aspectos: el rostro y la gestualidad (gestos miméticos, descriptivos, inventados) como un espejo emocional, y los diferentes timbres vocales como elementos narrativos y dialogales. Y jerarquiza un texto que hábilmente integra el mundo subjetivo de una gama de sentimientos (de la apoteosis al escarnio; del orgullo a la humillación) con el objetivo de los sucesos (un fragmento de la historia de nuestro teatro vocacional, filodramático, y su relación con el teatro independiente (el Teatro del Pueblo, como cita doblemente significativa), el teatro comercial (el Maipo) y el oficial.
A lo largo de una hora, el discurso escénico aparece jalonado por los vasos de ginebra que va consumiendo el actor, y finaliza cuando la botella queda vacía. El protagonista queda sin palabras, y sólo con su gestualidad señala como el telón se cierra definitivamente, cuando queda solo sin los miembros de su compañía, sin espectadores.
Andrés Binetti así describe su propia obra bajo el título de “Sinopsis”:
Actuación como manera de traer al presente aquello que ya no va a ser, acto de resistencia frente al fracaso, a la soledad final del artista, al que sólo le quedan sus artefactos, pequeños recursos para hacer presente -en una noche de tormenta, contra un mostrador de estaño- un pasado donde el éxito estuvo cerca, al alcance de la mano. Relato de perdedores, de carentes, una épica mínima y, por lo tanto, conmovedora, El último espectador se presenta ante las miradas del público como un gesto de actuación frente al olvido.
Ficha técnica:
Actuación: Manuel Vicente
Diseño de escenografía: Alejandro Mateo
Diseño de luces: Francisco Varela
Diseño de vestuario: Alejandro Mateo
Diseño gráfico: Juan Francisco Reato
Asistentes de dirección: Nadine Cifre y Grace Ulloa
Fotografía: Selene Scarpiello
Prensa y difusión: Carolina Alfonso
Dramaturgia y dirección: Andrés Binetti
www.goenescena.blogspot.com.ar
Año II, n° 115
pzayaslima@gmail.com
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