El disparador de estas
reflexiones es el comentario del autor Santiago Loza, y que aparece en el Programa de mano. Allí se lee
“La gran Marilú Marini. No sé qué se puede decir sobre ella que no se
haya dicho y no resulte redundante (…) Ella es historia y presente. Marilú es
también el amor hecho escena. Ella es una niña que, de manera inocente se roba
todas las miradas y una hechicera que nos cautiva para siempre. Marilú es
alguien inolvidable. Deliciosa, intensa,
poseedora de una fuerza demoledora”.
Palabras que adquieren para mí
una especial importancia ya que apuntan al centro de este problema cómo desde
el análisis de un desempeño actoral calificar a un actor/actriz de bueno, malo,
excelente, etc. Cuando realizamos un comentario o la crítica de un espectáculo,
al referirnos a la función del texto, al desempeño del director, del
escenógrafo, del vestuarista, del iluminador o de la dirección musical podemos comunicarnos
de modo efectivo a través de una organización discursiva en la que se puede
narrar, describir, explicar y argumentar. No resulta tan fácil cuando nos
detenemos en el campo de la actuación. Tal vez porque allí la irrupción de lo
subjetivo parece ser lo predominante, tal vez porque para el espectador le resulta
muy difícil separar la persona del actor/actriz, del personaje que asume.
El caso de Marilú Marini me
resulta ejemplificador. Antes de ver Canciones
de amor recogí entre mis conocidos las opiniones de varios asistentes[1]:
“En cuanto me entero que M.M. estrena algo, voy. No me pierdo nada”; “Todo lo que
hace lo hace bien”; “La obra no me importa tanto, si que ella actúe”, “Es una
maravilla”, “Los momentos que ella crea hacen que la vida y el teatro tengan
más sentido”, “Es un regalo para el alma. No te la pierdas”. Mi experiencia de
la representación en lo que concierne a la recepción de los espectadores,
confirmó estas opiniones (o sentires). No fue sólo el aplauso cerrado –propio
del público de los teatros “comerciales”- en cuanto ella aparece en escena,
sino el tipo de comportamiento a lo largo de la función: densos silencios,
tensión, risas cómplices… y en el final, aplausos, bravos y el grito de una
espectadora: “Gracias Marilú, Gracias”.
Nuevos interrogantes: ¿por qué
convoca MM?, ¿qué es lo que se pierde al no asistir?, ¿qué es lo que ella entrega
que despierta agradecimiento? Para intentar responder a esto, asumo el desafío
de referirme a ella en su relación con el texto, la puesta y la recepción a
partir de una argumentación que pueda fundamentar su excelencia como actriz. Santiago
Loza ha organizado las secuencias de su
texto de modo que los arcos de tensión alternen con momentos en que irrumpe el
humor, y hace confluir el mundo interior femenino de la protagonista con el
exterior que proviene del universo masculino representado por el esposo y el
hijo. Amor por el hijo vivido como absoluto, pequeñas fisuras por las que
afloran dudas y sospechas sobre otro amor, el marital, que en un momento
pareció ser absoluto y dejó de serlo. La obra, que transita de la cotidianidad
a la reflexión filosófica, apunta a que el receptor reorganice en ella sus propias
experiencias subjetivas de la realidad. ¿Será el teatro, como dice Kalldewey Farce, “el último de nuestros mágicos intentos
para quitarnos la angustia”?
Marilú Marini trabaja sobre cada
palabra de su monologo, convirtiendo tal como lo propone el texto que la suma de momentos
insignificantes se revista de un aura memorable: levantarse, higienizarse,
cocinar son convertidos por ella en instantes poéticos y reveladores; lo que es
cotidiano se reviste de nuevas significaciones a partir de su modo de
comunicar. Su manejo del ritmo (pausas, acentos, agrupaciones) subrayado por
el aporte sonoro del excelente
músico Diego Penelas, contribuye a potenciar las estructuras emocionales de nuestro
pensamiento; son precisamente las intervenciones musicales en las que participa
con virtuosismo el cantante y actor Ignacio Monna, las que marcan hitos de una tensión creciente que desemboca en una
intensa “celebración, en la canción final en las que confluyen las voces de la
madre y el hijo.
Todo en la puesta en escena es
acertado. La partitura lumínica de Alejandro Tantanian, Oria Puppo y Omar
Possemato acompaña los tiempos del discurso (presente, pasado, anticipación del
futuro), marca las diferencias entre lo vivido, lo imaginado y lo deseado; pero
nunca cae en el “light show”. El vestuario propuesto por Oria Puppo
conlleva dentro de su sencillez un alto valor significante por la relación que mantiene con los elementos
escenográficos y marca la pertenencia de esa madre a la casa en la que vivió y
a la que regresará el hijo. Marilú Marini potencia la elegancia y el manejo de
los detalles que Tantanian como director propone. Nunca cae en el clisé ni en
la sobreactuación, ni un despliegue de una “exhibitory action”[2]
. Y sin embargo captura al público con los grados de vibración de su voz que
abarcan de la introspección al grito, con sus miradas, a los objetos escénicos,
a un espacio propio y al público, con la energía que imprime a sus movimientos
y gestualidad, por cómo transforma efectivamente el espacio.
A pesar de mis intentos por “explicar”
el espectáculo, siento que no llego a desentrañar qué es lo que hace que Marilú
Marini sea, desde su aparición en el
Instituto Di Tella hasta nuestros
días, la gran actriz que convoca a un público heterogéneo y lo cautiva (en
sentido literal y metafórico) independientemente de la obra que le toque
protagonizar. No se trata de un argumento racional, pero coincido con el autor
en que ella es una “hechicera”; parte de su magia consiste en hacer que todos
los que asisten a sus espectáculos acepten voluntariamente aquellas cosas “que
queremos ver y también cosas que no queremos ver” (D. Donnellan).
[1] No
debe entenderse esto como una encuesta,
ni entrevistas pautadas que puedan
ofrecer porcentajes o lecturas de
medición.
[2]Concepto
definido como: “the ´showing-off o a
performer, who dominates the stage due to his or her own personality and skills”(Jacqueline
Martin & Willmar Sauter, Understanding
Theatre, Stockholm, Almqvist & Wiksell International, 1995, p. 85).
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